Hacerse hoy una pregunta de esta índole requiere una gran precaución a la hora de contestarla. Entre otras cosas, porque una pregunta lleva escondidos en su propia estructura lingüística otras muchas preguntas que conviene ir contestando, una a una, antes de poder atreverse a dar la respuesta final y definitiva a la pregunta principal.
(Salvador Castellote, «Historia de la antropología»)
Existimos en un universo de incertidumbre extrema, donde el espectro de catástrofes imprevistas se extiende desde que una piedra celestial —asteroide— impacte contra nuestra casa en la urbanización sin límites del cosmos, hasta el irrelevante suceso cotidiano de atasco del váter un mes después de no pagar el seguro porque no llegamos a fin de mes. Hay opciones más absurdas: el ataque de sed a quien, en medio de su bregar ilegal en el mar, trata de alcanzar la costa de la tierra prometida. O que el coronavirus elija nuestro cuerpo como residencia para hospedarse. Las posibilidades de encontrarnos con «la mala suerte», son incalculables. Y superan con creces, actualmente, a «la buena» —¡pero no en todos los casos, hay a quienes les va mejor!
¿Es «la intimidad» —«privacidad»— derecho humano? La respuesta es obvia, como la abundancia de discusiones que oímos y leemos sobre el tema, aunque no pueda decirse, por estar reconocido en notaría de la ONU, que «la Declaración» sea «Universal», todavía.
Artículo 12.
Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honro o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección contra tales injerencias o ataques.
Pero si pensamos un poco, nos damos cuenta de que ese «principio divino» y la «computación cuántica» —que aspira a ser «para todos» también—, no son compatibles. Entre ambas «herramientas del bienestar», hay «un conflicto de intereses económicos, éticos y morales».
¿Es posible pensar y creer, religiosa y científicamente, más allá de los límites éticos y morales, humanistas, que impone a los sapiens esta contemporaneidad —1989-2021? (desde la «caída del muro…» hasta el «ataque Cobit-19» (¡cuidado!, no confundir ese nombre propio con el acrónimo COBIT, que identifica a la Control Objectives for Information and Related Technology). Han sido tres décadas vividas sin aburrimiento, con espectáculos terroríficos reales, como «el de las Torres Gemelas cayendo», o económicos: «el crash financiero de 2008», que han acumulado más fama que otros cientos de noticias que emulan con tales hechos, pero aceptamos y consumimos como «series de televisión».
¿Qué «une y conecta» ideas, saberes, conceptos y actos (conocimiento todo contenido en las inteligencias humanas y en sus habilidades y experiencias para creer, pensar, crear y actuar —arsenal de armas con que respondemos a las alternativas ante las cuales «Azar nos coloca a cada vida particular», sea imprevisiblemente buena o inesperadamente mala)?
Otra pregunta: ¿qué supone la «nube de dogmas y preceptos global» —¡caos informativo y normativo!—, en la noosfera personal que cada sapiens debe gestionar para adaptarse al medio social donde ocurre su vida? ¡Estamos dotados solo con un estómago/cerebro para digerir todos esos saberes que nos alimentan! ¿Alcanza para digerirlos todos?
¿Cómo se integran y funcionan las preguntas anteriores en el «conectoma» que autogobierna nuestra inapreciable individualidad?
En todas las formas convivenciales humanas —las sociedades con que nos arropamos—, están presentes elementos, partes, células de «religiosidad» y «cientificidad». Bien adquiridas por herencia educativa del ascendente religioso del cual proceden —hayan sido o no laicalizadas o secularizadas—, o por crearlas los «patrones y tendencias propias de comportamiento del trabajo cognitivo racional» que realiza un cerebro particular.
¿Cómo Influye en mí la cantidad de «liquidez monetaria» que tengo en mi bolsillo, o la manera en que miro «a la linda esposa de mi vecino»? ¿Qué relación hay entre mi acuerdo con «la Teoría del Big Bang» y la actitud gástrico/ideológica con que disfruto comer carne de vacuno no artificial?
La cantidad de interrogantes posibles que podría formular, si pretendiera hacer inventario de todas las posibles, harían breve y sencillo el relato de Borges titulado El libro de arena, ¡donde no se puede saber cuál es el principio o cuál su final, ni hasta dónde pueden llevarnos las dudas que nos despierta escudriñar hasta el último rincón de la mente de un humano!
Pero si limito mi «perspectiva mental multidiversa» puedo concentrarme, «mirar, observar y comprender» más fácilmente la manera en que nos relacionamos entre nosotros. Y adquirir «versión entendible» de sus «constelaciones y vínculos elementales cognoscibles» con los cuales nos gobernamos.
Tal acto de constricción —limitación—, reduce el «número de incognoscibles» y concentra y optimiza la capacidad de entender cuál es la «nebulosa ética y moral que nos orienta en la vida»: los Mandamientos (tanto los que «obedecemos» como los que no —ambos exigidos por las poderosas «teologías universales» y «constituciones nacionales», o bien por otras miles de «normas de autoridad sucedáneas o propias». Todas ellas con un único propósito: adaptarnos al medio geográfico donde han florecido amparadas en un argumento, también sagrado: «cultura propia»).
Las «verdades morales y éticas». ¿Son «inmanentes» a la naturaleza física, genómica, del sapiens o «adquiridas» durante su domesticación —¡no teman usar esa simple palabra, seguramente su significado es más antiguo que el de «educación»!
He observado de cerca cómo nace y ocurre «la indignación» en mí. Y examinando las enérgicas causas que le dan vida a esa «forma especial» de mi sentir, me doy cuenta de que no son otra cosa que abstracciones jurisprudenciales compiladas en la moral y la ética con la que aprendí —¡mejor dicho, me enseñaron— a interpretar «señales buenas y malas» que me proporciona y me trata el entorno.
Y por más esfuerzo que hago para «pensar lo impensable» del porqué me indigna esa «indignación», sin que esas «ética y moral» decidan, antes, cómo debo hacerlo y me «indiquen» qué es lo que «debo» razonar y cuál es «la frontera» que no debo ni puedo traspasar, no logro desprenderme, quitar, separar, silenciar «las ordenes que tales mandamientos, incesantemente, me indican obedecer». Así, ensordecen lo que no puedo «ver», ni alcanzo a imaginarlo por y para mí mismo. Todo es opaco, oscuro, inexistente cuando llego a ese «momento» en que deseo ir más allá de lo que «ellos» me exigen: «no puedes permitirte creer, pensar, ni soñar eso». Si lo hiciera, «pecaría», «delinquiría», «me saltaría las normas». Todo lo que se propone mi mente cuando quiere traspasar «esa frontera con el más allá», está prohibido de ser producido por mi cerebro civilizado.
¿Es eso siempre bueno y para todos los «saberes» que aguardan ser descubiertos o inventados por la «curiosidad» de nuestra especie? No tengo respuesta para esa pregunta porque desconozco las consecuencias que tendría lograrlo. Obviamente, no me refiero a todos «los Mandamientos» pues reconozco las tres verdades indiscutibles que ellos anuncian: No matarás. No robarás. No mentirás.
La idea de ser «un ser», «una cosa», «un uno» como inicio de todo lo demás, es, quizá, la primera conexión que ocurre en el «pensar» de quienes «después» seremos humanos tras nacer y ser modelados por «esa forma». Sería demasiado audaz, formular «esta hipótesis» incluyendo a todas las especies del reino animal dotadas de «cabeza», pues tal «deducción/inclusión» complicaría muchísimo la exposición de la idea que, sin embargo, «conecta» con el «misterio de la domesticación de los animales». ¿Son domesticables todos, o solo algunos? ¿De qué depende? ¿La pregunta vale, también, para nuestra especie?
El razonamiento que nos lleva a pensar en «la unicidad del mundo creado», es enigma análogo al de cómo funciona la primera célula, el cigoto, de la que posteriormente seremos «el todo» que somos. Este «saber» es la raíz única e indivisible del que se deriva «todo lo demás» —tanto lo tangible como la suma de todo lo intocable que somos. Tal vez, esta concatenación de oraciones, podría explicar cómo fueron, son y serán dadas a luz todas las formas posibles del pensamiento religioso, pero no las del «científico». En este, «los hechos preceden a la evidencia y el discurso».
No se me ocurre mejor metáfora que exprese visualmente el conocimiento que un puzzle (palabra de origen inglés que no forma parte del diccionario de la Real Academia Española, RAE, que sí acepta el término «puzle», la que puede emplearse como sinónimo de rompecabezas). Y cuando jugamos a «armarlo» —en inglés to assemble—, se manifiestan claramente las dos alternativas básicas de que disponemos para encajar todas las piezas: «creer» o «no creer». Aunque siempre hay que «probar», «verificar», si lo que «identificamos como parte» se integra correctamente a la parte del «todo» al que restringimos, metódicamente, la solución de la adivinanza. Es alegoría casi perfecta que explica «cómo sobrevivimos».
Entender la verdad como significado de algo que alude a «lo absoluto» sin contrastarla con la realidad —en todas sus partes—, es «error» —¡extendidísimo, casi viral, en este tiempo donde circulan «copiosas verdades»! Tácticamente, es más adecuado, útil y provechoso asumir «la verdad» como «relatividad del conocimiento», lo cual hace inviable agotar todas las perspectivas y variables desde las cuales puede ser explicada «una cosa», «un hecho».
Ejemplo, en Física, la Teoría del multiverso —sean ella o él «la cosa» o «el hecho», «creados» o «provocados» por el ser humano, o incluso derivados de algunos de los «tangibles» o «intangibles» que este ha fabricado durante su evolución—, es, hasta que se demuestre «lo real» o «su contrario», «verdad relativa». Esta limitación del cerebro humano —¡a la vez también «ventaja»!—, es la principal basa que hace posible the news-lies —en español, «las noticias mentira». Todo lo que creemos y pensamos necesita ser «negociado» entre todos, aunque se oponga a ello «el falso mercado del conocimiento libre», donde la ignorancia nos roba la libertad.
Si una inteligencia artificial (una computadora, un robot, un androide) es capaz de un pensamiento complejo, de razón, de emoción, ¿en qué sentido se puede decir que tiene alma? ¿Cómo reacciona la religión tradicional ante una persona construida, a una distancia de los orígenes divinos, y cómo conciliar su papel en el orden metafísico? ¿Podemos hablar de salvación y condenación para los seres digitales? ¿Y hay alguna forma en que podamos evangelizar a los robots o convertir a las computadoras? Incluso para los secularistas y materialistas firmes, para quienes esas preguntas no tienen ningún sentido filosófico para los humanos, y mucho menos para las computadoras, que esto se convierta en un punto de inflamación teológico para los creyentes es algo que anticipar, ya que sin duda tendrá ramificaciones sociales, culturales y políticas masivas (Ed Simon, Machine in the Ghost).
La diferencia principal que habrá entre inteligencia humana e inteligencia artificial, cuando la segunda alcance su desarrollo tecnológico óptimo, será «la imperfección» de la primera. Entonces, el «valor del error humano» subirá exponencialmente en «la bolsa de valores cognitivos» hasta máximo que ningún otro producto, servicio, o capital financiero podrá superar.
Hoy, es día semejante y exactamente parecido a cualquiera de los 27,382 en que he existido. ¡Durará 24 horas! Y durante ellas haré «muchas cosas», muchísimas. Aunque solo recordaré de ellas esta, que estoy contándome a mí mismo porque «quiero» incluirla en este artículo, que escribo «a saltos de tiempo» y conexiones de mi mente sobre las que no poseo «ningún control», aunque intento ordenarlas con «estos juegos notariales de mi memoria». Así, creo su contenido. ¿Y cuál es ese contenido?
Confieso que ahora lo he olvidado, o al menos ha desaparecido en el laberinto, impenetrable, del locus que se mueve, yendo y viniendo de aquí para allá y de allá para acá, en mi mente. Pero puedo ofrecerles una pista de «cómo y con qué se relaciona».
Leía, más bien estudiaba, un artículo titulado «Científicos para la gente», donde se explica el siguiente asunto: ¿debe compartirse el conocimiento científico con quienes no lo son? Y, al llegar a cierta altura de lo que expone su autora, Deborah R. Coen, cuando narra lo que ella cree al respecto de lo que hizo el creador del experimento mental sobre la aparente paradoja de la superposición cuántica, conocida como «el gato de Schrödinger», leí lo siguiente:
Schrödinger insistió repetidamente durante la década de 1920 en que esta segunda y modesta forma de comunicación científica (la partidaria del sí) beneficiaba tanto a la ciencia como al público. ¿Qué sucede, preguntó, cuando un especialista debe explicarle a un profano por qué estudia lo que hace?
Intentarás defender la razón por la que estás interesado… Y te darás cuenta de que recién ahora, en tu discusión con tu colega, has llegado a aquellos aspectos del tema que están, por así decirlo, más cercanos a tu corazón.
¡Eureka!, acabo de recuperar «la idea perdida». Y puedo ahora, con claridad y nitidez exenta de cualquier ambigüedad semántica, científica, aunque no religiosa, volver a preguntarme: ¿qué relación, tangible, concreta, real, existe entre «Física cuántica», «pensamiento científico», «pensamiento religioso», y «ética» y «moral»?
En el conflicto entre pensamiento científico individual y tiempo de obsolescencia del sapiens —expectativas de vida—, la solución más eficaz no es la inteligencia, ni el talento. Es la voluntad de «sobrevivir» y el «trabajo en equipo». Sigue después, el reto de «convertir» esas dos «necesidades» en política práctica. En hechos. Propósito este que no puede alcanzarse mediante «bancos privados» ni «corporaciones internacionales», pues el fundamento gnoseológico de estos, es «ganar dinero» —¡lo cual también es muy difícil de lograr!
Guardo innumerables documentos/saberes en mi ordenador. Esa «papelería digital», está impresa en letras y figuras que no se destiñen, y contienen testimonios de «saberes, noticias, tratados», y cualquier otro dato que atrajo mi atención (semeja, un «almacén central de productos» de Amazon —¡donde puedes «comprar» cualquier mercancía imaginable!). ¿Cuál es la parte del puzle, rompecabezas, en que ellas deben encajar para completar La imagen total de lo que mi cerebro quiere «pintar», aunque no sabe exactamente qué es?
Para descubrir, entender, clasificar y ordenar «la evolución de la masa de seres vivos y la diversidad de sus formas, tipos, perfiles, identidades», el sapiens ha necesitado un tiempo, incalculado aún, de miles de años. Pero no fue sino hasta los últimos 5,000 —más exactamente los «500», al comienzo del llamado «Renacimiento»—, cuando comenzó realmente lo que actualmente llamamos «civilización». Pero esta tuvo que esperar hasta 1866 para que el «sacerdote agustino, científico, Gregor Mendel —admirador de Charles Darwin—», publicará el resultado de su «trabajo de huerto» —experimentación de mezclas de diferentes variedades de guisantes, chícharos o arvejas, que le permitió descubrir las llamadas Leyes de Mendel—, que, paradójicamente, no despertaron interés alguno en la aún joven comunidad científica decimonónica, estimulada entonces por «un capitalismo todavía adolescente», que, durante más de 30 años, ignoró el aporte del seglar, hasta que fueron redescubiertas en el primer quinquenio del siglo XX, bautizándose este saber particular con el nombre de «genética». Lo cual dio origen al campo de saberes que hoy, siglo y medio después, se ocupa del «saber» herencia genética.
Pero «hablando con propiedad y coherencia», solo ha sido en los últimos 20 años cuando ha ocurrido el «momento genético». Y puede decirse que hemos «comprendido» —¡todavía con limitaciones!—, cómo podríamos hacer un inventario completo del universo de cuerpos humanos vivientes y entenderlo en toda su diversidad (¡física, aunque todavía estemos lejos de pensar intentarlo en «lo ético y moral», donde estamos obligados a continuar usando las «antiguas herramientas» de los Mandamientos y las Leyes –divinas y civiles).
Colocado en esta perspectiva —mientras leo un artículo de Science—, e imaginando una analogía rústica y grosera de «esa evolución», sobreviene a mi cabeza una duda: ¿cuándo alcanzaremos a descifrar cómo evolucionan en nuestro cerebro las ideas religiosas, políticas y económicas, que facilitan «progresar» a nuestras mentes de sapiens transformados en «seres humanos»? ¿Cuáles fueron, son y serán las condiciones medio ambientales que influyeron, respaldan y condicionarán las formas y tipos de filosofías, partidos, estilos de gobierno —en resumen, «ideologías»—, que nos esperan cómo destino evolutivo de nuestra especie? ¿Qué sorpresas impensables al día de hoy, nos depara el encuentro con los faraones egipcios aún no desenterrados, el Santo Grial y el poder de saciar nuestra sed «bebiendo de la sangre del conocimiento» —la cual nos invitó a probar y nutrirnos de ella el milenario pensamiento religioso?
Esta «forma del pensar» —la cognición religiosa—, en la actualidad se siente asediada por el novus via sapientia —nuevo modo de discernir—, que representa el pensamiento científico, y no comprende aún el propósito principal de este: no es sustituir a su progenitor celestial sino, respetuosamente, hacerlo evolucionar a un nivel superior de su proverbial voluntad de mejorar «lo que somos».
Irene McMullin, profesora de filosofía en la Universidad de Essex en el Reino Unido, afirma que ninguna de las tres perspectivas posibles para enfrentarnos a un conflicto/problema/alternativa —Yo, Tú, Nosotros—, es siempre «la más adecuada» para encontrar el camino, «solución/acción», más correcto, útil y bueno.
A pesar del mejor esfuerzo de teóricos morales por simplificar el terreno ético al limitarnos a una única perspectiva del bien —una única fuente de afirmaciones normativas de las que somos responsables—, hacerlo invariablemente da como resultado una imagen de la vida humana que descuida algunos de los aspectos y las fuentes de valor que hacen buena una vida. Cada una de estas perspectivas normativas nos ofrece un conjunto de razones distintas que no pueden reducirse o traducirse a las otras sin borrar alguna característica esencial de nuestra vida moral.
Por mi parte, tengo la convicción de que algún día descubriremos que «la libertad de opinar y de producir discursos de señales» no es el único camino posible para «encontrar verdades». Y que, ni siquiera, sea la mejor fórmula para que nuestra especie alcance «el mejor bienestar posible para todos sus miembros». Pero sobre lo que aún tengo dudas es sobre si los sapiens tendremos la paciencia suficiente para esperar que ocurra el «momento milagro» y no pongamos en peligro el advenimiento de la lucidez global. ¿Es rentable el negocio de la moral y la ética tal y como la gestionamos hoy día?