Gobernar un gran imperio y freír un pequeño pescado se parecen: requieren máxima atención.
(Marguerite Yourcenar)
Cambian los tiempos. Cambian las sensibilidades, las percepciones, las mejores expresiones del espíritu, de la cultura y de las artes. Algo va quedando, sin embargo, en lo que Octavio Paz llamó la «continuidad de la ruptura». Una vez más los pretendidos universalismos, antiguos y modernos, pasan como los aires o los vientos. Uno se pregunta si algo de lo que va quedando permanece, un poco más o un poco menos.
Largas madejas, hilos, vertientes, originadas en épocas casi perdidas, llegan hasta nosotros. ¿Cómo se fueron conformando y diferenciando los conjuntos humanos en lo que hasta nuestros días conocemos como civilizaciones o culturas de oriente y de occidente, en los distintos espacios de la geografía humana? ¿Dónde colocar y saber cómo surge y pervive, por ejemplo, configurado desde los primeros «homínidos», lo que algunos llaman el «arte asiático primitivo»? Jades, porcelanas, marfiles, caligrafías, reminiscencias orientales, por una parte; collages, plásticos, metales, «arte moderno», por otra parte, la occidental.
Desconectadas durante milenios las unas de las otras, las culturas orientales y occidentales han desarrollado cosmovisiones distintas en prácticamente cualquier aspecto de la existencia. Desde la estética hasta la filosofía, pasando por la ética del trabajo o la mera relación del ser humano con su entorno, el sistema de valores sobre el que se edifica cada sociedad es distinto, aunque en un mundo globalizado parezcan converger.
Hablar de sociedades y mundos tan diversos, y en términos tan generales, poco puede aportarnos. No obstante, como en casi todo, la perspectiva está condicionada por el objetivo. Múltiples son las miradas sobre la historia de ambos mundos, pero los datos de hoy, los más recientes, vistos desde una obligada globalidad que abarca todas las esferas, tienen que ser sometidos a una visión fundamental que responda a preguntas tales como: ¿son las sociedades o los individuos los que marcan o definen los caminos propios y ajenos, el sentido de su presencia y de su existencia en los tiempos y espacios que corresponden a un determinado «destino histórico»? ¿Podemos dejar de lado el recuerdo de las bárbaras «matanzas de la sal» en India o las «Guerras del opio» en China, sin remitirnos a los primeros tiempos y al resurgimiento de esas grandes naciones? Podemos perdonar, pero no olvidar, decimos desde el Sur, a los «conquistadores» del Norte.
Tan amplia es la literatura sobre estos temas, que es casi inagotable. Si lo que se busca es lanzar una mirada más allá de lo académico, lo que parece más apropiado es dejar correr la imaginación a partir de la información, las vivencias y experiencias propias, clara y conscientemente asumidas. En nuestro caso, el descubrimiento del I Ching, del Tao Te King y del Bhagavd Gita, fueron lecturas de las que dejan huella. Luego vinieron las imágenes, las obras, los museos, y con ello las visitaciones, los sueños, los viajes. Ir a Grecia y llegar a China son, para mentes curiosas e ingenuas, verdaderos peregrinajes equivalentes a viajar a La Meca en el mundo musulmán.
Pero ser americano, nacido en este continente, y desde ahí caminar por otras tierras y mares asiáticos y europeos, es incursionar en lugares extraños. Y no solo viene a la mente al famoso viaje de Marco Polo, y tras él toda una saga de misioneros, comerciantes, conquistadores. Tenemos que recordar que las primeras migraciones que cruzaron por el estrecho de Bering conformaron las comunidades cuyos descendientes constituyen las etnias «originarias» que por decenas de millones siguen poblando estas comarcas.
Desde Tagore y Roman Rolland, hasta El Oriente de Heidegger (de Carlo Saviani; Herder, 2004), podemos encontrar no solo importantes testimonios de personajes occidentales, sino cada vez más en sentido inverso, de personajes chinos, japoneses, coreanos, vietnamitas, hindúes, en fluidos y frecuentes diálogos con sus pares de esta parte del mundo. Mencionemos solamente a Mo Yan, Nobel de literatura en 2012, o a Krishnamurti y Sadhguru, maestros místicos muy leídos y escuchados en Suiza o en EE. UU. y en Latinoamérica.
El reciente ascenso de China en el escenario internacional ha originado múltiples debates; acontecimiento que no es solo un fenómeno económico, sino que también implica retos diversos sobre cómo interpretarlo, con ópticas que aún hoy nos parecen fuertemente opuestas, la occidental y la oriental. Muchos analistas latinoamericanos, influenciados por los poderosos medios de comunicación occidentales, hacen análisis bajo una pretendida «perspectiva universal» que aún aparece como hegemónica. Sin embargo, un libro como China en el siglo XXI, el despertar de un gigante de Sergio Rodríguez Gelfenstein, (publicado en marzo de 2019 por la editorial venezolana Monte Ávila Latinoamericana) se esfuerza, a lo largo de sus 424 páginas, por descubrir el alma de este país con la utilización de referentes teóricos del propio gigante asiático, entre los cuales se incluyen textos escogidos de Deng Xiaoping, varios discursos oficiales, informes ante los congresos nacionales del Partido Comunista de China y varias obras publicadas por las Ediciones en Lenguas Extranjeras de China; todo esto para evitar hacer una tradicional mirada de los acontecimientos, típicamente occidental.
En su carácter de académico latinoamericano, Rodríguez Gelfenstein hace un análisis detallado de la relación de China con esta región. El autor sostiene que China visualiza los vínculos con América Latina y el Caribe a partir de una mirada múltiple de largo alcance. La diplomacia china, que no reproduce patrones imperialistas que han caracterizado las relaciones de la región con Estados Unidos o Europa, ha ganado prestigio y reconocimiento en diversos círculos intelectuales.
Entre los referentes que hoy se proyectan desde América Latina, se considera que China se manifiesta al menos en tres representaciones: I) una visión como socio comercial, sobre la cual hay lecturas dispares; II) una visión como modelo estatal de desarrollo y modernización económica y social; y III) una visión como eventual pilar en la construcción de un nuevo orden mundial, multipolar y no hegemónico (Bernal-Meza, 2014, p. 132). El libro de Rodríguez Gelfenstein es una constatación de que, a través de su investigación, el autor llega a la conclusión de que la República Popular China ha desarrollado un exitoso experimento propio tanto en los asuntos internos como externos, sustentado en peculiaridades generadas a lo largo de su transcurrir milenario, el cual se ha ido adaptando a las características y condiciones de la modernidad.
Una cierta visión del modelo de desarrollo chino ha mostrado sus posibles «ventajas» sobre el llamado «modelo occidental», que pareciera cada vez más orientado hacia las alternativas y las elecciones de corto plazo. En cambio, el liderazgo de China tiene un objetivo a largo plazo, toda vez que está más inclinado a planear para la próxima generación (e incluso más allá). A lo largo de esta proyección, la aplicación de políticas no ha estado exenta de errores e insuficiencias, pero la conducción del Partido Comunista se manifiesta a través de un proceso en continuo desarrollo acorde con los cambios del momento, lo cual genera convencimientos en el sentido de que el país puede seguir desarrollándose con armonía.
José Steinsleger al hacer una magnífica reseña del libro de Rodríguez Gelfenstein (La Jornada/20/10/21), destaca que los cambios de «paradigmas que responden a la visión hegemónica de Occidente» van dando paso «al proceso indetenible de un país que ha puesto contra las cuerdas la soberbia de la ‘cultura occidental’». Y cita el curioso y no carente de humor discurso de Trump en la ONU en el que decretó el «fracaso del socialismo en China». Aunque poco después, en el primer centenario de la fundación del Partido Comunista de la República Popular de China, el secretario general Xi Jinping, anunció que en 2049 «se habrán creado las condiciones para que China sea un país moderno, próspero, fuerte, democrático, culturalmente avanzado, armonioso, hermoso y socialista».
Cabe insistir y destacar el hecho de que sea un latinoamericano quien lance una nueva mirada a la antigua y nueva China. El libro de Rodríguez Gelfenstein consta de cinco capítulos:
El primero trata de una breve introducción de los antecedentes históricos de China antes del año 1978. Se pretende constatar que la civilización china ha experimentado más de cinco mil años de cambios históricos, pero siempre manteniendo su continuidad.
El segundo capítulo está referido a los fundamentos filosóficos del Estado. Esta parte no solo analiza el paradigma confuciano, que introdujo la armonía social como base del poder, sino también a otras escuelas como el taoísmo —representado por Lao Tze— y el legalismo en la China del siglo XXI. Además, el autor hace un recorrido por las corrientes chinas contemporáneas que incluye la introducción de marxismo con su adaptación en China, así como el aporte filosófico de Mao Zedong y Deng Xiaoping. Estos apuntes filosóficos tanto antiguos como modernos sirvieron como base en la construcción de la nación.
El tercer capítulo se refiere a la política de reforma y apertura iniciada por Deng Xiaoping. Allí el autor destaca el papel del Estado, como impulsor y conductor de los procesos de desarrollo e industrialización, a través de las políticas públicas y nos muestra como el Partido Comunista chino ha logrado adaptar las concepciones de «mundo armonioso» y «sociedad armoniosa» como un retorno al sentido original del comunismo en la modernidad. Para muchos países occidentales, especialmente EE. UU., la conducción por el gobierno para el desarrollo del país es el origen de todos los males. Pero para el Dr. Rodríguez este proyecto de apertura gradual, equilibra y ordenada, donde el Estado no ha perdido el control de los sectores estratégicos de la economía, es justamente el núcleo de su éxito. Como el propio autor afirma: El proceso de reforma y apertura significó la mayor transformación y modernización económica del país desde mediados del siglo XIX, aunque no se realizó un proceso de liberalización política de corte occidental como se deseaba en esta parte del planeta; por el contrario, se afianzó la naturaleza del sistema político que tiene en el PC su fuerza cardinal. Como consecuencia de esta fase de la vida de la República Popular China, el país ha mutado en una potencia económica, que ha aumentado su poder e influencia en el mundo.
El cuarto capítulo trata sobre la realización del «sueño chino». El «sueño chino», abanderado por el actual presidente Xi Jinping a finales de 2012, busca lograr la revitalización nacional. En este capítulo, el autor analiza la trasformación del motor de crecimiento económico, la modernización del sistema político, la construcción del estado de derecho socialista, la lucha contra la corrupción, la erradicación de la pobreza, el esfuerzos en el tema ambiental, el aumento de la fuerza blanda de la cultura nacional y la modernización de las fuerzas armadas para salvaguardar la soberanía y la unidad del país y para la mejora de la capacidad partidaria como vías de hacer realidad este sueño chino.
El quinto capítulo se refiere a la política exterior china. Este capítulo atestigua la evolución de la política exterior desde los tiempos de la creación de la República Popular China hasta la reciente iniciativa de la Ruta y la Franja, demostrando que China evita toda confrontación, mientras persevera en el diálogo a fin de encontrar puntos comunes que consideren la diversidad de civilizaciones que pueblan el planeta, con quienes promueve la comunicación y el intercambio. En los casos específicos, el autor analiza su relación con la Unión Soviética, los Estados Unidos, América Latina y el Caribe, Asia, África, Medio Oriente y la Unión Europea.
Quienes hemos visitado y observado la trayectoria de esa nación, al interior y al exterior de la Gran Muralla, no podemos menos que recordar las hermosas, sencillas y profundas reflexiones de un poeta francés, Henri Michaux, reunidas en un libro más que memorable: Un Bárbaro en Asia (Traducción de Jorge Luis Borges; Tusquets,1933), en el que se dedica un bello capítulo a China. En él aparece un epígrafe sobre cómo gobernar con acierto un país tan grande y antiguo. Hacerlo bien equivale, según la cita de Borges, a «freír con mucha delicadeza un pajarito».