«Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud veinte años en tierras de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero», rezaba el poeta.
La infancia, aquel país remoto del que un día fuimos habitantes, ha quedado relegada en el olvido. Escondidos entre el polvo y la hojarasca se encuentran los recuerdos a los que, en ocasiones volvemos envueltos en el traje de la nostalgia y el anhelo de tiempos que siempre fueron mejores. Con cautela, protegidos con el poderoso armazón del vivirse adulto, procuramos solo echar la vista atrás de soslayo para así evitar que el dios Hades nos haga pagar por la imprudencia, como hiciera con Orfeo.
Atrás quedaron tantos aprendizajes, el contemplar la vida como a lo lejos, sabiéndonos ajenos a lo que ahí fuera acontecía, protegidos del mundo y sus adversidades, como en un tiovivo del que no te puedes bajar para echar a correr. El futuro era un pastel gigante inalcanzable que soñábamos con devorar, y la muerte una especie de lengua arcaica imposible de descifrar.
Un horizonte de infinitas posibilidades se divisaba en la distancia, como el perfil difuso y sin matices de las montañas milenarias que se levantan majestuosas en algún lugar inescrutable frente a nosotros.
Cómodamente instalados en la estabilidad que proporciona la vida adulta, observamos con resignación lo anodino de la existencia que invade cada día, tan distinto de lo que imaginamos en el pasado para nuestro yo del futuro. ¿En qué momento dejamos de ir tras del conejo?
También los poetas sueñan con desandar los pasos que un día los alejaran para siempre de la infancia, «la senda que nunca se ha de volver a pisar». Agazapados entre las sombras, contemplan con atención por la mirilla desde la que el ayer se percibe con otras tonalidades, más amables y con menos aristas. Con esa añoranza y el instinto creador emprenden, valientes, el viaje al otro lado, al lugar del que una vez fuimos expulsados, para regresar con el alma escurriéndose entre los dedos y el pecho preñado de poemas.
De este viaje algunos prefirieron no regresar. Asentaron el campamento base en las inmediaciones de un país que les acogía, expectante y amoroso, como nuevos miembros, aunque en condición de visitantes. Es el caso de la que fuera tan querida, Gloria Fuertes, que supo acercarse a los niños para regalarles lecturas que estaban coloreadas con los mismos colores que ella contemplaba su propia infancia, mostrándonos quizás los primeros poemas de nuestra vida en esa suerte de diálogo a través del tiempo que es la literatura.
Los frutos del bosque
comía la niña
entre verdes hojas,
rojas y amarillas.
Sentada en la hierba,
las aves la cuidan.
Los esbeltos árboles
por ella se inclinan.
«Platero es peludo, pequeño y suave; tan blanco por fuera que se diría que es todo de algodón, que no lleva huesos». Comenzaban así las primeras líneas de la historia más tierna que haya sido contada nunca. Hay tanta dulzura contenida en el texto del burrito, que ni en un tarro de dorada miel. El poeta, al contacto con su paisaje natal, con sus orígenes, deja salir sus recuerdos y sensaciones de la infancia, que germinan como las flores en primavera. Es una obra muy aclamada por niños por su temática y sencillez, sin embargo, su autor se apresuró a aclarar que «yo nunca he escrito ni escribiré para niños». Juan Ramón Jiménez estuvo de visita en este universo solo por casualidad, y no se quedó mucho tiempo.
Federico García Lorca sentía gran interés por la lírica tradicional infantil, que se hace patente incluso en sus composiciones dramáticas. La balada de Caperucita es un texto muy temprano, aunque inédito hasta hace relativamente poco, en el que integra de algún modo las que fueron lecturas en su niñez, formadas por cuentos tradicionales y narraciones populares. En ella, Federico reflexiona acerca de la pérdida de la infancia, un tema muy recurrente en su obra: aquello de lo que nos vemos despojados con la llegada de la pubertad, la sencillez de los sentimientos antes de que el brotar de la pasión lo complique todo, el deseo de volver a revivir desde la infancia.
Y hay un niño que pierden
todos los poetas.
Y una caja de música
sobre la brisa.
Alejandra Pizarnik, a través de la poesía, una y otra vez invoca a la niña que fue en una lucha por recuperar el paraíso perdido. Movida por un deseo que es obsesión y el sentimiento de orfandad que la atormenta, rememora esa etapa como un reino de pureza y plenitud, sabiéndose presa de un destino trágico.
Yo no sé de la infancia
más que un miedo luminoso
y una mano que me arrastra
a mi otra orilla.
Mi infancia y su perfume
a pájaro acariciado.
También Alfonsina Storni echaba la vista atrás, pese a no haber tenido una infancia sencilla, quizás porque lo que vino después era mucho menos digno de recordar.
En la dulce fragancia
de la dulce San Juan,
recuerdos de mi infancia
enredados están.
Mi casa hacia los fondos
tendía su vergel;
allí canales hondos
entre abejas y miel.
De enrojecidas hondas
y pequeño caudal
era el mío, entre fondas,
predilecto canal.
Vagas melancolías
llevábanme a buscar
en los oscuros días
aquel dulce lugar.
Barquitos trabajaba
en nevado papel
y en el agua soltaba
tan menudo bajel.
Y navegaban hasta
que un recodo fugaz
se interponía: ¡basta!
No los veía más.
Y al perder mi barquito
solíanme embargar
ideas de infinito
y rompía a llorar.
Niña: ya presentías
lo que ocurrir debió:
todo, por otras vías,
se ha ido y no volvió.
Al hilo de esto, se podría hablar largo y tendido de multitud de obras y autores que han escogido este leitmotiv como centro y origen de sus creaciones. Uno de esos autores es Elisa Victoria.
En su obra Vozdevieja (Blakie Books, 2019) recrea una historia maravillosa, fragmentos de la infancia de una niña, Marina, que forja sus días en distintos escenarios de un barrio humilde de Sevilla. Con el apoyo de notas extraídas de cuadernos antiguos que llenaba desde pequeña, la autora teje una narración fresca, poniéndose en el papel de una chiquilla de nueve años que reflexiona profundamente sobre cuestiones universales (el amor, la enfermedad, el sexo, el paso del tiempo, la muerte), a caballo entre una picardía maliciosa y una enorme ingenuidad. Marina se contempla a sí misma ante el mundo desde la debilidad que le da su posición de niña y el ser conocedora de lo frágil de la estructura que la rodea.
Con infinito cuidado reconstruye unas vivencias que tienen lugar en medio de unas circunstancias muy singulares, pero que esa niña describe con absoluta normalidad, sin la intervención del filtro adulto que con tanta facilidad lleva al terreno del análisis y el diagnóstico. Esto, para los que hemos vivido inmersos también en unas circunstancias poco convencionales, de algún modo difícil de explicar transmite una especie de reconfortante consuelo que deja entender un ¿ves?, a otros también les pasa.
Para Elisa Victoria, la infancia, a diferencia del resto, no tiene esas reminiscencias poéticas con tintes en tecnicolor, sino que la ve como un período difícil, se diría que casi agotador, en el que uno ha de defenderse de los elementos que amenazan por todas partes, sin llegar a ser dueño de uno mismo.
«La infancia es una lucha encarnizada por dejar de ser víctimas en potencia lo antes posible», dice Marina, su personaje.
Conforman la obra una serie de elementos que desde fuera pudieran parecer arbitrarios y que, sin embargo, son esenciales, porque integran el universo de esa niña, la niña que bien pudiera ser Elisa Victoria, y también el universo de los que compartimos su generación, esos que crecimos en los años ochenta y noventa.
Como eje central, está la figura de una abuela, que con frecuencia también hace de madre, puesto que la madre suele estar ausente y el padre es ajeno. Será de vital importancia tanto en su crecimiento como persona como en el desarrollo del relato.
Surge aquí el eterno debate acerca la obra y vida del escritor: es fácil concluir que esa abuela no puede ser otra que la abuela Matilde, esa abuela modista y crítica literaria de la que Marina habla con tanta ternura por fuerza tiene que ser la misma a la que Elisa Victoria profesa un enorme afecto que no duda en publicar una y otra vez con las palabras más hermosas en sus redes sociales («me cantó canciones, me contó cuentos, me siguió haciendo ropa con cataratas en los ojos y los dedos retorcidos […] me dijo que aquello que yo había escrito en un cuaderno de rayas estaba muy bien, pero muy bien muy bien, niña. Ya hace mucho que no nos vemos, pero bueno, yo me acuerdo»). Una abuela que ya no está, pero que se habría quedado sin palabras al ver semejante regalo envuelto en la tela de ese vestido que un día cosió para su nieta. Y es que, ¿dónde están los límites entre vida y literatura?
Nos aferramos a la máxima de que todo tiempo pasado fue mejor. Acunados entre las cálidas evocaciones del pasado nos abandonamos al candor de aquellos primeros días, que el recuerdo nos devuelve con vivos colores y olor a primavera. Eran tiempos en los que la inmortalidad todavía planeaba sobre nuestras cabezas, como si de un aura invisible se tratase, mucho antes de que la idea del inexorable paso del tiempo se abalanzase feroz sobre nuestro entendimiento y dejara huellas imborrables en nuestro cuerpo.
Recuerdos que son veranos eternos: dedos arrugados, bombas y aguadillas, sabor a cloro, sol sin protección, bicicletas, costras en las piernas, bocadillos de Nocilla, miedo las tormentas. Están encapsulados el algún rinconcito de nuestro espíritu esperando que volvamos a ellos para permitirnos recuperar por unos instantes la magia y la frescura que perdimos por el camino.
«La única patria que tiene el hombre es su infancia», dijo una vez Rilke.
Enfermo y cansado, Antonio Machado abandonaba para siempre su tierra, que le había visto crecer, amar y sufrir, en un momento convulso que no le dejaba más opción. Un infructuoso camino que le condujo a Francia con una maleta repleta de poemas que tuvo que dejar por el camino. Y una muerte que, ansiosa, esperaba su llegada. En el bolsillo de su chaqueta, sus últimas líneas: «Estos días azules y este sol de la infancia».