Hay coincidencia de aniversarios y acontecimientos aparentemente lejanos, los cuales, para los especialistas, han aumentado su importancia en la actualidad y tienen directa relación con nuestras vidas. Por ejemplo, con el fin de la Guerra Fría, la caída del socialismo «real» y el impetuoso surgimiento de China como potencia mundial, disputando la supremacía nada menos que a los Estados Unidos.
El 25 de febrero se cumplieron 65 años del discurso de Nikita Jrushchov, secretario general del Partido Comunista de la antigua URSS, ante el XX Congreso en una sesión secreta; el secretario denunció los crímenes de Iósif Stalin (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili), dictador de Rusia desde 1922 hasta su muerte en 1953.
El texto completo del discurso que se pronunció ante los 5,000 delegados soviéticos al congreso, sin la presencia de la prensa ni de los delegados extranjeros, tuvo el nombre de «Acerca del culto a la personalidad y sus consecuencias»; al poco tiempo comenzó a circular por todo el mundo, aunque la versión completa de 46 páginas en ruso recién pudo conocerse en la URSS en 1989 durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov, 36 años después.
Ese discurso fue el primer paso de un proceso que cambiaría radicalmente el mundo, porque sin esa denuncia no se hubiera iniciado el desmantelamiento del aparato ideológico, económico, cultural, político y policial que sostuvo a la Unión Soviética; y nunca hubiera sido posible la Perestroika, la Glasnot, la posterior desaparición del socialismo «real» en toda Europa, Asia central, el Cáucaso y Mongolia.
Ese informe ya no aporta ninguna novedad, ha sido ampliado, multiplicado, interpretado y analizado al derecho y al revés con cientos de interpretaciones.
Partamos de la base que la denuncia de Jrushchov contra Stalin tuvo marchas y contramarchas, y que las huellas profundas dejadas por el dictador son todavía notables y no dejan de asombrar. Según una encuesta realizada entre el 21 y el 27 de marzo de 2019, por el prestigioso Centro Analítico Yuri Levada de estudios sociológicos, el 51% de los rusos ve hoy positivamente a Stalin: 41% lo respeta, 6% siente simpatía y 4% admiración. Más allá de las purgas y de las ejecuciones sumarias, muchos de quienes no las sufrieron directamente lo ven como el responsable de generar orden y tener el mérito principal en la victoria en la Segunda Guerra Mundial contra la Alemania nazi. Aunque esta sea una profunda falsedad histórica.
Jrushchov asumió el cargo de secretario general del PCUS el 3 de septiembre de 1953 y se mantuvo en el cargo hasta el 14 de octubre de 1964, cuando fue sustituido por Leonid Brézhnev (1964-1982). En sus 18 años al frente del PCUS no fue precisamente un promotor de reformas ni de democratizaciones ni cambios. No retornó al régimen de terror de Stalin, pero tampoco avanzó un proceso de revisión crítica y, si bien alimentó el «culto a la personalidad», no alcanzó los efectos patológicos de Stalin.
El famoso informe al XX Congreso depositó todas las culpas y responsabilidades en Stalin, en sus deformaciones, en su delirio de grandeza, en su falta de límites morales y en su ferocidad para mantenerse en el poder con la muerte, la tortura y la deportación de millones de personas, entre ellos la gran mayoría de los originales dirigentes de la Revolución de Octubre.
La historia posterior a la muerte de Stalin, la defenestración de Jrushchov, demuestra que aún con el enorme valor de esas denuncias nunca respondieron a una pregunta fundamental. ¿Por qué le fue posible a Stalin llegar a ese nivel de horror?
Si bien en el XX Congreso se leyeron cartas y mensajes de Wladimir Ilich Ulianov (Lenin), sin duda alguna el artífice teórico y político de la Revolución rusa, para denunciar la conducta de Stalin en sus inicios, es notorio que con eso solo no alcanza para explicar todo el proceso estalinista que duró 31 años.
Stalin ostentó durante más de tres décadas el dominio total, primero de la Unión Soviética y luego de todo el campo socialista. Eso fue posible porque previamente hubo una profunda deformación del pensamiento de Marx y en general del socialismo, con un aporte fundamental de Lenin. Su obra cumbre y fundamental —la más leída de toda su producción de 52 tomos es El Estado y la revolución— fue el soporte político e ideológico de la dictadura del proletariado y la escribió entre agosto y septiembre de 1917 mientras se encontraba en la clandestinidad en Finlandia.
Un episodio —que en la historiografía oficial comunista ha sido sepultado— fundamental para comprender todo el proceso posterior es la rebelión del Kronstadt en marzo de 1921. Hace ya un siglo fue aplastada y murieron más de 10,000 personas. El soviet local reclamaba cambios radicales, volviendo al poder de los soviets y no al dominio absoluto de un solo partido, el POSD bolchevique, y una serie de reivindicaciones democráticas y económicas. Ese levantamiento aplastado fue la base para el inicio de la nueva política económica. Pero la dictadura del proletariado fue totalmente la dictadura de los bolcheviques, de un solo partido, con Stalin a la cabeza.
Todas las posteriores fracturas entre los partidos comunistas y en las fuerzas socialistas fueron precisamente a partir de las definiciones de este texto; la propia creación de la Tercera Internacional en 1921 tenía como andamiaje principal la concepción de la dictadura del proletariado.
Stalin fue el intérprete a ultranza y patológico de esa concepción, comenzando dentro de las propias filas de su partido y proyectándola a toda la sociedad soviética y, luego, a los países socialistas de la postguerra. También es justo decir que, si Lenin no hubiera muerto en enero de 1924, las cosas hubieran sido muy diferentes.
La centralidad absoluta del Estado —como brazo ejecutor del partido, asumiendo la planificación, la ejecución y la propiedad de prácticamente todos los bienes de producción, las finanzas, el comercio, el campo, la industria, de la cultura, el arte, la ciencia y, naturalmente, las fuerzas coercitivas como la policía, los servicios secretos y las fuerzas armadas— fue tan feroz y absolutista como la violencia empleada para imponer estas condiciones. Se liquidó, prácticamente de manera total, toda actividad privada e independiente, incluso en el plano del arte y la producción cultural.
Cuando —con una sociedad soviética agotada, saturada— Gorbachov inició un proceso de cambios y apertura, ya era tarde y todo se derrumbó estrepitosamente. Se han cumplido 30 años del inicio del derrumbe. Andrei Grachev, analista político y periodista ruso, —que fuera asesor de Mijaíl Gorbachov y portavoz oficial del presidente de la URSS hasta su dimisión en diciembre de 1991— hace algunas consideraciones muy interesantes:
Según Gorbachov, la Perestroika comenzó como la «continuación de la Revolución de Octubre» pero, por el contrario, puso fin al experimento social sin precedentes de realizar en el enorme territorio de Rusia el utópico proyecto comunista lanzado por Lenin y los bolcheviques rusos 70 años antes.
Paradójicamente su proyecto era muy similar «al socialismo con rostro humano» impulsado por los comunistas de Checoslovaquia y aplastado por los tanques del Pacto de Varsovia en 1968.
La complejidad de su tarea se basaba en una ambigüedad: Gorbachov estaba obligado a destruir el sistema totalitario utilizando la única herramienta política que tenía a su disposición: el Estado unipartidario. Pero al haber comenzado como un intento de modernizar el arcaico sistema político, la Perestroika provocó rápidamente la resistencia y la oposición de las fuerzas conservadoras, preocupadas por la perspectiva de perder sus posiciones privilegiadas.
Las potencias occidentales se negaron a prestar una ayuda bastante ilusoria que pedía Gorbachov a su reforma económica y fue rechazada en las reuniones del G7 en Houston y Londres porque no era económicamente rentable, demostrando la pobreza de su pensamiento estratégico y político. Los G7 buscaban solo la capitulación y el hundimiento de la URSS. Concluye Grarchev en una visión demasiado optimista:
Desgraciadamente, tras la dimisión de Gorbachov, Rusia y Occidente no encontraron una salida común a la Guerra Fría y la terminaron no como socios, sino como rivales. En lugar de formar parte del «hogar europeo» común diseñado por Gorbachov, la Rusia postsoviética está siendo empujada a la periferia de la política mundial y observa con creciente resentimiento la competencia entre los principales actores mundiales por el reparto de la sucesión de la Unión Soviética.
Sin embargo, ni siquiera la actual imagen incierta y preocupante del panorama mundial debe considerarse motivo de pesimismo. El «fin de la historia» anunciado por Fukuyama no se ha producido y el triunfo mundial del modelo occidental de liberalismo parece tan ilusorio como la tierra prometida de la utopía comunista.
Pero China —que había tenido profundas diferencias con los soviéticos y no precisamente por su liberalismo— inició «la reforma y apertura económica» con un programa económico llamado «socialismo con características chinas» que se inició el 18 de diciembre de 1978 y fue dirigido por Deng Xiaoping. La meta de la reforma económica china era transformar a la economía planificada de China en una economía socialista de mercado. El programa se detuvo después de las protestas de Tiananmen en 1989 y se reanudó después de la llamada «inspección del sur de Deng Xiaoping» en 1992.
Por otro lado, con la expresión «renovación» se denominaron las reformas económicas iniciadas por Vietnam en 1986, que dieron origen al modelo llamado por las autoridades vietnamitas «economía de mercado orientada al socialismo». Corea del Norte —uno de los dos países que siguieron invocando el socialismo— mantuvo un régimen dictatorial y hereditario, muy similar al de Stalin; mientras que Cuba seguía un modelo económico y político muy similar al de la URSS, con la estatización total de la economía, que en la actualidad ya es considerado como un fracaso y obvia la necesidad de cambios muy profundos: dando lugar a 2,000 distintas actividades que pueden desarrollar los empresarios o profesionales privados.
Las explicaciones «históricas» de que Rusia —luego de la Revolución de Octubre— perpetuó el poder tradicional de un monarca soviético (un zar) con Stalin y de que China consolidó una dinastía que aseguró la existencia y el funcionamiento de un país con 86 nacionalidades diferentes son demasiado simples y son negadas por la propia historia actual.
El 2 de marzo de 1969 en la frontera sino-soviética, el choque de los dos gigantes comunistas (URSS y China) impactó con enorme fuerza a la izquierda en América Latina; en especial en los partidos comunistas, la falta de elaboración, de debate, de construcción de explicaciones críticas sobre este proceso es realmente asombrosa.
Tiene vigencia una frase de un general soviético durante las purgas de Stalin: «El pasado es impredecible».