Si ya en el siglo III a.C. el gran poeta Virgilio describió en su Georgicas: «huye entretanto, huye irreparablemente el tiempo», el siglo XXI nos lo sigue corroborando. Con todos los avances técnicos, viviendo quizá en la sociedad más globalizada de toda la historia del ser humano en el planeta, de repente nos damos cuenta de que no somos inmortales y que la vida es mucho más breve de lo que parece.
Para empezar, para la sociedad hiperconsumista en la que vivimos que está diseñada y enfocada a la productividad, en la eficiencia y en la juventud; el ámbito de la muerte y de la vejez es un tabú. Todo o casi todo el mundo que haya tenido a alguna persona cercana viviendo la última etapa de su vida sabrá a lo que me refiero: la decadencia física, la fragilidad, la dependencia. Nos pasamos nuestros mejores años aprendiendo a forjar un carácter, a utilizar nuestra libertad, a ser responsables de nuestros actos para, de un plumazo, volvernos auténticos niños. Solo que los niños crecen, son una promesa de futuro, mientras que los ancianos solo tienen cierta la promesa de un final más o menos cercano.
Morir es nacer al revés, puedo decirlo tras haber visto a una de las personas más especiales que he conocido y sin duda de las que más me ha marcado en mi vida —mi abuela materna África— que nos dejó apaciblemente en un sueño. Tranquila, en casa y rodeada de quienes más la quisieron. Sin embargo, esta circunstancia no es tan común en el mundo de hoy en el que las múltiples responsabilidades, y también el deseo de aprovechar al máximo el tiempo que tenemos, nos hacen apartarnos de aquello que es incómodo, que nos ocupa el tiempo sin proporcionarnos una recompensa a cambio. Tampoco controlamos del todo cuándo llega el final de la obra, simplemente llega.
El tiempo es una variable muy compleja que se resiste siempre a nuestro control. Podemos decidir cómo pasarlo, desesperándonos o quemándolo cuando pasamos una mala etapa y queriendo detenerlo en un simple instante de felicidad; de esos nunca hay suficientes. Pero aunque hemos ido desarrollando, con el tiempo, instrumentos precisos y casi mágicos para medirlo, invito a todo el mundo a visitar el museo Patek Philippe en Ginebra donde verán todos los oficios necesarios para crear el arte relojero. No hemos sido capaces aún de dominarlo verdaderamente. Puede que no sea nuestro objetivo o misión en la vida dominarlo, pero sí lo es experimentarlo conscientemente sabiendo que lo importante está pasando ahora mismo.
Puede que lleguemos a conseguir nuestros sueños, pero para llegar a ellos hay que trabajar desde el presente. El pasado nos cuenta un relato que puede ralentizar o disfrazar de ensoñaciones sin sustento nuestro presente, cambiándolo por un pasado idealizado. El futuro es un tiempo lleno de esperanza, pero no existe aún. Es un simple plan trazado en nuestra mente que puede cambiar por multitud de variables. Lo único que tenemos es el presente, que debemos llenar de todo aquello que nos haga crecer como seres humanos, que nos haga avanzar en nuestro camino. Así, el tiempo seguirá huyendo pero de una forma mucho más enriquecedora y consciente.