He visto fotos y videos de lo que sucede en la Araucanía, al sur de Chile. Incendios de casa, robos de cosecha, un problema serio de no fácil solución. La población autóctona percibe a los nuevos dueños de la tierra como usurpadores y, estos últimos, a los primeros, como sus enemigos de siempre con todos los prejuicios y odio que esto implica.
En Chile, los mapuches han sido privados de sus tierras y derechos. Han sido humillados y marginalizados. Han sido perseguidos y vejados por siglos. Sus tierras fueron expropiadas y dadas a emigrantes blancos en un fraude que nunca ha sido aclarado. Los antiguos dueños de la tierra no tenían documentos ni escrituras de sus posesiones y, para los nuevos, la misma tierra no era de nadie. Este es un ultraje centenario que ha pasado de generación en generación; todavía sentimos sus ecos en nuevas protestas y luchas que frente a la ley de los ocupantes no ha lugar. La policía sigue instrucciones de las alturas gubernamentales y reprime con violencia la presencia y manifestaciones de los comuneros; a menudo vemos un mapuche —vestido en sus trajes tradicionales— ser golpeado por otro mapuche en uniforme. Así se reproducen los viejos pleitos entre conquistador y conquistado, el primero busca la sumisión o aniquilación del segundo y este último la defensa de sus identidad, tierra, lengua y tradiciones.
Este problema se ha visto y vivido en muchos países; la única posible salida es reconocer la autonomía y la autodeterminación al pueblo mapuche con acuerdos bilaterales que sean respetados y que además garanticen el respeto reciproco, la paz y la convivencia. Este es un sentido de justicia y reconocimiento que jamás ha existido y que tiene que ser creado. Un país es tal solo si sabe reconciliarse con su pasado, y su estabilidad interna será siempre inversamente proporcional a los conflictos que encierra y definen el drama. Chile es una nación construida sobre las cenizas de otra nación o de una parte de ella, donde los vencedores han triunfado con la violencia y la muerte, gobernando sin reconocer al otro que, en realidad y por desgracia, es una mayoría anónima que los sustenta.
Es difícil saber exactamente qué es lo que está pasando. La información se mezcla con rumores y los problemas son complejos y converge en ello cientos de años de historia y desinformación. ¿Quiénes son los comuneros que queman las casas y roban las cosechas? Son mapuches, algunos mapuches o grupos completamente desvinculados con los problemas de los pueblos autóctonos. Después, cuando se habla de droga y extranjeros, el objetivo es criminalizar y exacerbar la situación, justificando toda forma de violencia. Pero sabemos la violencia no lleva a ninguna parte y hay que rechazarla de antemano, refutando también los prejuicios y parte de la historia como ha sido contada por los vencedores de una guerra sin ganador.
Es necesario distinguir entre varios casos e incidentes, algunos individuos y una comunidad de cientos de miles de personas. La responsabilidad legal es siempre individual y no de grupo; para criminalizar hay que tener pruebas ciertas. Los medios de información no son objetivos y la información no es suficiente para emitir juicios, y lo que sabemos es que históricamente el pueblo mapuche ha sido sometido a toda clase de vejaciones y en esto el Estado chileno tiene una enorme responsabilidad. La violencia de la represión, junto con todos los prejuicios, no hace más que repetirla y perpetuarla sin resolver los problemas.
En Chile habría que salirse de sí mismo para mirarse desde arriba y de lado para entender, de una vez por todas, que la estrechez mental que sustenta el sistema con sus falsas narraciones tiene que ser sustituida por un cambio y diálogo que reconstruya la identidad e historia nacional. La discusión sobre una posible nueva Constitución tendría que incluir estas premisas para romper de una vez con la insostenibilidad negacionista del pasado que no reconoce sus víctimas.