Pasaron, durante el confinamiento, 73 días con sus noches desde la última vez que estuve con Lúa y Kalita. Verlas sí que las había visto: por Skype, desde el balcón «¡avi, avi!», algunas videoconferencias por WhatsApp, por Line…
El 25 de mayo de 2020, la autoridad, abrió un poco la puerta y dejó que las familias nos reuniéramos.
A primera hora de la mañana fui a recoger a las dos niñas, Lúa, de siete años y Kalita, de cuatro. Nada de besos ni abrazos y con rigurosas mascarillas todos. Nos hemos dirigido al castillo de Castelldefels, cerca del centro urbano y de fácil acceso.
Tras unas costumbres aún más sedentarias de las que suelo tener habitualmente, el confinamiento ha pasado factura y me ahogo al subir la cuesta. Ellas no paran de hablar. Atropellan las conversaciones contándome mil historias. Me vuelvo loco con tantas palabras. Yo, asfixiado, sin embargo, estoy encantado de la vida, aunque no entiendo ni la mitad de lo que dicen.
Al llegar arriba me piden que les cuente la historia del lugar, pero ¿cómo decirles que este castillo era propiedad, hasta hace cuatro días, de un acaudalado banquero? Que lo reformó de tal manera que no lo reconoció ni «la madre que lo parió» ¿y si para explicar tal proceder les hablo de la novela El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, donde retrata magistralmente la decadencia de la aristocracia y el empuje vertiginoso de la burguesía, la cual quería ocupar con todo el boato el sitio de la primera?
La historia, nos dice Lampedusa, es circular por lo que hay que «cambiar todo para que todo siga igual».
Manuel Girona, burgués enriquecido, tuvo una intensa vida social y ocupó numerosos e importantes cargos en Cataluña. Era un hombre hábil, ilustrado, prudente y dotado de gran pragmatismo.
En 1897, adquirió la baronía d'Eramprunyà, que ocupaba el espacio territorial actual de los municipios de Begues, Castelldefels, Gavá, Sant Climent y Viladecans, con lo cual pasó a ser dueño, entre otros, de este castillo y de la iglesia de Santa María del Castell, situada dentro del recinto donde nos encontramos. Encargó la restauración al arquitecto Enric Sagnier, que respetó su carácter esencial. Construyó la muralla y se rehicieron las torres con criterio historicista tan en boga a finales del XIX y principios del XX, en que se imitaban estilos arquitectónicos de otras épocas, sobre todo del gótico medieval, coincidiendo en el tiempo con el romanticismo.
Girona murió un 30 de noviembre de 1905 en Barcelona y fue enterrado con los honores propios de un noble en el claustro de la catedral, en un mausoleo-capilla espectacular llamado Fe, Esperanza y Caridad, obra del escultor Manel Fuxá. El sueño de su vida culminó con su muerte; una existencia típicamente «lampedusiana», aunque Giuseppe lo describiera casi cincuenta años más tarde.
En 1986, el Ayuntamiento de Castelldefels incoó un proceso de expropiación del castillo a sus herederos, que culminó con la compra en diciembre de 1987 por cincuenta millones de pesetas.
Pero, si le cuento todo esto a las niñas, ¿no me van a mirar raro?
Es que aquí nunca hubo princesas, ni caballeros, ni juglares que vinieran de reinos lejanos. Como en el siglo XII, o sepa Dios cuándo, les digo, llegó a caballo a Castelldefels desde Portugal Estevan da Guarda, prestigioso trovador, atraído por la leyenda de que en este castillo vivía Gadea, princesa inteligente y de gran belleza.
Estevan, nada más llegar, dio una serenata bajo la ventana de Gadea:
En mi memoria
traigo la cara
y vuestra sonrisa,
mi dulce amada.Si amarte es delito,
delincuente yo seré,
cumpliré mi condena,
pero jamás te olvidaré.
La princesa, exhausta por la muestra de amor del trovador al acabar de cantar, arrojó una escala para que trepara hasta su balcón.
Ningún soldado hizo el paseo de ronda. Y, como no había nadie vigilando, Estevan ascendió por los muros del castillo para conocer a su amada.
Se casaron y fueron felices hasta el fin de sus días, como mandan las leyendas. Tuvieron cinco hijos: tres niños y dos niñas, incluso puede ser que algún descendiente de ellos viva todavía en Castelldefels y quizás sea un vecino nuestro.
Al mediodía, Lúa y Kalita bajan a casa en silencio. Las miro y siento penita por haberles contado esta historieta tan falsa y poco original, aunque tiempo tendrán de conocer a «lampedusianos» y otros especímenes auténticos.