A veces entraba en su reino mientras ella estaba profundamente absorta. Me detenía en la puerta e inmóvil la contemplaba en recogimiento. Desde su cuerpo, acurrucado en la silla, emanaba esplendor. Era en esos momentos que podía captar su esencia. La gracia venía a visitarla en su humilde hogar. Duraba un momento, a veces unos minutos antes de que ella regresara a mí. Pero era en la plenitud y perfección de ese momento, la verdadera razón de mi convivir con ella. Pilar tenía una aspiración indomable hacia lo divino y él respondía enviándole beatitud y gracia.
Pilar era una mujer de 79 años cuando la conocí. Nacida en Santa Marta Latuvi, un pueblo muy pequeño fundado y habitado por los zapotecas, en las montañas de la Sierra Juárez en Oaxaca, en el sur de México. Su estatura era muy pequeña —no sé en cifras, pero yo que mido un metro sesenta, a su lado era un gigante— la piel morena, una sonrisa sincera y franca, el rostro orgulloso mostraba la frescura de otra edad y sus ojos brillaban como diamantes. Llevaba su cabello todavía negro atado en dos trenzas que unía alrededor de su cabeza, como una coronita, o simplemente detrás de su cuello.
Pilar era poderosa. Había elegido de entregarse a la Gran Madre. Pilar era guardiana de la antigua filosofía zapoteca, era la curandera de su pueblo, pero también recibía a todos aquellos que la alcanzaban por necesidad o simple curiosidad. Su fama llegó hasta lugares lejanos. Varios testimonios, recogidos por mi cámara, muestran las cualidades que tenía para curar diversas enfermedades, pero esto Pilar nunca lo admitiría, porque no pensaba que era ella la que curaba, sino que hablaba de sí misma como un instrumento en manos de la Madre.
Era Ella que curaba, no ella.
Los curanderos se distinguen por tener el don, Pilar poseía el más grande: la sumisión total y sincera al amado.
La fe que tenía era pura, sincera y perfecta. Precisamente por eso, con ella, si la gente lo deseaba podía sanar. Me tomó un tiempo comprender e interiorizar el significado profundo que ocultan las palabras que escribo, así que me comprometo a dejarlas lo más claras posible.
No siempre fue curandera, hasta los cuarenta y dos años ni siquiera supo que tenía el don. Fue después de una enfermedad muy grave que se inició en la vida chamánica. Según ella, en los años previos a su transformación era una grosera y una peleonera. Me dijo que, a principio de su mandato, la gente del pueblo no confiaba en ella para nada y en su transformación como curandera. Cuando me hablaba de ciertas cosas siempre comentaba que la criticaban mucho y que la juzgaban de no ser digna de esta profesión. El recuerdo todavía era doloroso, sus emociones la traicionaban mientras hablaba de eso.
Mi hermano me llevó a Don Ramón, fue él quien me dijo que mi enfermedad no era material sino espiritual y por eso mismo no sanaba. También me dijo que me curaría y que un día, a mi vez, yo comenzaría a curar. Testigo de lo vivido, compartiría mi experiencia con la gente y con todas las naciones. —Empezarás —me dijo— con cinco personas de Cuajimoloya. Recibirás muchas críticas —porque no era curandera, no era nadie aquí, solo era una persona grosera. ¡Pero me dijo lo que tenía que hacer! ¡¡Y así fue !!... Viste cómo era yo, cómo vivía, cómo trataba a la gente, luego hubo un cambio, una transformación digo, porque ahora vienen a mí. La gente me quiere, me aprecia, aunque no sea nada, y yo también los amo, los aprecio. Dios nos une y nos ama, y quiere ver que nos amamos, porque si sabemos amarnos, también lo amamos a él.
Unos años después de su muerte regresé a Latuvi y pasé entre las casas para recibir y recoger los testimonios que los aldeanos tenían sobre ella. Muchos que la recordaban no pudieron contener las lágrimas, muchos estaban desorientados porque habían perdido a un excelente médico y su guía. Su trabajo dentro de la comunidad fue capilar e insistente, les enseñó el amor, la humildad y todo lo que sabía sobre el reconocimiento y el uso de las plantas medicinales.
Pilar, como chamana y mujer consciente, había logrado una transformación integral. Al reunir todos los movimientos de su vida, logró la unidad. Su estado interior estaba regido por la fe, la sinceridad y la sumisión. En el período en el que fui su aprendiz me entregué a una gran conciencia, pero también aprendí que el don de sí mismo debe ser total y sincero. No se puede adherir solo parcialmente a la fuerza divina y dejar al resto absorbido por las cosas ordinarias, tal como era. La transformación puede ser lenta o tomar un instante, pero debe realizarse enteramente. He conocido a muchos que se quedaron fascinados por la falsedad de los poderes y apariencias que dominan la natura terrenal. El camino chamánico se dice del guerrero: «Eterna es mi vida como mi muerte. No temo ni a la muerte ni a la vida». Muchos enferman y todos se encuentran con la muerte antes de la transformación definitiva. El chamán se deja morir para nacer a nueva vida. Recibir la conciencia, abrir los ojos y comprender la verdad nos atrae como un imán hacia «Ananda», pero requiere el esfuerzo constante y diario para mantener limpio el templo y dar la bienvenida a la presencia viviente de una manera estable.
Mientras tanto, esto es lo que Pilar sugiere: «vivir constantemente en presencia de la Gran Madre, ofrecerle sus pensamientos, sentimientos y emociones, recordando que somos Sus herramientas para vivir la experiencia en el mundo».