Haber vivido siete años en Maputo, capital de Mozambique, ex Lourenço Márquez de la época colonial, fue un gran privilegio. Digo esto, ya que soy descendiente de portugués. Soy nieto de Acacio Gonçalves, a quien su padre, mi bisabuelo, a fines del año 1909, en un viaje al continente americano, literalmente lo abandonó en el puerto de Valparaíso.
Poder conocer de primera mano lo que había sido la vida en una excolonia portuguesa, me sedujo desde el primer minuto en que surgió el propósito de irnos de Suecia, después de seis años. La idea era esperar la caída de Pinochet en otro país. Fue en casa de Mariela Ferreira, ex Cuncumén y Carlos Concha, destacado veterinario; matrimonio de chilenos que tuvimos como vecinos en Kungshamra, lugar de arribo a Suecia, a fines de 1977. Fue en su casa de Estocolmo donde surgió la idea de irnos a Mozambique. Carlos, quien recién regresaba de un nuevo trabajo en ese misterioso país, nos entusiasmó. Todo fue muy rápido. Al poco tiempo, partimos a Lisboa enviados por el gobierno sueco para estudiar el idioma. Fue durante ese tiempo que comencé a leer e informarme sobre ese sufrido país desde el cual partieron miles de esclavos hacia América.
Fue en agosto de 1983, cuando aterricé por primera vez en tierras africanas. No fue difícil ver aún resabios coloniales. No solo era la forma de relacionamiento entre la gente local y nosotros, los extranjeros, sino cosas mucho más visuales y terribles, como, por ejemplo, ver en la frente de rostros de viejos, el tatuaje ominoso grabado al rojo vivo, igual que los animales, con las siglas del patrón para quien trabajó en la época colonial. O caminar por la vereda de cualquier calle o avenida de la capital y ver acercarse una persona adulta, que varios metros antes de cruzar a mi lado, decidía cruzar la calle y proseguir su camino por la vereda opuesta, para luego de unos pasos, retomar nuevamente la vereda por donde venía. De esta manera, el blanco no se incomodaba o asustaba. Esta situación era algo natural en esos tiempos. Podía ser penalizado si no lo hacían. Los ciudadanos africanos debían portar un carnet que los autorizaba a circular por la ciudad de cemento. La gran mayoría de los africanos vivían en los suburbios. El carnet también señalaba para quién trabajaba.
Me resultó curioso constatar, durante mis siete años en Mozambique, que yo lograba crear gran amistad con mis colegas africanos, y, en cambio, no conseguía la misma recepción con los blancos descendientes de portugueses. Estos portugueses, que se quedaron en el país posindependencia, por lo general ocupaban cargos destacados en el nuevo aparato estatal y empresarial. Situación que se explicaba fácilmente, debido a la triste herencia dejada por sus antepasados, más del 90% de la población africana era analfabeta. Los pocos africanos que lograban aprender a leer y escribir, por lo general lo hacían estudiando en escuelas de las misiones religiosas.
Al momento del triunfo de la independencia, el nuevo gobierno liderado por Samora Machel debió recurrir a compatriotas que aún estudiaban en diversas universidades europeas, quienes interrumpieron sus estudios para ser parte del gobierno y ocupar cargos de ministros o integrar las estructuras del gobierno, en bancos, industrias estatales, embajadas y organismos internacionales. Para estos jóvenes profesionales era ser protagonistas de la primera línea en la construcción o nacimiento de una nueva nación. Uno, como extranjero, sentía esto, era muy reconfortante colaborar en cualquier actividad durante esa etapa; uno percibía que lo que hiciera, representaba un aporte. Realmente fue una experiencia única.
Algo que me llamó siempre la atención al llegar a Mozambique y que, con el tiempo, me fue sonando cada vez más patético e incomprensible, era un eslogan pintado con grandes letras de liquidación a la salida del aeropuerto de Mavalane, que decía: «Viva el Socialismo Científico». Mi vínculo con Suecia y el mundo de los diplomáticos, me permitió poder realizar gran parte de mis 22 documentales en Mozambique. Esta situación me ponía como rival de los portugueses/mozambicanos, en el objetivo de conseguir apoyos internacionales para proyectos. No dejaba de ser curiosa esta situación. Era una especie de racismo de blanco contra blanco descendiente también de portugués, pero venido desde América del Sur a esta exprovincia ultramarina, exportadora de esclavos a América.
Todo esto acontecía mientras en Sudáfrica, la potencia vecina, aún reinaba el apartheid. Mandela cumplía parte de sus veintisiete años de condena en la prisión de Robben Island. Dije curioso, ya que, durante mis seis años en Suecia, era frecuente poder constatar que, como extranjero, ya fuere latinoamericano, turco, griego, africano, o asiático, éramos catalogados como, cabezas negras, o svartkalle en sueco. Los nórdicos no hacían diferencia, para ellos, todos éramos iguales. Todos al mismo saco. Durante mis años en Suecia yo aún tenía cabello y bigote negro. Rápidamente uno entendía que debía evitar transitar en las noches de fin de semana por ciertas estaciones del Metro, como, por ejemplo, T-Centralen, o Slussen, para así evitar escenas desagradables, y ser insultado. En Suecia me hicieron entender que yo era negro. Mientras que, en Mozambique, mis colegas africanos me hacían sentir el blanco más blanco.
Producto de la guerra de desestabilización que Sudáfrica introdujo en Mozambique, había un gran desabastecimiento de comida en el país. Con un amigo italiano, Mario Soro, quien tenía un jeep, tomamos la decisión de hacer periódicamente un viaje para, al menos, comprar lo más básico. Esto requería cruzar la frontera hacia Sudáfrica o Suazilandia. Nos turnábamos para ir de compras. Viajar en jeep era la única manera de lograr cruzar ríos con puentes destruidos por la guerra.
Hacer estos viajes requería tener sangre fría, ya que se podía caer en una emboscada o ser raptado, en el mejor de los casos. Recuerdo que, en uno de los viajes a Sudáfrica, cuando ya conducía en su territorio, un letrero de bebidas de cola me hizo detener. Alcancé a frenar, y caminé hasta el negocio; al llegar vi que había dos puertas, cada una con su respectivo letrero. Una decía, entrada para blancos, la otra para negros. Yo, que en Mozambique era blanco, naturalmente entré por donde me correspondía. Un tremendo grito desde el mesón me hizo retroceder hasta la puerta. Finalmente, me vi cómodamente esperando en la fila de mis colegas de color.
En el negocio aquel, las dos entradas conducían al mismo mesón de atención, la diferencia era que, por el lado de los negros, había barandas que marcaban el camino para que esos parroquianos llegaran de a uno al mesón. Ese atardecer, una vez terminadas las compras, con mi esposa sueca nos fuimos a un lindo hotel en la cima de una bella colina de Nelspruit. Nuestro regreso a Maputo debía ser de día. Mientras mi mujer hacia el check-in, yo calmadamente descargaba nuestro equipaje. Cuando llegó a la recepción, alcancé a escuchar que la dama blanca que atendía, preguntaba: «¿dónde está su marido?» Mi esposa me miró y dijo, «este es mi marido». La recepcionista, rápidamente, devuelve los dos pasaportes diplomáticos y dice que yo no puedo alojarme en ese hotel. Después de una larga discusión explicándole que yo no era negro, que solamente estaba un poquito tostado no más, finalmente, pudimos dormir en la última pieza de un largo pasillo y con orden de no salir hasta el momento de mi temprana partida, al día siguiente.
Vivir en Mozambique no representaba un problema racial para mí. Creo que una gran diferencia entre los portugueses e ingleses en sus colonias en África, y que estimo, favorece a los lusitanos; es que ellos, al considerar esos territorios como provincias ultramarinas, enviaron hombres para administrar las tierras. Esta realidad permitió que esos portugueses, gente común, «más normales», no tuvieran inconveniente en tener relaciones con mujeres africanas. Esta realidad permitió el surgimiento de un gran número de ciudadanos mixtos, mulatos. Esto se repitió en todas las colonias portuguesas, situación que no se dio en los territorios ocupados por los ingleses. Ello permitía que uno, como blanco, no se sintiera acosado. El conflicto era más entre ellos. El mulato, por ser mitad hijo de blanco, se sentía con más derecho para acercarse al extranjero blanco. El mozambicano negro, incómodo con esto, ya que no consideraba al mulato un auténtico africano, sentía que a él le correspondía la amistad con el blanco. Uno se dejaba querer.
Gracias al triunfo de la independencia liderada por Samora Machel, en 1975, desaparece todo signo de apartheid en el país. Mozambique, libre e independiente, liderado por Samora, da apoyo a los movimientos de liberación que luchaban en la vecina Rhodesia (hoy Zimbabue). Esta solidaridad hizo que la poderosa Sudáfrica, en defensa de su apartheid, declarara a Mozambique su enemigo e iniciara una lucha para desestabilizarlo e impedir que se transformara en un ejemplo viable para la población negra de Sudáfrica. Todo este hostigamiento culminó el 19 de octubre de 1986, con el atentado sudafricano al avión presidencial y la muerte de Papá Samora, como era llamado por los niños y juventud mozambicana.
La muerte del héroe nacional nos lanzó a la calle a todos quienes trabajábamos en el Instituto Nacional de Cine, para registrar las diversas manifestaciones de protesta, de las diversas organizaciones de trabajadores, de mujeres, y el dolor de la gente común que no podía creer que Samora ya no estuviera. Filmamos cómo los jóvenes y gente en general, espontáneamente, realizaron acciones contra la sede comercial de Sudáfrica en Maputo.
Una vez revelado todo el material sobre los diferentes momentos de la tragedia, junto con Fernando Matavele, amigo y gran montajista, nos pusimos a visionar horas de material fílmico. Simultáneamente, pedí al cineasta y poeta José Cardoso, que escribiera un poema dedicado a Papá Samora; un poema que reflejara el sentir de los jóvenes por el padre de la nación. Yo dibujé un retrato de Samora que rápidamente se convirtió en el afiche del filme. Pasados unos días, salí nuevamente a filmar junto con el camarógrafo Juca Vicente, y el sonidista Valente Dimande, equipo con quienes ya habíamos realizados otros filmes y más tarde haríamos nuevos proyectos. Esta vez, entrevistamos a niños de la calle, a niños en sus escuelas, a estudiantes secundarios y universitarios. La idea era recoger las expresiones de dolor y amor que sentían por el padre muerto. El filme es un poema visual en el que surgen opiniones, juegos de niños, reflexiones de jóvenes en diferentes atmosferas. Las imágenes, el poema en off y la música, intentan transmitir el sentimiento colectivo de dolor, de tristeza y los sueños que provoca el legado del héroe Samora Machel. El filme fue exhibido en las salas de cine de Maputo y por la TV local.
Hace algunos años, vi nuevamente el filme Papá Samora, en el Mozambique del presente; fue durante el Festival de Cine Documental Dockanema 2011. Según me comentó Pedro Pimenta, director del festival, haber visto hoy el filme, le provocó una emoción que no había sentido en el pasado. Creo poder entender la razón de este sentimiento. El país ha cambiado enormemente, hoy tiene una política económica abierta, lo que conlleva algunas distorsiones y lo hace más frágil ante la irrupción de capitales foráneos y el creciente fenómeno de la corrupción.
Una luz de esperanza surge hoy en algunos miembros del gobierno de Mozambique que están empeñados en rescatar la figura y legado de Samora, como una forma de recuperar principios y valores originarios.
En mi último viaje a Mozambique, en 2018, mientras paseaba por Maputo, vi la nueva y enorme estatua de Samora Machel en un lugar privilegiado del centro de la capital. Pero la luz de esperanza que más anhelo ver es la desaparición del racismo. Mis experiencias vividas en Suecia, Mozambique y Sudáfrica, me dicen que no existen razas, solo existen miradas diferentes. Todo depende del dolor, del prejuicio o de la ignorancia con que se mire.