Aunque el nombre de Frédéric Cailliaud no es uno que venga de inmediato a la mente, los historiadores lo recuerdan por lo meticuloso de sus métodos; por su personalidad refinada y el detalle con el que recopiló fragmentos de la memoria y costumbres de Egipto y el Sudán, así como en la clasificación botánica y mineral de la región; por ese ojo tan bien cuidado, capaz de moverse a gusto entre la ciencia y el arte. Carlos X, el último Borbón de Francia, lo nombró caballero de la Legión de Honor por haber enriquecido el prestigio del país. Pasó a ser una figura muy querida en Nantes, y un busto en su honor puede admirarse hoy en el Museo de Historia Natural de la misma ciudad.
En su reverso, de Giuseppe Ferlini lo único que queda es la infamia; tenue, algo borrosa, mínima comparada con otras barbaridades que han ocurrido a ciento cincuenta años de su fallecimiento, pero, aun así, infamia. También queda una fotografía, la única, pero suficiente para hacer una idea, si al menos superficial, de la persona que fue. Rubio, pequeño, con sable en mano y poca paciencia en el rostro; algo en él insinúa el romance de un cosaco. Su biografía, lo poco que hay de ella, está desperdigada por unos cuantos libros en los que él no es más que un pie de página, por lo que la imaginación no puede evitar volar.
Como Cailliaud, en su infancia hubo carencias. Contrario a Cailliaud, los goces del intelecto no fueron tan interesantes para distraerlo del papel que el destino le asignó. Se sabe que detestó a su madrastra y que ella lo odió otro tanto, un duelo tan insostenible que le fue necesario dejar el hogar. Se sabe que durante la adolescencia vagó por Europa, se metió en problemas, jugó a ser mercenario e intentó hacer algo de su nombre. Se sabe que vivió un tiempo en Venecia, donde, según él, comenzó los estudios en medicina. Recorrió el Mediterráneo tras la búsqueda de acción y fortuna y se enlistó como cirujano voluntario en los diversos ejércitos que guerreaban por ahí.
Las alianzas políticas le importaban poco, siempre y cuando la paga valiera la pena. Un lunes remendaba las heridas de un bando, el miércoles las del otro. Es posible que en 1815 marchara a Estambul, coincidiera y charlara con Cailliaud —que la realidad desconocida no se interponga a una buena historia—, pero es cierto que dos años más tarde se asentó en la Albania otomana que intentaba rebelarse contra el sultán Mahmut II. Los griegos lo reclutaron como cirujano militar en 1822, durante los primeros momentos del conflicto heleno por liberarse del Gran Turco, y aquellos pudieron ser días de verdadera gloria para Ferlini, incluso una apoteosis. Cosiendo heridas, amputando miembros con gangrena, esquivando el fuego de mosquetes y el azufre de las explosiones, el licor de la sangre y la pólvora.
Pero la suya no era una personalidad que se mantuviera contenta tan solo en el campo de batalla, entre cadáveres reventados y el tronar de los cañones. Aspiraba a la fama y acariciar sus riquezas. Deseaba algo más allá de lo meramente terreno; una oportunidad de rozar la eternidad. Era la época de los grandes personajes que estructuraban al mundo según sus ideas y voluntad, y si un corso lo había logrado en todo un continente, ¿por qué no también un boloñés como él? Corría 1827, quedaban dos años antes de lograr la independencia griega, pero Ferlini ya había comenzado a codearse con los destacamentos egipcios que combatían junto a los turcos. Se interesó por ese país de tumbas y faraones, el mismo que Frédéric Cailliaud había comenzado a explorar doce años antes, y sin reflexionar demasiado, se embarcó rumbo a Alejandría.
Hacía poco más de trecientos años que Egipto pertenecía al Imperio Otomano, aunque se consideraba a sí mismo como un diseño de mayor nobleza en ese papel tapiz. Con la bendición de Mahmut II, era gobernado por Mehmet Alí, quien compartía con el sultán los ideales del progreso técnico e industrial de Occidente, pero difería con él sobre la política territorial. Para Mehmet Alí, el futuro estaba en un Egipto libre del control otomano, y como parte de su campaña de independencia abrió el camino a todo europeo que quisiera hacer vida en la región. Ferlini, en su condición de cirujano militar, fue más que bienvenido en los regimientos asentados en El Cairo. Modernizaría el sistema de salud del ejército, o al menos así lo prometió, y las autoridades vieron en él una herramienta clave en la construcción de una nación independiente. Igual como Frédéric Cailliaud lo había sido.
Aunque para ese entonces Cailliaud se encontraba de vuelta en Francia, disfrutando de la fama que había cosechado, su nombre aún tenía peso en Egipto. Había llegado ahí en 1815 y en poco tiempo pasado a ser conocido en la corte de Mehmet Alí. Su primer empleo estuvo en la prospección de esmeraldas, utilizando técnicas modernas para extraer recursos de minas vaciadas siglos antes por los romanos. Su posición y los permisos concedidos por las autoridades le dieron la oportunidad de planear sus propias exploraciones. Aquel trabajo minero reforzó las riquezas del territorio, pero el dinero en los bolsillos de Cailliaud apenas era suficiente para una vida respetable. Si logró abrirse paso en el naciente mundo de la egiptología y el coleccionismo de reliquias, incluso amasar una cantidad considerable de estas para su propio deleite, fue gracias a su don de palabra y personalidad.
También a sus conexiones en palacio. Entonces, como ahora, los favores llegaban lejos mientras más cerca se estuviera del trono, y aunque Cailliaud tuvo amistades entre cristianos y musulmanes, los enemigos también se dejaron conocer. Sobre todo, entre los occidentales. Le envidiaron la facilidad con la que se movía de un lugar a otro; la destreza de su mano para capturar los detalles de tumbas, artilugios y escenas de la vida cotidiana en el Egipto de antaño, según lo copió de los frescos. Las vidas de faraones, héroes y sumos sacerdotes le importaban poco. Prefería saberlo todo sobre el hombre y la mujer común. Del padre, la madre y los hijos; del drama de su día a día, que no era demasiado diferente al propio.
La prospección mineral le condujo a las profundidades del desierto, e incluso a la frontera con Sudán, más allá de la protección que Mehmet Alí podía darle. Primero, por mera obligación laboral, luego, por la compilación de datos históricos. Después, por la búsqueda de antigüedades. Se adentró en regiones donde los bandidos habían arrebatado la vida a varios europeos y cuyos despojos eran barridos por el viento, guiado siempre por esa mezcla de intuición y maravilla que precede el descubrimiento científico y la visión filosófica, la creación del arte o la revelación mística. Regresó a Francia en 1818. Quería mostrar sus dibujos y observaciones a las sociedades especializadas, poner en orden sus ideas para alguna publicación.
Qué grato fue tenerlo de vuelta. Edmé François-Jomard, cartógrafo de Napoleón durante la campaña en Egipto, le tomó afecto al explorador. También a sus notas y dibujos, que le traían recuerdos de esa tierra que el corso había sido incapaz de conquistar. Editaba la prestigiosa Description de lÉgypte, y su palabra valió para abrir casi cualquier puerta por la que Cailliaud quisiera cruzar. El propio gobierno se pavoneó de tener entre los ciudadanos a un personaje tan distinguido como él. Tan brillante, se sugirió, que podría incluso completar algunas de las exploraciones que la campaña napoleónica había dejado inconclusas. En especial en las regiones de Nubia; ahí donde el imperio de Kush alguna vez había reinado y la kandake Amanishaketo dormía aún el sueño de las eras, rodeada de riquezas y los fantasmas de viejos monarcas. Tras cultivar la reputación de un científico comprometido con la gloria de Francia, se le pidió a Cailliaud volver a Egipto en 1819.
El trato que los héroes reciben a lo largo de la historia siempre ha sido diferente al de los simples mercenarios. Mientras que los primeros se presentan como paladines de todo lo que es bueno, incluso si ocultan esqueletos en sus armarios, los segundos se antojan más bien faltos de compás moral: al servicio del mejor postor; interesados en empuñar la daga solo para gloria privada. Lo que no es común es reconocer que los héroes también se mueven por algunas de las mismas pulsiones. La diferencia está en que los unos saben disimularlo mejor que los otros.
Aunque la cirugía de guerra a la que Giuseppe Ferlini se dedicó pudo haber salvado la vida de muchos combatientes, o al menos ahorrarles morir entre el lodo, los excrementos y la sangre, la única alianza que respetó fue la de su propio nombre. Trabajó para Mehmet Alí en un intento por mejorar los sistemas de sanidad del ejército. Saludó a quien tuvo que saludar y se dejó humillar cuando fue necesario dejarse humillar, de manera que para 1830 ya era el médico titular de un Regimiento de Infantería.
Dicho logro fue lo justo para saciar el deseo terrenal de Ferlini por una vida más grata que la del hogar que le vio nacer, pero el paisaje de los faraones causaba una hinchazón en su alma. ¿Dónde estaba la gloria? ¿La fortuna hacia la que se había encomendado? ¿Dónde quedaban las orillas del río que fluye hacia la eternidad? A pesar de haber sido un aventurero de corazón, algunos dirían que una especie de corsario en terra firma, las obligaciones médicas le mantuvieron demasiado ocupado para escabullirse en busca de la riqueza que deseaba. No esa riqueza del espíritu a la que la reflexión y el silencio pudieron haberle llevado, sino esa otra más vil, más vulgar, mucho más humana, a la que todos nos sentimos arrastrados. Su esfera de influencia no podía llevarlo más allá de las grandes ciudades, los asentamientos en las periferias, o los campamentos donde se le ordenaba estar. Tal vez, durante sus ratos libres, recordaba esa hipotética conversación con Cailliaud en Estambul, esa de la que no sabemos nada pero que nadie nos impide imaginar, y dudado por un momento de las acciones que le habían llevado hasta aquel instante en el espacio y el tiempo.
Ocurrió que, gracias a las ambiciones territoriales de Mehmet Alí, las fronteras de Egipto rozaban ya con las de Etiopía, y a Ferlini se le destinó pasar una temporada en el sur de Sudán. El trayecto lo llevó por terrenos que hasta entonces le habían estado vedados. Conoció la riqueza cultural e histórica de esa gente, y con el paso de las semanas creció en él un interés más profundo por la arqueología, esa disciplina que aún no abría del todo los ojos, oscurecida por la bruma de los siglos.
En qué tipo de ideas y anhelos pensó es algo que no se sabe, pero su mano dejó constancia de los lugares que tocó. ¿Pudo ver en la arqueología una manera de garantizar la inmortalidad de su persona? ¿Una forma rápida de acceder a la fama y la gloria? ¿O en verdad le pareció que se trataba de una ciencia a la que podía dedicarse con sinceridad? La entrada de Napoleón a Egipto había iniciado el hambre por la historia antigua, pero se trataba solo de pequeños bocados, mordiscos de lo que algunos curiosos encontraban por aquí y por allá. Todavía quedaban lejos las grandes operaciones organizadas que son la estampa de lo que hoy se conoce por arqueología.
Nada de lo cual evitó que personajes singulares hicieran descubrimientos de nota. Tan solo diez años antes, Frédéric Cailliaud había encontrado las ruinas de Meroë. Había trazado incluso un mapa de su complejo funerario, escarchado por las pequeñas pirámides en las que descansaban los monarcas de Kush. El mismo sitio donde reposaba entre sus riquezas el cuerpo de la kandake Amanishaketo, la más querida de las reinas de Nubia. Un mapa que, de alguna manera, Giuseppe Ferlini había logrado obtener.