Les gustaba pasear juntas por el centro histórico. Preferían hacerlo después de almuerzo en los primeros días de primavera, cuando el sol calentaba apenitas. Debían evitar la piel enrojecida.
Sor Giovanna y sor Evelina recorrían Via dei Cestari, entre Piazza Argentina y el Pantheon. Histórica calle de fabricantes de cestos. Hoy, en su lugar, otros negociantes... aunque la calle había mantenido su nombre. Negocios de decoración y vestimentas litúrgicas reemplazaron a los viejos artesanos. Estatuas, túnicas, ostias empaquetadas, vino blanco dulce, casullas blancas, doradas, rojas, verdes, violeta, mitras, estolas y objetos para la piedad de los fieles: libros de oración, imágenes sagradas, posters, cuadros, medallitas.
A las casullas dedicaban una atención especial. La idea de que simbolizara la virtud de la caridad que debía cubrir a todo sacerdote, las emocionaba. Por lo menos durante la misa. Elegantemente decoradas, imaginaban a sacerdotes amigos vistiendo una u otra. Como cuando niñas vestían y desvestían sus muñecas de papel.
Pasaban horas en su vitrina preferida. Hacia la calle exponía cálices y crucifijos de plata de diversas dimensiones. Hacia adentro, sin que se notara, ropa interior. Los últimos modelos de calzones y medias. Pocas novedades. El modelo era siempre el mismo.
También recorrían las ferreterías del centro. Se entretenían.
Siempre juntas. Sabían que en Roma se decía que monjas en número par en la calle eran portadoras de mala suerte. No mucha, un poco. Había que tocar madera. En Roma, tocarse los huevos. Se divertían viendo a los hombres tocarse a su paso. Ellas salían de paseo siempre de a dos. Nunca solas.
Lo hacían una vez por semana, los miércoles en la tarde. En vez de ir al cine. Los ángeles barrocos de piedra, llenos de movimiento, con sus alas desplegadas, sus vestidos al viento, pero sobre todo con esas caras delicadas y suaves, amigas, les recordaban revistas de su primera adolescencia. Vida de santos. Vidas ejemplares, recordaban. Conociendo sus vidas e historias, los hacían dialogar con las nubes, con sus propios estados de ánimo. Les preguntaban por el cielo. Era su conversación preferida. Allá, donde irían sus almas. Los jueves cada 15 días tenían visita al dentista o al médico.
E.E., así se firmaba, recibió el encargo un día cualquiera: fotografiar los ángeles del Puente del Castel Sant’Angelo para un folleto promocional de un tour. Contar su levedad, su inmaterialidad. El trabajo le tomaría un año entero, advirtió al cliente.
Los ángeles tenían que ver con el cielo, vivían en él y con él. Del cielo dependían sus estados de ánimo. Sus brillos, sus sombras, el movimiento de sus vestidos. En algunas puestas de sol en otoño, lloraban. Decía. La luz amarilla reflejada en sus rostros brillaba sobre los pómulos.
Ángeles del cielo. Se lo habían dicho dos monjitas que pasaban a menudo por el lugar. Una vez por semana. Los miércoles después de almuerzo.
Con Angelo Angelosanto, un joven exsacerdote, habían hecho amistad. Consideraban ese nombre un pasaporte para el cielo. Habiendo sido cura, con mayor razón, decían. Les gustaba conversar con él. Sobre la vida de los santos, de la existencia de los ángeles y, en ocasiones especiales y fiestas de guardar, hasta de Dios hablaban. Cuando no hablaban de clavos, tornillos, pernos y ceras especiales para muebles y parqué.
Sin darse cuenta, paseando en pareja, celebraban algo que ofrecía Roma: la ciudad doble, los edificios que se repetían. Las parejas de monjas por la ciudad, aparte de tener que tocarse constantemente los testículos, llevaron a E.E. a hacer extensiva esa observación a sus habitantes. Los romanos más famosos también fueron dos. Y mellizos: Rómulo y Remo. Y dos son los ríos de Roma también: el Tevere y el Aniene.
La repetición tenía orígenes mitológicos en Roma. La de los mellizos, una fábula originada entre los siglos. IV y III a.C. Ambos hijos de Marte y de Rea Silvia, que debió ser vestal, pero que no lo fue. Descendiente de Eneas, eso sí. Uno de ellos, Rómulo, habría sido el primer rey de Roma.
Sin molestar a Cástor y Pólux, los Dioscuros. Otro par de hermanos hijos de Leda. Uno, hijo de Zeus. Cástor, hijo de Tíndaro. Dos.
Pero también autocelebrativa. La repetición de fragmentos de ciudad. E.E. constató que las grandes avenidas al desembocar en una plaza, celebraban el encuentro con un edificio particular a cada lado. Simétricos. Iguales. El tridente que partía de Piazza del Popolo se repetía en una versión más modesta y menos reconocible en Piazza Vittorio. También el urbanismo reclamaba su parte.
Mito y celebración. ¿Dos elementos capaces por sí solos de otorgar un alma a una ciudad? Se preguntaba, intuyendo la respuesta.
Pero también la vida en la ciudad tenía dos almas. Divagaba. En un relato sobre la vida en Roma a fines del siglo XVIII, el historiador Antonio Pinelli escribió:
…la ciudad poblada por sacerdotes ávidos de beneficios y privilegios, por aristócratas vanidosos e ignorantes, un pueblo servil, cínico, apasionado y dominado por las supersticiones más pueriles; la ciudad hipócrita, donde la prostitución y la mendicidad se propagan sin control y donde domina el régimen de la «doble verdad» en base al cual, a cambio de una lealtad formal a las tradiciones y prohibiciones, se obtiene una tácita tolerancia incluso frente al comportamiento más imprudente.
Como contraparte y al mismo tiempo, su otra alma. La ciudad, etapa obligada del Grand Tour, considerada el «círculo mágico» donde renacer a una nueva vida. El lugar donde descubrir «cambiando hasta la médula» el propio yo. Lo dijo Goethe. Llegó a Roma en octubre de 1786 y se fue en abril. Dos años después. Para recorrerla y conocerla en paz se hizo dos personas: Johann Wolfgang von Goethe, Consejero de Estado del principado de Weimar y «Philip Müller, hombre de negocios». Consideraba la experiencia romana su «renacer». Otro cuento.
La ciudad que se repetía. La ciudad que se hacía dos. Residencia y expresión de la Iglesia y del Imperio. En San Pietro, edificio símbolo de la cristiandad, convivían valores y disvalores de un modo de concebir y vivir la religión. Viajeros del Grand Tour de la Europa protestante y romántica, inciertos y desorientados, «no sabían si definirlo Templo de Dios o Sala de Baile. Damas elegantes y petimetres mezclados con pueblerinos, perros, harapientos y prelados de todo tipo». Antonio Pinelli, el historiador.
E.E. no lograba asimilar del todo sus observaciones. Las archivó como intuiciones. Sentado a la sombra de un ángel gigante, pensaba en las sombras. Pensó en las sombras mexicanas. La sombra escasa del desierto, la sombra de un buen sombrero. Debajo se podía dormir la siesta, decían las películas.
Pero si amarraba la sombra con el doble evento urbano, la ciudad adquiría una consistencia que nunca imaginó.
Lo conversaría con un amigo arquitecto extranjero. Le había oído hablar de la invariante de un lugar. Para encontrarla, había que interrogar su ser más profundo. Su cultura espacial, si así se pudiera decir. Lograr representarla en una palabra. Una sola. A través de esa palabra, restituyéndola con arquitectura, modificar e intervenir el lugar con lo que este podía entregar. El proyecto de arquitectura, el instrumento.
La obra que pudiera con su arquitectura, restituir esa palabra, develar la invariante, se insertaría en el lugar. Con propiedad.
En la degradada periferia romana, donde los taxis no llegaban por temor a no poder volver, residencia del miedo, del abandono y de la basura, E.E. no encontró sombra ni autocelebración. En Tor Sapienza la miseria no se repetía, se propagaba. La ciudad contemporánea, como en muchas capitales europeas, llena de grandes y pobres edificios, había mirado para otro lado. Como en las grandes ciudades del tercer mundo, solo que la miseria en este caso, se multiplicaba por seis o siete pisos de altura.
En la otra periferia, la periferia rica, encerrada entre muros y parques privados, también residencia del miedo, tampoco encontró sombras ni autocelebración. Ni siquiera un bar donde tomarse un caffé. Solo peluquerías para perros y alguna clínica privada. De cirugía estética.
E.E. estimó que para fotografiar los ángeles del Puente del Castel Sant’Angelo no le habría bastado un año entero, sino dos.