Con las fuerzas armadas estadounidenses dejando el país, Afganistán ha caído fulgurantemente en manos, de nuevo, de los talibanes, pero, ¿cómo ha sido posible? ¿Qué ha sucedido?
El país no ha opuesto casi ninguna resistencia para que los talibanes retomaran, una por una, todas las capitales de provincia, y se hicieran con Kabul sin ningún tipo de lucha. La rendición del gobierno afgano cae como una losa sobre las políticas estadounidenses, que habían llevado a evacuar a sus fuerzas armadas tras dos décadas en el país.
La fragilidad de la democracia afgana ha sido sorprendente, y sorprende que los Estados Unidos hayan salido del país igualmente. Debían saber, a buen seguro, que los talibanes planeaban retomar el país y que el gobierno tendría pocas herramientas para resistir. Es imposible que no lo supieran. De hecho, la invasión talibán comenzó aún con soldados americanos en el país, y los planes de evacuación no cambiaron.
Obviamente, en algún momento había que dejar a los afganos andar solos, pero rendirse y devolver todo el territorio a los retrógrados talibanes, dejando el país incluso peor, no puede ser considerado un acierto.
Todo el mundo se lleva las manos a la cabeza, aunque pocos hacen algo, y la economía se resentirá, pero el regreso de los talibanes al poder tiene una víctima que destaca por encima del resto: la mujer.
El régimen talibán es altamente misógino; de hecho, el 80% de los exiliados afganos son mujeres y niños. Con los talibanes, las mujeres volverán a estar obligadas a llevar burka, ya que «el rostro de una mujer es una fuente de corrupción» para los hombres que no estén relacionados con ellas; no tendrán derecho a la educación, con lo que suelen tratar de organizar escuelas clandestinas; no podrán salir solas a la calle, ni llevar bicicletas, motos o coger taxis. Tampoco podrán hablar alto en público, ya que ningún extraño debe escuchar su voz, ni llevar tacón, pues su ruido puede ser excitante. Tampoco podrán asomarse a balcones o ventanas para no ser vistas, ni ser fotografiadas o filmadas, usar baños públicos, o practicar deportes.
Además, ningún médico varón podrá tocar, para consultas, el cuerpo de la mujer, con lo que la salud de las mujeres afganas se resiente. Y también su salud mental, por todas las restricciones. El 97% de las mujeres afganas mostraron algún signo de depresión, y más del 70% experimentaron un empeoramiento de su estado físico.
¿Y los castigos por incumplir estas locuras? Pues varían; pueden ser violaciones, lapidaciones, torturas, latigazos, mutilaciones o asesinatos, y a veces en estadios o recintos con público. Salvaje.
Cuesta de creer que esta cultura, casi más retrógrada que la medieval, vuelva a reinar en un país que parecía ansioso por liberarse de ella, cuando los, nada perfectos, liberadores americanos llegaron para instaurar una democracia que no ha aguantado ni un asalto sin el apoyo del poderoso guardián. La huida de los americanos para muchos rememora la de Saigón en el 75, dejando Vietnam completamente en manos comunistas.
Así, que, con todo ello, hay que preguntarse una vez más qué ha pasado para vivir esta situación.