Los cuatro jinetes del apocalipsis representaban las plagas que azotaban a la humanidad a comienzos de la era cristiana. Cada uno montaba un caballo de color diferente: el rojo o alazán, representaba la guerra, portando el caballero una gran espada; el negro, montado por un jinete con una balanza —para pesar el pan durante las hambrunas— representaba el hambre y la pobreza; el bayo o amarillento, la enfermedad y la muerte, cargando quien lo cabalgaba con una guadaña o un tridente. El cuarto caballo, blanco, podría simbolizar la salvación: el jinete porta arco y flechas, lo que aludiría a la evangelización de pueblos lejanos. Aunque suene extraño, pues fue escrito a fines del siglo I, el Apocalipsis de San Juan admite una lectura profética.
La pregunta es: ¿se mantienen estas plagas en la actualidad como los grandes azotes de la humanidad o, más bien, los principales problemas que enfrentamos han cambiado? Y otra pregunta: ¿cómo estamos en cuanto a soluciones?
La guerra
Nadie en su sano juicio negaría que la guerra es uno de los grandes flagelos que sigue padeciendo la humanidad. Con tan solo enumerar los conflictos que ha habido desde de la Segunda Guerra Mundial, la lista sería interminable. Y todavía hoy es larga: Siria, Sudán, Afganistán, Irak, Libia, Yemen...
Ahora bien, no puede hablarse de guerras sin hacer referencia al armamentismo, una de sus primeras causas. Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz el mundo, en 2020, se gastó 1.98 billones de dólares en armamento. EE. UU., 730 mil millones, el 38% del total, seguido por China con 260 mil (el 14% del total). Muy de lejos, India (el 3.7%) y Rusia (el 3.4%). Compárese con la Ayuda Oficial al Desarrollo: 170 mil millones; ni la décima parte.
Otra cifra espeluznante: las ojivas nucleares activas se estiman en 13,865 —el 90 por ciento en manos de EE. UU. y Rusia. De ese total, casi 4 mil están listas para su lanzamiento. Cada una cuenta con una capacidad destructiva 80 veces mayor que la arrojada sobre Hiroshima, la cual causó la muerte a cien mil personas.
El negocio que mueven las armas es enorme. Las cinco empresas que encabezan el ranking de fabricantes de armas, todas de EE. UU. (Lockheed Martin, Boeing…), declararon en 2018 unas ventas de 148 mil millones de dólares. La capacidad de sus lobbies de «cañonear» con millones a quienes deberían decidir la reducción del armamentismo, es letal. Biden no ha dicho ni una palabra sobre la política armamentística. Aquí, business as usual.
El negocio de las armas es perverso, pues necesita guerras o amenazas, reales o imaginarias, que lo justifiquen. La invasión de Irak, con la excusa de las «armas de destrucción masiva», o la OTAN, que nació para hacer frente a la URSS y que pervive treinta años después de la caída del Muro de Berlín, son buenos ejemplos.
¿Alguna luz al final del túnel? Una, aunque demasiado mortecina: en enero de este año entró en vigor el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares. Cada estado firmante se compromete a no fabricarlas, adquirirlas o poseerlas y a no permitir su despliegue en su territorio. No lo han firmado ni las potencias atómicas ni los países de la OTAN, pero su entrada en vigor debería aumentar la presión para que se reduzcan los arsenales.
El hambre y la enfermedad
Si la COVID-19 se ha llevado ya a más de 3 millones de personas y sigue causando estragos y si, por otra parte, se estima que alrededor de 800 millones de personas padecen hambre crónica, estas lacras deberían quedar incluidas entre los cuatro jinetes actuales del apocalipsis. Basta con pensar en los millones de niños y niñas que sufren malnutrición y raquitismo.
Sin embargo, el rápido descubrimiento de las vacunas y la noticia de que probablemente —debido sobre todo a la posición de EE. UU.— se liberarán las licencias para que se produzcan las suficientes en un corto espacio de tiempo, permite otear una luz al final del túnel para esta pandemia. Las grandes compañías farmacéuticas se resistirán, aunque hayan recibido grandes aportes de los gobiernos para desarrollarlas, pero confiemos en que prevalecerá el interés público sobre el privado.
En lo que respecta al hambre, ha bajado casi a la mitad desde 1990, aunque ahora haya un repunte coyuntural debido, entre otros factores, a la pandemia. De acuerdo con la FAO, la tasa de desnutrición en los países más pobres se ha reducido del 40% al 26% en los últimos quinquenios. La meta «hambre cero», incluida en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), no parece una quimera, aunque suponga todo un reto. Y hay otros, como lograr una producción y un consumo de alimentos más sostenible.
La pobreza y la desigualdad
Si creemos al Banco Mundial, la pobreza extrema afectaría ya solo al 9 por ciento de la población, unos 700 millones de personas —aunque en 2020, por los efectos de la pandemia, hay que añadir otros 100 millones a esa cifra. Sin embargo, esos números han sido contestados por Philip Alston, hasta hace poco relator especial sobre extrema pobreza y derechos humanos de Naciones Unidas, quien sostiene que la disminución de la pobreza ha sido muy escasa. Alston considera que unos ingresos equivalentes a 1.9 dólares al día, la cifra que el Banco Mundial utiliza como línea de pobreza, solo sirve para «asegurar una subsistencia miserable».
Así que, la realidad puede contarse de otra manera: casi la mitad de la población mundial, 3,400 millones de personas, viven con menos de 5.5 dólares diarios. Tal vez den para pagar el coste de una canasta de alimentos, pero no cubren una vivienda digna ni el acceso a una buena salud y educación. Y esa cifra no ha disminuido desde 1990.
Al igual que no puede hablarse de las guerras sin referirse al armamentismo, tampoco puede hablarse de la pobreza sin referirse a la desigualdad. Según la ONG OXFAM, el 1% de la población mundial ya supera en riqueza al 99% de la población restante; y según un reciente artículo recogido en el New York Times, los jefes ejecutivos de las grandes compañías norteamericanas ganan como promedio 320 veces lo que un trabajador medio, una proporción que hace treinta años era de 60 a 1. Incluso para personas conservadoras estas cifras resultan escandalosas. Que los jefes ganen diez, veinte, treinta veces más si se quiere, que el promedio, no lo ven mal, pero… ¿320?
La solución para evitarlo sería contar con sistemas impositivos más progresivos, como defienden, entre otros, el premio Nóbel Joseph Stiglitz y Thomas Piketty, uno de los autores que más ha estudiado el fenómeno de la desigualdad. Cuando los impuestos a los ricos caen, como ha sucedido desde los años 70, la desigualdad se acelera.
No obstante, hay problemas complicados de resolver. El primero, esos paraísos fiscales que esconden siete billones de dólares, en buena parte procedentes de beneficios que ocultan las grandes empresas multinacionales; una evasión que podría suponer una pérdida en la recaudación fiscal de los distintos gobiernos de 600 mil millones de dólares al año. Y no se trata solo de las islas Caimán o las Bermudas, sino también de Suiza; o de países que, como Luxemburgo, Holanda, RU e Irlanda, establecen tasas impositivas muy bajas para que las grandes empresas establezcan allí sus sedes y declaren allí los beneficios que en realidad logran en otros lugares. Y los países que no son paraísos fiscales han reducido también sus tasas, para no perder más inversiones.
El segundo: por increíble que parezca, las tasas reales —efectivas— de impuestos son menores para los ricos que para las clases medias. Según detallan Sáez y Zucman en El triunfo de la injusticia, las 400 personas más ricas de EE. UU. pagan un tipo efectivo real inferior al promedio de la clase trabajadora. Así que, un milmillonario, paga menos en proporción a sus ingresos que una profesora o un médico. Y el tercer problema: la imposición sobre las rentas del capital es mucho menor que las del trabajo, lo que solo se explica por la presión que ejerce la clase más adinerada sobre el mundo político.
La desigualdad de ingresos no es la única; están también la de género, las étnicas... Todas ellas, además de injustas, tienen efecto en los ingresos, en las diferencias salariales entre mujeres y hombres, en la pobreza de los pueblos originarios, en la infantil y juvenil.
¿Alguna luz al final del túnel? La pandemia ha obligado a los gobiernos a efectuar gastos extraordinarios en salud y en el apoyo a personas y a sectores económicos muy golpeados, lo que necesariamente requerirá subir impuestos. Biden ya ha anunciado que su plan destinado a mejorar la educación, el cuidado infantil y la ayuda a las familias, debe financiarse en parte con un mayor aporte de los más ricos y las grandes compañías. Así que, el impuesto de sociedades en EE. UU. pasará del 21 al 28%. No es algo revolucionario, pues Trump lo había bajado del 35 al 21%, pero hay otras cosas no menos importantes: Biden se ha manifestado a favor de que las sociedades tributen donde consiguen los beneficios y no donde «dicen» que los generan y, también, a favor de un impuesto mínimo del 21% para las sociedades en todo el mundo —aunque ya lo ha rebajado, en cuestión de días, al 16%.
Medio ambiente y cambio climático
El problema que supone el cambio climático no está en la Biblia, pero si no se reducen drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero —como el CO2— será imposible evitar que el planeta se caliente más de 1.5 grados respecto a los niveles preindustriales; un umbral que el mundo científico considera muy peligroso sobrepasar. No es ninguna broma: ya llevamos 1.1 grados de aumento y los efectos están ahí, palpables, en los incendios, sequías, inundaciones, olas de calor extremas, pérdidas de glaciares…
Es el umbral que se pactó no sobrepasar en el Acuerdo de París, un tratado aprobado por 189 países en 2015, aunque no se especificaron las metas de reducción que los distintos países debían cumplir. No obstante, se sabe que mantener la temperatura por debajo de ese aumento de 1.5 grados requiere cero emisiones de gases de efecto invernadero en 2050 y una reducción del 45% en 2030 respecto a 2010, es decir, de 7.6% al año. ¿Esperanzas en lograrlo? Los compromisos presentados hasta ahora por los distintos países son muy insuficientes, aunque dos factores pueden cambiar la situación: el mundo científico, que clama al cielo, y la conciencia cada vez mayor de la ciudadanía joven, que demanda actuaciones rápidas para no heredar un planeta inhabitable.
Aunque muy recientemente la Unión Europea ha decidido reducir las emisiones en un 55% para 2030, EE. UU. a la mitad en el mismo año, y China, aunque en menor medida, también se ha sumado a esas intenciones, está todo por demostrar. Cuando se celebró la Cumbre de Río en 1992, ya quedó clara la necesidad de reducir las emisiones y, sin embargo, no han cesado de crecer —si bien a una tasa cada vez menor. Los lobbies del sector petrolero y la agroindustria han financiado generosamente a candidatos políticos y han logrado retrasar toda regulación medioambiental. El reto es descomunal.
Migraciones, discriminación, racismo
La población migrante se estima hoy en 270 millones de personas, una cifra similar a la de toda la población mundial hace dos mil años. Por otra parte, se calculan 26 millones de refugiados, 41 millones de desplazados dentro de los países y 3 millones que buscan asilo. Son números que seguirán incrementándose en cientos de millones en las próximas décadas, mientras persistan las guerras y aumenten las temperaturas.
Así que, se correrá el peligro de que aumente la xenofobia, aunque existen dos antídotos: mejorar las condiciones de vida de la población más desfavorecida de los países de acogida y desarrollar políticas de inmigración que regulen los desplazamientos humanos de manera que beneficien a todas las partes: migrantes, países de acogida y países de origen.
No es tan difícil: los inmigrantes aportan a la economía, al fisco y a la seguridad social de los países receptores; compensan el envejecimiento de la población y contribuyen a que las sociedades sean más diversas y multiculturales. Todo ello, sin un impacto negativo apreciable sobre los salarios del país receptor. Para los países de origen, las remesas que envían, en torno a 550 mil millones de dólares al año, resultan vitales. Triplican a la Ayuda Oficial al Desarrollo. Son razones en favor de una inmigración ordenada a las que hay que añadir, cuando sea el caso, la solidaridad con quienes huyen de conflictos y el respeto a las normas internacionales sobre el derecho de acogida.
Inteligencia artificial
Junto con los grandes beneficios de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs), se plantean también enormes retos. Uno de ellos es que solo la mitad de la población mundial goza de acceso a Internet; y otro, también crucial, es la utilización de los datos proporcionados por los usuarios. Yuval Harari, autor de Sapiens y 21 lecciones para el siglo XXI, afirma que el mayor problema político, legal y filosófico de nuestra época es cómo regular la propiedad de los datos.
La información que fluye hacia las empresas tecnológicas a través de la web y el big data les permite conocer con exactitud las preferencias, costumbres, opiniones o estado de la salud de cada persona. De ahí a influir en sus decisiones de consumo o en sus preferencias políticas, y de vender información sensible —por ejemplo, a compañías de seguros sobre nuestra salud—, hay un pequeño paso que ya se está dando. Son problemas nuevos que, si no quedan resueltos a través de una regulación para la que todavía no hay fórmulas, podrían convertirse en amenazas para una humanidad libre y consciente.
Entonces, ¿se mantienen las plagas de siempre?
La respuesta es sí: las lacras que padecía la humanidad hace dos mil años, el hambre, la enfermedad, la guerra, la pobreza, no han desaparecido. Y, aunque ya no se esclaviza a los vencidos, la discriminación que sufren las mujeres, la población afrodescendiente, los pueblos originarios o las personas migrantes sigue ahí, como una hidra de siete cabezas eterna. Además, han aparecido otras calamidades: el cambio climático, la desigualdad creciente y los retos todavía irresueltos que plantea la inteligencia artificial y el big data. Es cierto que algunas «maldiciones», como el hambre y la enfermedad, están cerca de encauzarse, pero, otras, como el armamentismo, la pobreza, la desigualdad o los retos de la inteligencia artificial, están fuera de control. Respecto al cambio climático, la pregunta de si lo mantendremos a raya está todavía sin despejar.
Sin embargo, hay una gran diferencia con los problemas del siglo I: los conocemos bien y disponemos de los medios técnicos y económicos para resolverlos.
Acabar con la pobreza, el hambre, combatir el cambio climático, mejorar los servicios de salud y de educación, contar con sistemas de protección social mínimos y universalizar la conexión a Internet, está a nuestro alcance. Son asuntos que forman parte de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible comprometidos por todos los países para alcanzarse en 2030.
Sin embargo, nunca se han acordado los recursos suficientes para lograrlos, a pesar de que bastaría con redirigir una parte significativa de los billones que cada año gastamos en armas, contar con políticas salariales más justas —un mejor reparto entre salarios, bonus y dividendos— y con sistemas impositivos progresivos. La recuperación de esos 600 mil millones de impuestos potenciales que se evaden cada año a través de los paraísos fiscales y la «fiscalidad verde», complementarían los medios. Y lograr la equiparación de las tasas impositivas de las rentas del capital y del trabajo y, por otra parte, aumentar la imposición fiscal a las ganancias de las grandes empresas —con un impuesto mínimo para sociedades en todo el mundo— haría el resto. Además, una redistribución bien diseñada, que mejore la educación de la ciudadanía y que apoye a las PYMES, al mundo emprendedor, no está reñida, sino al contrario, con la economía: aprovecha el talento y la energía de cada quien para el bien común.
Ahora bien, si es tan fácil la teoría, ¿qué se opone a ello en la práctica? Bueno, el primer obstáculo es el enorme poder de las grandes empresas y sus lobbies: la banca, la big pharma, el complejo militar-industrial, las petroleras, las tecnológicas, la agroindustria. Su capacidad para influir en las decisiones políticas es formidable, tanta como la influencia que ejercen a través del control de los medios de comunicación.
Así que, no se trata solo de que las grandes empresas paguen los impuestos que les corresponden, sino también de otras cosas, como que se promulguen leyes de competencia antimonopólicas efectivas o se dificulten las «pasarelas» o «puertas giratorias» entre los altos cargos del sector público y el privado. Las regulaciones deben ser muy estrictas para la gran banca, capaz de provocar crisis globales por comportamientos irresponsables. Y, por cierto, otro gran reto que atañe al sector financiero es lograr que reduzca la financiación que otorga a los negocios relacionados con los combustibles fósiles —750 mil millones de dólares a empresas de carbón, petróleo y gas en 2020—y la destine a energías limpias.
La presión desde la ciudadanía organizada para acabar de una vez por todas con los viejos y nuevos azotes de la humanidad debe continuar: presión contra el armamentismo y a favor del desarme nuclear; presión contra la discriminación y a favor de la igualdad; presión contra la falta de regulación efectiva sobre la banca, sobre las empresas tecnológicas, sobre las petroleras…; presión a los gobiernos y a las instituciones supranacionales, como la Comisión de la Unión Europea, para que cumplan con su deber de gobernar para el bien de todos y no se dejen comprar. La sociedad civil cuenta con numerosos aliados, parlamentos, gobiernos responsables, organismos de NNUU, sindicatos, municipios, empresas de sectores sostenibles, el mundo de la ciencia, universidades… y con el de la ciudadanía consciente. Ese es el camino y la esperanza.