Una preocupación mayúscula de los intelectuales mexicanos es pensar, escribir, reflexionar sobre el mismo México. Existe la obsesión de descifrar qué es México, qué significa ser mexicano. Como si lo nuestro fuera una de las formas que habitan el mundo de las ideas platónicas: lo uno, lo bueno, lo bello, lo mexicano.
Suponen que hay un modo específico y excepcional de ser, que nos corresponde exclusivamente a los afortunados tricolores. Parecen (parecemos) adolescentes, párvulos en búsqueda de formar y arraigar una identidad inexistente; desesperados por encontrarnos a nosotros mismos, nuestro verdadero yo, o una de esas ridículas expresiones que muchos usan hoy para justificar sus viajes, hábitos de consumo o renuncias irresponsables.
México no existe (y si existiera no se le podría conocer y si se pudiera conocer no se le puede expresar, gracias maestro de Leontinos). No existe entelequia tricolor, esencia mexicana o idea platónica buena para los tacos, salsas picantes y el albur. Ni raza cósmica ni parásitos atrapados en un laberinto de pesimismos o melancólicos ajolotes. Somos uno más de los países que han existido en el planeta, ni más ni menos. Es importante desterrar la idea del excepcionalismo mexicano; pues ha servido como excusa narrativa para la imposición de gobiernos autoritarios, aislacionismo internacional, xenofobia, excusas a nuestros fracasos y falencias y políticas contrarias al progreso y los derechos humanos.
Nuestro nacionalismo, lo propio del mexicano, ha sido un invento de las élites políticas; novohispanas, santanistas, porfirianas, revolucionarias y cuatro transformadas para intentar dar cohesión a una población con pocos rasgos comunes y para justificar su gobierno. Y sus derrotas políticas han venido antecedidas por el revelado de la falsedad de dicha narrativa impuesta.
Hoy nos dirige un gobierno apoyado en el más ramplón y simplista nacionalismo.
¿Qué es México entonces? Un Estado, con una población heterogénea, diversa y poco cohesionada. ¿Quién es un mexicano? Cualquier ser humano que cumpla con las características descritas por el artículo 30 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; o nacer en México, o de padres mexicanos o concluir los trámites de naturalización. Bajo el entendido que no existe jerarquía, no existe un mexicano más mexicano que él otro. ¿Qué es lo mexicano? Lo que hace algún, cualquier mexicano.
Un nacionalismo así de mundano es preferible que el excepcionalista con tintes metafísicos.
En agosto de este 2021 se conmemoran 500 años de la caída de México-Tenochtitlán a manos de los conquistadores españoles y sus aliados indígenas y se presentó un pequeño escándalo con el equipo de softbol que representó a México en los Juegos Olímpicos. Parecen hechos aislados, sin embargo, reflejan la construcción y consecuencias prácticas del nacionalismo del excepcionalismo mexicano.
La caída de México-Tenochtitlán
Los mexicanos recibimos una educación histórica muy pobre. Un gran ejemplo de esto es como se nos enseña y se interpreta la conquista y destrucción del Imperio Mexica. Es una interpretación que podemos calificar como pueril e inmadura; simplista y falsa.
Hace unos años, cuando impartía la materia de Historia Universal en la Preparatoria de la Universidad Panamericana tuve que cursar un diplomado en Nuevas Historiografías en la Universidad Nacional Autónoma de México. Discutiendo la conquista una profesora comentó que era un claro ejemplo de la lucha de clases explicada por Marx. Tuve el atrevimiento de responder a mi colega: «tiene razón compañera, bajo el entendido que en este caso la lucha fue ganada por la clase oprimida». Nunca he sido el compañero ideal.
El nacionalismo mexicano explica la caída de la capital azteca como la batalla entre dos bandos: por un lado, los idílicos aztecas, raza de pureza intelectual y moral, contra salvajes y ambiciosos españoles vestidos con metales acompañados de una partida de traidores. Y pareciera que una vez derrotados los aztecas la conquista se consumó, surgiendo como por arte de magia una nueva sociedad, cultura y nación. Como si los apaches del norte y los mayas del sur a enterarse de la derrota mexica hubieran rendido sus pendones.
Se elimina la complejidad, el proceso, y el drama de miles de humanos que, sin saberlo, vivirán uno de los procesos más históricos más trascendentales de nuestro continente. De esta interpretación surgen los intentos de «reivindicación indígena» del gobierno actual mexicano y capitalino. Quienes, se entienden más cercanos a los mexicas que a los hispanos y tlaxcaltecas, y andan cambiando nombre de calles y plazas y contribuyendo una ridícula réplica del Templo Mayor en el Zócalo de la Ciudad de México.
Sería injusto suponer que sólo desde la izquierda existen interpretaciones tan simples y erróneas. Desde la derecha conservadora surge otra igual de simplista: la del hispanismo cuasi fascista. Hace unos días un político español cuyo nombre más vale no recordar, mencionaba que los conquistadores no hicieron sino hacer más grande España. No mencionó los hechos de violencia y guerra: como si todos juntos tomados de la mano, rezando el rosario y bailando a la sandunga hubieran generado una nueva sociedad.
Bajo esta narrativa los conquistadores son héroes de la civilización al desterrar las barbáricas prácticas de los indígenas. Se presentan como bienhechores a quienes tendríamos siempre que estar agradecidos.
Ambos modos de entender los sucesos fallan pues la realidad se resiste a simplificaciones. La conquista de México-Tenochtitlan es un rico drama de alta complejidad, que fue el inicio de un proceso histórico que no culmina sino hasta la Guerra de las Castas en Yucatán a finales del siglo XIX.
Se necesitan nuevas interpretaciones que recojan el papel de la república de Tlaxcala y otras naciones aliadas a los españoles. Y vale la pena detenernos a pensar en los tlaxcaltecas, indígenas conquistadores que tomaron la ciudad de sus más grandes enemigos, quienes emprenden junto con sus aliados europeos la exploración y colonización del centro y norte de México, fundando ciudades a su paso y que, incluso, participaron en las primeras campañas hispanas en Filipinas. La historiografía mexicana ha sido injusta con los tlaxcaltecas: quizás, por justicia, mi país no debería llamarse México, sino Tlaxcala y adoptar el carácter de aquel que se adapta al cambio y sale al mundo a transformarlo, en lugar de la melancolía solitaria, tradicionalista y derrotista.
¡Viva la República de Tlaxcala!
Y ya encarrerados reivindiquemos a la Malinche. Mujer brillante, que escapa a la esclavitud y se transforma en uno de los actores más importantes hace 500 años. No es una madre chingada; sino una traductora y jefa política que hizo nacer, incluso en su vientre, una nueva sociedad.
Es necesaria una nueva historiografía que no huya a narrar y entender los hechos de sangre y violencia, no los esconda poniéndolos en su justo contexto. Donde se entienda el rol que la religión católica tuvo. Desde la terrible imposición de una nueva fe hasta los intentos por recuperar las lenguas y conocimientos del mundo prehispánico, los curas que justificaron la violencia de las encomiendas y los que defendieron la dignidad de los indígenas recurriendo a Tomás de Aquino para justificar su humanidad y la necesidad de protegerlos. Y cómo la fe católica con sincretismo incorporó elementos prehispánicos a su estética e iconografía.
Por último, necesitamos entender los contextos de los actores involucrados. Que para los españoles la conquista de América era la continuación de la reconquista contra los moros. El premio y mandato divino ante la lealtad a la fe de Cristo frente a los mahometanos y los protestantes. América era para ellos como premio y como responsabilidad.
Y desde el otro lado entender que el papel de los aliados indígenas fue fundamental; al grado de entender que en el bando victorioso se encontraban no más de 2,100 hispanos y más de 200,000 indígenas. La conquista de México-Tenochtitlán puede ser entendida como una continuación de las guerras mesoamericanas. Aquí vale la pena hacer un reconocimiento al historiador Federico Navarrete y a proyecto Noticonquista (@noticonquista en Twitter) quienes se han dado a la tarea de llevar a las redes sociales mejor información y reflexiones que las que un servidor podría hacer.
Los uniformes de softbol
En los pasados Juegos Olímpicos, México fue representado en softbol por un equipo donde 14 de 15 jugadoras no nacieron en México, pero son mexicanas por ser hijas o nietas de inmigrantes en Estados Unidos. Mientras de este lado de la frontera el softbol apenas si es apoyado, del otro es uno de los deportes universitarios más importantes. El equipo llego al cuarto lugar del concurso con una actuación que llenó de orgullo ambos lados de la frontera.
El problema se presentó cuando descubrieron algunos de sus uniformes en los botes de basura al terminar la contienda. Si bien las mismas jugadoras aclararon el incidente, mostrando que fue un problema de exceso de equipaje y donde las prendas más importantes de sus uniformes regresaron con ellas a sus hogares; en México se dio una reacción xenofobia, un asqueroso hispanismo mexicano que acusaba a las jugadoras de no ser mexicanas de verdad por no hablar español o haber nacido en EE. UU.
Dio asco y preocupación lo cercano que es el chovinismo y el fascismo en tantos mexicanos, con este rechazo abierto a los chicanos, a los méxico-americanos, con una furibunda reacción a lo nuevo a aquellos que son tan mexicanos incorporando elementos (y pasaportes) norteamericanos.
Necesitamos una nueva narrativa donde el triunfo y el arrojo sustituyan a la soledad y la melancolía, abierta al mundo con ganas de ir a conquistarlo, que incorpore elementos externos y otorgue los suyos a otros.
Tan mexicano el taco al pastor en la Ciudad de México, como el de cochinita en Yucatán, el cabrito en Monterrey o el americano de Texas y California. Es más, tan mexicanos los tacos, como la paella, los hotdogs, el sushi y lo que sea que un mexicano quiera comer.