1959: algún periodista de esa época tan remota tiene una ocurrencia rara, tan rara que casi parece apoyarse en la literatura fantástica, y se la propone a Bertrand Russell; aborda con sus cámaras antediluvianas y sus flashes de No-Do al enorme pensador, uno de los más inmensos de todos los tiempos, y le plantea la cuestión, que consiste en responder a una sola pregunta y conseguir, mediante la tecnología básica de los cincuenta, que esa respuesta nos llegue clara y nítida a «nosotros», es decir, se le pide que se dirija a la gente del futuro.
Russell acepta, se sienta en una butaca, escucha lo que tienen que preguntarle y responde sin vacilar. Nace de esa propuesta un documento de valor incalculable del que nosotros, el futuro, podemos disfrutar ahora, si nos molestamos en buscar por YouTube, gracias al periodista ingenioso y a aquel señor tan sabio, Bertrand Russell, quien en ese momento contaba con 98 años de edad, es decir, era decimonónico, nada menos que nacido a mediados del siglo «antepasado» (personalmente este señor se me hace muy familiar, por lejos en el tiempo que me quede, y es que desearía señalar, porque me hace ilusión hacerlo, no porque sea relevante el dato, que el señor Russell tenía el mismo aspecto bondadoso y dulce que lucía mi tata Elisa, nacida ella mucho más tarde, en 1902).
Una vez que el filósofo ha tomado asiento, la voz en off le pide que imagine que, desde el futuro, muchos individuos desorientados le están escuchando, que, aunque parezca imposible, están ahí, atentos, y que él tiene la posibilidad de regalarles un único consejo, uno solo.
—Díganos, si es tan amable, cuál va a ser la recomendación que quiere usted enviar a la gente del futuro.
Entonces es cuando el viejecito sabio lega al futuro, desde el pasado, que no es sino su presente, la reflexión perfecta, que consiste en invitarnos a aplicar un simplísimo proceso mental de datos que nos salvará de nosotros mismos y de los otros: Russell nos presenta al «mediador invisible», que es un tipo inventado (puesto que, en puridad, no existe) pero que, aun contando con la condición de «no ser», posee la habilidad de proteger a las gentes de las trampas que todo ser humano, de subconsciente mañoso y sinvergüenza por naturaleza, se va tendiendo a sí mismo con la única finalidad de tener razón, que en última instancia es lo único que le importa. Más que su propia vida le importa a cualquier persona el hecho de llevar la razón. Que alguien diga: «pues es verdad, qué razón tienes», dota al individuo de una especie de sentido, de motivo, de finalidad vital.
Russell no lo llama así, mediador invisible, eso me lo he inventado yo porque lo imagino como un señor enanísimo y translúcido que llama al subconsciente, toc, toc, con idea de razonar un poco, y que ese subconsciente tiende a darle con la puerta en las narices.
Bertrand Russell, como buen matemático, lo explica con claridad meridiana y sin usar metáforas:
—Me gustaría decir algo —se dirige a nosotros desde el pasado Russell, con su voz de cien años, una voz joven, en absoluto titubeante—: al considerar cualquier filosofía o materia, pregúntate cuáles son los hechos, nunca te dejes influenciar por lo que tú deseas que suceda o lo que creas que más beneficios te traerá.
Los gurús de ahora han llegado, prácticamente en bloque, a la misma conclusión, solo que usan otras expresiones, como, por ejemplo, «apego», bien definido e incrustado con precisión en nuestro inconsciente, que nos impide pensar con claridad. Ahora ya todos sabemos que el autoengaño es nuestra arma de referencia para no desprendernos bajo ninguna circunstancia de la razón, divino tesoro. Y, bueno, creernos que este fenómeno existe y es de uso generalizado, sí que nos lo creemos, de hecho, estamos obligados a hacerlo porque se trata de una tesis con fundamento científico, pero, si conviene, fingimos que no nos acordamos, ya que acordarse de que puede que no llevemos la razón en esto o en lo otro, da mucha pereza.
Al mediador invisible russelliano mejor se le pone una mordaza y santas pascuas del altar, ya que el tal mediador, a nuestro juicio, es muy pesado, cuestiona, molesta y, sobre todo, osa ponerse del lado del enemigo. Casi mejor recurramos al subconsciente, ese sí que sabe, que tiene un don nato para buscar como sea y para encontrar la manera de que nos creamos que nuestra posición es la justa y verdadera, por clarito que se vea que estamos diciendo sandeces.
Total, que no parece sensato tener al alcance de las manos una de las respuestas más brillantes sobre la condición humana que jamás se haya pronunciado y hacer como si no la hubiéramos oído, pero eso es lo que hay.
Listos, que somos muy listos.