Nada parecía alterar la calma en la tranquila y acogedora localidad de Aurora, New Hampshire, hasta que la sorprendente aparición de unos restos humanos entre las orquídeas del jardín de Harry Quebert puso en jaque a toda la población. El prestigioso escritor, dueño de la propiedad, fue detenido y acusado del asesinato de la joven Nora Kellergan, vista por última vez treinta años atrás, cuando contaba solo con quince, con la que mantenía un idilio secreto, pese a que ya entonces él era un hombre maduro. Para ayudarle a salir del embrollo, aparece su antiguo amigo y discípulo, el también escritor Marcus Goldman, que tratará de buscar al verdadero responsable, a la vez que descubre que, aunque su mentor quizás no sea un asesino, sin duda, sí es un fraude.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es la aplaudida ópera prima del jovencísimo Jöel Dicker, un sueco bastante guapo de cara, que comenzó a sentir interés por las letras a una edad precoz. Basándome en la propia experiencia personal, la obra en cuestión te atrapa sin remedio como pocos libros lo hacen, te mantiene sujeto, retenido con invisibles ataduras, ausente del mundo exterior, ajeno a los otros, haciendo que contengas la respiración en cada página, deseoso de llegar al final y, a su vez, de que no se acabe nunca; devoras las páginas sin apenas pestañear, preso de las violentas sacudidas que azotan tu persona con cada giro inesperado de la acción. Desde el punto de vista técnico, el libro está bien escrito, el argumento bien elaborado (quizás alguna pequeña parte podría ser suprimida, pero que no empaña el resto), es imprevisible, los personajes están bien construidos, la trama es muy potente, capaz de mantener el interés del lector hasta el final sin perder por el camino la emoción que lo invade y el final es inesperado.
Tras el éxito cosechado, se quiso dar forma a la historia y cara a los personajes llevándolo a la pequeña pantalla. Del resultado final cabe reseñar el papel del protagonista, que muy acertadamente representó Patrick Dempsey. Si ya nos había encantado como el adolescente venido a menos que pretende conquistar a la popular Cyndi Mancini en No puedes comprar mi amor, muchos años más tarde sigue haciendo que nos tiemblen las piernas interpretando a un médico madurito que lucha por salvar vidas, con esa sonrisa pícara y seductora que le caracteriza.
Y es que descubrir a Jöel Dicker fue todo un acontecimiento. Por eso resultó imposible perder de vista su rastro, con el deseo de atesorar para siempre el entusiasmo que había despertado a borbotones esta primera novela. Lejos de satisfacer mis esperanzas, lo que hallé tenía más parecido con el pasto seco, la maleza sin desbrozar que con el destello mágico que se había posado en mi interior, acerca del cual ahora me preguntaba si no sería un vago espejismo. Irremediablemente, no pude sino dejarme caer en el pozo infinito de la decepción.
El libro de los Baltimore resulta pretencioso hasta límites indescriptibles. El autor, por boca del ya familiar Marcus Goldman, teje la historia en torno a una familia (la familia del narrador) a la que, resumiéndolo mucho, todo le va bien elevado a la enésima potencia (guapos, ricos, felices, con éxito y todo el dinero y las mejores posesiones del mundo), siempre en contraposición a la otra parte de la familia, donde todo es mediocre. Hasta que, de repente, tienen lugar una serie de desgracias concatenadas que hacen que la familia Baltimore se destruya por completo (muerte, cárcel, enfermedad, bancarrota). La trama está poco o muy poco elaborada, carece del más mínimo interés, los personajes son planos, el argumento inverosímil y el amago de «historia de amor» insustancial. Pero lo peor de todo es que al autor le pareció lo más oportuno manifestar tantas simplezas en algo más de quinientas páginas, para desgracia de los que tienen por costumbre llegar al final.
La desaparición de Stephanie Mailer arranca con las pesquisas de una periodista que pretende desenterrar un antiguo crimen ante su sospecha fundada de que el autor sigue libre. Las primeras páginas pueden entusiasmar a cualquier amante del género negro, pero rápidamente comienzan a aparecer elementos insulsos muy poco afortunados que irán ocupando mayor protagonismo a medida que avanza la obra, hasta el punto de convertirse en una maraña del absurdo que, sin embargo, el autor parece resolver con regocijo por la buena gestión de su empresa. Con miedo por la osadía de la comparación y guardando con mucho cuidado las distancias, no recuerdo un final que me dejase tan perpleja desde lo de Laura Palmer. Sorprende por lo ridículo y disparatado.
Dándole vueltas a este asunto, sin querer, aflora en mi mente el recuerdo de algunos títulos, El ladrón de palabras y La buena esposa, dos películas con un factor común: el escritor frustrado al que las musas se olvidan de visitar, pero que el destino pone en bandeja la ocasión perfecta para alcanzar el triunfo, que no es sino el argumento del caso Quebert.
Tras estas últimas experiencias, no he hallado el valor suficiente para seguir ahondando en la obra de este autor, del que ya solo conservo un leve destello que se difumina como el recuerdo de un verano en la adolescencia. No obstante, una pregunta resuena sin parar en mi cabeza: ¿quién eres, Jöel Dicker?