Hoy he recibido la primera dosis de la vacuna contra la COVID-19. La cita era a las 11:15 en la vieja sede de la aeronáutica militar en el hangar 3. Llegué unos 30 minutos antes, dejé el coche estacionado en otro lugar y caminé unos 700 metros. Al llegar, había una fila de unas 30 personas que esperaban ser llamadas según la hora de la citación. Cuando llegué, llamaban a los de las 10:45, después a los de las 11:00 y finalmente a los de las 11:15. Al ingreso, había que medirse la temperatura y lavarse las manos con un gel desinfectante a base de alcohol. La espera me permitió observar a las personas.
Muchos de ellos eran mayores que yo, unos pocos menores y dos relativamente jóvenes. Una vez dentro del local, había que esperar, siempre en fila para la aceptación, que controlaba datos y documentos: tres hojas de papel con mi nombre, datos personales y un cuestionario sobre mi estado de salud y posibles enfermedades y alergias. De allí, se pasaba a otra fila para una rápida entrevista con un médico. Esperé, observé y pensé en la gente, en los efectos de la edad en las personas, los movimientos y reacciones. Hablé con el médico quien me informó que, en vez de Astra Zeneca, me inyectarían Pfizer y que esto haría que la segunda dosis fuese para junio en vez de agosto. Una buena noticia me dije, porque reduciría los tiempos y el certificado de vacunación completo me permitiría viajar. Del médico, pasé a un lugar donde se esperaba en grupo, sentados, a que se juntaran 20 personas para ir al lugar donde se suministraba la vacuna. No esperé más de 5 minutos allí y nos llevaron al hangar 3 para ser vacunados. Nuevamente una fila, que avanzaba rápidamente. Me hicieron pasar y una enfermera de la sala número 7 vino a buscarme.
Recogieron mis datos, entraron las informaciones en un ordenador y me invitaron a sentarme. Me preguntaron en que brazo quería hacerme la primera vacuna y dije automáticamente «en el izquierdo». La enfermera me dijo que me relajara. Me inyectó y sentí un dolor ligero y soportable. Antes de salir, me dieron una tarjeta con la fecha para la segunda dosis y pasé a otra sala, donde había que esperar 15 minutos para ver si la inoculación causaba síntomas de alergia u otros, que pudieran requerir una intervención médica. Yo me sentía bien. Miraba a los otros que ocupaban el mismo espacio y reconocí a muchos de ellos, que ya había visto en las filas: una señora obsesa que hablaba sin parar; un señor con la barba blanca; una señora reservada y bien vestida; otro que miraba sorprendido a todos los lados sin fijar la mirada en ningún lugar; una señora que había traído a su marido, quien la esperaba afuera, y que fue la primera persona con quien hablé antes de entrar.
Pensando en cómo estaba, me convencí de que estaba bien y sin síntomas. Sentía un pequeño dolor en el lugar donde me inyectaron, pero eso era completamente natural. Me levanté antes de tiempo y me fui caminando a donde había dejado el coche. Mientras, observaba nuevamente las personas que llegaban o abandonaban el lugar. Hice mis cálculos de cuántas personas pasarían por allí cada día durante las 12 horas en que estaba abierto el centro y estimé que serían más de mil: unas 12 personas por hora por cada una de las salas, que en total eran 8, con algunas pequeñas interrupciones. Después pensé en la cantidad de centros de vacunación en toda Italia, en Europa y en el mundo, donde cada día se inoculan unos 80 millones de personas en una campaña que no tiene precedentes en la historia de la humanidad.