Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir.
Desde que el hombre es hombre ha manifestado una mezcla de temor y respeto ante la llegada de la muerte que ha expresado de diversos modos, con la construcción de tumbas y la ejecución de ritos. Se trata de aspectos que han perdurado a través de los siglos, con la evolución propia del paso de los tiempos, que representan, por un lado, la estima que se siente hacia el que se ha ido y, por otro, la despedida necesaria de los que se quedan. Ya Plutarco en Cuestiones romanas describe cómo se contemplaba la llegada de la muerte y cuáles eran algunas de las costumbres que se debían seguir para mantener el orden necesario dentro de la polis. Es lo que llamamos «luto», que se compone de unas creencias y comportamientos estipulados que determinan formalmente cómo uno ha de hacer tras la muerte de un pariente cercano, si eres mujer o si eres hombre. De lo que también Lorca nos habló.
Paralelo al luto discurre el duelo, una etapa que pertenece al ámbito de lo psíquico y lo emocional. Se caracteriza por una vivencia intensa y dramática por parte del doliente que ha de enfrentarse con una realidad temida y rechazada. Se produce una ruptura interna y la persona da rienda suelta a actitudes irracionales que exteriorizan los sentimientos más primitivos que habitualmente permanecen dormidos.
Enfrentarse a la muerte de un ser querido es una ardua tarea con la que hemos de lidiar con frecuencia en la edad adulta. Parece que hacerse mayores implica estar preparado para afrontar el duro trance que será inevitable, pero no es así, te sientes débil y vulnerable, se apodera de ti el desconcierto absoluto ante la falta de control que ahora se hace evidente. La muerte nos zarandea, nos vacía por dentro, nos mata un poco con cada ausencia que deja a nuestro lado. Nos obliga a tomar conciencia de la fragilidad de la vida, de lo efímero de la existencia, de la importancia de cada instante. Ojalá fuera posible volver a ser inconsciente, invencible, inmortal.
Puede que haya otras pérdidas, que serán desgarradoras y causarán un dolor indescriptible, pero, por cuestiones naturales, la muerte por la que ineludiblemente tendremos que pasar es la de nuestros progenitores (o de aquel que estuvo en su lugar). Aunque cada pérdida es irreparable, irreversible, desprenderse de quienes fueron nuestras primeras figuras de apego nos deja desolados y desvalidos. El niño que un día fuimos y que aún vive en un rinconcito de nosotros perderá para siempre el hogar al que acudía en busca de protección. Se abre una herida en el pecho que no cicatrizará jamás, que nos obligará a crecer de repente.
Y es que no solo se va la persona, sino también todo el universo que se ha creado a su alrededor y del que nosotros formamos parte: se van sus gestos, sus miradas, sus caricias, sus palabras, el tacto de su piel, el olor de su pelo, el sonido de su voz, el timbre de su risa, el espejo en el que mirarnos, el lugar seguro al que regresar. Ya nada de eso volverá a ser.
Los padres son nuestro origen, el sitio del que venimos; ellos no solo nos han engendrado, sino que nos han moldeado hasta convertirnos en la persona que hoy somos. Han sido nuestro primer y gran amor, y sin ellos un hondo sentimiento de desamparo se apodera de nosotros. La llamada que ya nunca responderán, las preguntas a las que solo ellos tienen respuesta, los consejos que no pides y siempre dan. Los recuerdos arañan la memoria. La infancia ha terminado, el verano ha tocado a su fin. Por delante, un invierno infinito. Ahora estoy solo ante la vida, ante el mundo. ¿Quién cuidará de mí?
El dolor por la pérdida de alguien es la aflicción más común. Tras el trance inicial en que nos sumimos, se sucederán unas fases que son las que integran el duelo y que van desde la negación hasta la aceptación-resignación final. Nadie podrá transitar por esas fases en nuestro lugar: por duro que sea atravesarlas, deberemos esforzarnos, ya que, de otro modo, la herida se enquistará y quedaremos atrapados en un duelo imposible que no nos dejará continuar con nuestra vida.
Es fundamental expresar los sentimientos, tener un soporte que nos permita expulsar la tristeza y canalizar las emociones. Por ese motivo, resultan interesantes los grupos de apoyo: acercarnos a otras experiencias, conocer de viva voz aquello por lo que otros han pasado que tanto se parece a lo que a nosotros nos pasa; el dolor por el que transitaron y quizás las estrategias que ellos emplearon pueden ser de gran ayuda en el camino que hemos de recorrer.
En esta línea de acercarse a la experiencia del otro, existe bibliografía a la que recurrir; son diversos los autores que se han abierto el pecho en canal para hablarnos de lo más íntimo, para compartir con el lector los detalles que rodearon su pérdida. Autores que han plasmado a través de la escritura su vivencia sobre la pérdida de sus personas más queridas, un padre, un hijo, un cónyuge.
Quintana, la hija de Joan Didion y John Dunne, llevaba días ingresada en la UCI con un pronóstico incierto. Al regreso de una de estas visitas, mientras Joan estaba ocupada preparando ensalada para la cena, John se desplomó súbitamente sobre la alfombra: había pasado de lidiar con la incertidumbre ante el estado de salud de su hija a enfrentarse con la repentina muerte de su marido.
Nadie te prepara para el duelo, llega sin más, y tú solo tienes que procurar atravesarlo sin perder la cabeza en el camino. Joan, como periodista y escritora, ya había transitado por la muerte, sin que nunca tuviera que ver directamente con ella; su manera de conocer el duelo fue a través de la escritura. Primero llegaría El año del pensamiento mágico y dos años más tarde, tras la muerte de Quintana, Noches azules. Con estos trabajos pudo enfrentarse a su realidad y acabaron siendo el mecanismo para enfrentar lo que la estaba sucediendo, convertida en el propio personaje de la historia real que escribía.
Años más tarde, en un interesante documental dirigido por su sobrino Griffin Dunne (hijo del escritor Dominick Dunne y hermano de la malograda Dominique Dunne), El centro cederá, volvería la vista atrás para rememorar aquellas tragedias que cercenaron las vidas de quienes más quería.
El duelo es un lugar que no conocemos hasta que lo visitamos. Podemos esperar entrar en shock, pero no que el shock te anule y desencaje tanto tu cuerpo como tu mente; podemos esperar quedar postrados, inconsolables, enloquecidos por la pérdida, pero no esperamos enloquecer literalmente.
En un doloroso ejercicio de reflexión relata cómo se sobreviene el vacío y una sucesión imparable de momentos en los que se apodera de uno el sinsentido mismo, de manera que la mujer más serena no es capaz de deshacerse de los zapatos de su marido porque tiene el convencimiento de que este va a volver y entonces los necesitará. Sin embargo, si queremos seguir vivos, llega un momento en que hemos de renunciar a nuestros muertos, dejar que se los lleve el viento, que se conviertan en la fotografía de la mesa. La vida sigue y no queda más remedio que seguir con ella, sumando acontecimientos que cada vez harán más remoto el recuerdo del día en que estuvieron vivos, explica con entereza Didion.
Imposible añadir nada más.
La narradora Isabel Allende con Paula hizo el mismo ejercicio al relatarnos la pérdida de su hija, aquejada de porfiria, enfermedad que la lleva a permanecer en coma durante un año, con el fatal desenlace. La escritora comenzará a escribir relatando desde la desesperación de los primeros momentos en que su hija está postrada, dormida en la cama de un hospital de Madrid, hasta el final de su vida, cuando ha de aceptar con ese dolor inenarrable, que solo puede experimentar una madre, que su hija ya no está con ellos.
Marcos Giralt Torrente, con Tiempo de vida, de un modo magistral elabora un relato en el que vuelve a reunirse con su padre en ese particular encuentro que es la literatura, rememorando aquello que vivieron juntos. Una historia con luces y sombras, contada desde el lugar que escogería un testigo imparcial, quizás en un asombroso intento por comprender. El autor expone lo inherente a las complejas relaciones humanas, sin recrearse en ello, tan solo narrando. La relación única que se establece entre un padre y un hijo, tan particular como ninguna otra. Un homenaje coherente y hermoso que corona con la imagen más tierna de ambos en la cubierta.
Paula Vázquez con Las estrellas esboza una despedida literaria para su madre, rememorando con tristeza el proceso desde que esta fue diagnosticada de cáncer. Se funden los recuerdos de una vida con las largas horas en las salas de espera. Momentos empañados con ese sentimiento de incomprensión mutua que siempre se ha hecho patente y que ha impuesto la inevitable distancia entre ambas. Una cuenta atrás que se intenta eludir, que empuja a la autora a emprender un viaje físico (y también espiritual) en busca del antídoto, pero la muerte la sorprenderá en el camino de regreso. El sentido de la vida, la bajada a los infiernos que a veces es la consciencia, la escritura como forma de escapar y una reflexión punzante como alfileres en los dedos: «se sobrevive atado a los detalles».
Hace algunos meses, escuchaba una entrevista que le hacían en televisión a Santiago Segura en la que hablaba de la muerte de sus padres. Con nostalgia, relataba cómo su madre le instaba a que dejase de hacer «ese tipo de personajes» en sus películas, dado que ya no le hacía falta seguir haciendo el tonto. La recuerda con nostalgia: una madre es la única persona que se interesa auténticamente por ti, que solo llama para saber que estás bien; cuando ya no está, nadie más lo hará. Resulta curioso que la persona que representa al gañán por antonomasia posea las palabras más tiernas para expresar con la mayor sensibilidad que he sentido nunca lo que para uno supone la pérdida de aquel a quien más quieres.
La confirmación de esa ausencia es tener la certeza definitiva de que su nombre no aparecerá más en la pantalla del teléfono, que nadie se interesará más por saber qué has comido o que has llegado bien de tu viaje, que se preocupe porque trabajes mucho o cobres poco, que celebre tus logros como propios y que se llene de orgullo al hablar de ti ante otros. Toca enfrentarse con las cartas que siguen llegando a un buzón que ya no abre su dueño y a las visitas a una casa en la que no te recibe una mirada alegre y un caluroso abrazo, sino el más oscuro silencio. Ya no habrá más historias que contar. Nadie que te mire como al pequeño que un día fuiste, que te siga ofreciendo un trozo de su melocotón porque ya verás qué rico sabe, que te compre ropa pensando en lo bien que te quedará puesta, que compare lo oscuro que tienes el pelo con lo rubio que lo tenías antes, que te recrimine que has vuelto a adelgazar incluso cuando has cogido peso. Tantas cosas que quedaron por decir y por hacer. Miradas, sonrisas, abrazos; tía, te quiero mucho. Quedar huérfano de pasado y desprotegido ante el futuro.
No cabe otro modo de terminar que con las palabras que Jorge Manrique dedicaba a honrar la memoria de su padre. Todas las historias están contadas y todas las vidas están vividas, nos decía Ortega, que no hace sino confirmar las palabras de Aristóteles: «No hay nada nuevo bajo el sol». A pesar de los siglos, nos siguen atravesando los mismos temores, nos siguen moviendo las mismas pulsiones, pero ello no hace que sea más fácil la vida. Quizás la literatura nos ayude en tan complejo trance.
Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor.