¡Son las doce! Sí, son las doce de la noche porque así lo marca mi reloj de pulsera y porque he contado las 12 campanadas en el reloj de la iglesia, en este cementerio. Pero, ¿cómo saber si es mediodía o medianoche? Esto no lo habían previsto quienes me metieron dentro de esta caja de madera. Además, ¡me metieron sin avisar! ¡Traidores! Me pusieron mi mejor traje gris de lino y mi camisa de seda amarilla, pero se olvidaron de ponerme calcetines. ¡Tengo los pies helados! Por suerte se acordaron de colocar mi teléfono móvil dentro del bolsillo de mi chaqueta. He recibido algunas llamadas, pero, como esto está muy apretado y no alcanzo a coger el aparato, no he podido responder. He querido telefonear a mi tía para que me traiga unos calcetines de lana, pero me quedé sin batería: se olvidaron de poner el cargador. ¡No se puede ir por la vida metiendo a uno en la caja tan deprisa! Llamaría a mi primo Carlos, que trabaja en la funeraria, y a la chismosa María Angustias y le diría cuatro cosas a cada uno.
Me metieron en esta caja de madera con peste a barniz fresco y luego me llevaron en coche fúnebre dando tumbos por toda la ciudad. El conductor tomaba las curvas acelerado, parecía borracho, estuvo a punto de matarnos a todos; me mareé mucho y tuve nauseas. Después de vagar un rato por dentro del cementerio me subieron muy alto dentro de la caja —sabiendo que yo padezco de vértigo— y me empujaron «pa dentro», a oscuras y tapiado con cal.
El silencio llega desde fuera. ¿Es de noche? ¡Vaya fiestorra han montado los vecinos del 4o2a! ¿Es de noche? Sí, son ellos, porque la música salsera viene siempre del 4o2a; si fuera en el 3o1a, se oirían baladas de blues, mi vecina Soledad siempre pone blues al atardecer. Por la mañanas temprano, oigo los gorgoritos del tenor Rodolfo y después los solos del trompetista Pablo. Aquí nos conocemos todos, somos buenos vecinos y procuramos no hacer mucho ruido. Ahora solo oigo un silencio sepulcral, campanadas de vez en cuando ¡y la fiestorra en el 4o2a! ¿Es de noche?
Aquí metido veo un agujero en la tabla, acercaré un ojo para mirar. ¡Malditos!, hicieron la caja tan estrecha que ni moverme puedo. Intento darme vuelta y una pierna se lía encima de la otra y un zapato se sale y al levantarme para cogerlo me golpeo la frente contra la tapa y retumba todo el cajón. ¡Me saldrá un chichón! Ahora recuerdo, me pusieron un pañuelo blanco en el bolsillo del pecho; alcanzo el pañuelo y me seco la sangre de la frente, ¡nada, ni sangre sale! ¿Cómo? ¡Vaya tajo, vaya brecha me hice contra la maldita tapa de la caja! La comitiva fiestera se acerca dando la murga, los del 4o2a bajan —ellos y todos sus invitados— y arrastrando al vecindario toman las calles de este cementerio a ritmo de samba.
Esta noche es la fiesta de difuntos. Y yo sigo aquí descalzo, magullado y en esta caja encerrado.