Martín Buber escribió en 1923 un libro memorable: Yo y Tú. Sostenía que las palabras fundamentales del lenguaje no son vocablos aislados, sino pares de vocablos. Una de esas palabras primordiales es el par de vocablos: «Yo-Tú». Otro vocablo, contrapuesto, es el par: «Yo-Ello». Las palabras primordiales no significan cosas, sino que indican relaciones.
Esas palabras primordiales, dice Buber, son pronunciadas desde el Ser. El Yo-Tú siempre implica alteridad, relación y reconocimiento del otro. En cambio, el Yo-Ello se dirige a las cosas y erosiona al otro como tal, cosificándolo como un objeto más. La conclusión de Buber es que toda vida verdadera es encuentro; el hombre es relación.
De manera que hay dos modos constitutivos en que el yo se relaciona: con el otro y con el ello. La relación Yo-Tú es extraordinaria, se mueve en el marco del yo eterno; el yo deja de estar centrado en sí mismo y trasciende hacia el otro o hacia lo divino. Son relaciones exclusivas, de encuentro, fuera del tiempo, es la exclusividad de lo amado, del amor.
La relación Yo-Ello, es ordinaria, cotidiana, la forma en que nos relacionamos con los objetos, con la naturaleza, con otras personas y hasta con Dios, pero siempre desde el mundo de la experiencia, centrados en nuestro ego y funcional a nuestros intereses. Buber culmina admitiendo: el hombre no puede vivir sin relacionarse con el ello. Pero solo con el ello no se humaniza, no es un hombre. Únicamente el Yo-Tú lo humaniza, lo relaciona con el otro y con lo sagrado, a través del amor.
La posmodernidad tiende a imponer las relaciones Yo-Ello como dominantes y homogenizantes de la sociedad. En tiempos recientes se ha proclamado, con frecuencia, la declinación del amor. Se piensa que hoy el amor perece por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, nos es posible el amor sólido, duradero.
También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Se atribuye este enfriamiento a la racionalización del amor y a la ampliación de las tecnologías de elección (las relaciones virtuales). Pero estas teorías sociológicas desconocen que hoy existe una plaga que ataca al amor más que la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas de elección.
No solo el exceso de oferta de «otros» conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del «otro». Esto ocurre en todos los ámbitos de la vida y va unido a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. El hecho de que el otro «desaparezca» es un fenómeno dramático, pero se trata de un proceso que progresa sin que muchos lo adviertan.
Vivimos en una sociedad que se vuelve cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio hace una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus propios límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de reconocer al otro en su alteridad. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.
El amor se positiva hoy como sexualidad, que está sometida, a su vez, al dictado del rendimiento. El sexo es rendimiento. La sensualidad es un capital que hay que aumentar. El cuerpo con su valor de exposición equivale a una mercancía. El otro es sexualizado como objeto excitante. Es imposible amar al otro despojado de su alteridad, solo se lo puede consumir.
En este sentido, el otro ya no es una persona, pues ha sido fragmentado en objetos sexuales parciales. No hay ninguna personalidad sexual. Si el otro es percibido como objeto sexual se erosiona aquella «distancia originaria» que, según Buber, es el principio del ser humano y constituye la condición esencial de la alteridad. La «distancia originaria» impide cosificar al otro como un objeto, como un «ello». El otro como objeto sexual ya no es un «Tú». Ya no es posible ninguna relación con él.
El amor se positiva hoy para convertirse en una fórmula de disfrute. Debe engendrar, antes que cualquier otra cosa, sentimientos agradables. No es una acción, una pasión, ni una narración, ni un drama. Es apenas una emoción y una excitación sin consecuencias. Está libre del dolor, de la herida, de la ausencia o de caer en el amor.
Caer en el amor, enamorarse, sería ya demasiado negativo. La paradoja es que esa negatividad es lo que constituye el amor. Como dice Levinas: «El amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es imposible de racionalizar, nos invade, nos hiere».
La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible («¡sí se puede!»), todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión. Los amantes posmodernos adoran el deporte y la vida sana, porque hasta la sexualidad ha de someterse al mandato de la salud. Este tipo de «amor» es producto de una sociedad que funciona como una máquina de crear deseo, búsqueda y consumo.
Los sujetos «deseantes» no pueden esperar, en la medida en que todo es necesidad, placer y satisfacción, se suprime el deseo dirigido al «ausente», que no puede consumirse instantáneamente.
Algunos opinan que el amor se «feminiza» en la medida que se procura ajustarlo a los adjetivos: agradable, cómodo, tranquilo, dulce o tierno. Yo no comparto esa opinión. Más bien como ocurre en la posmodernidad con todos los ámbitos de la vida, se le ha «domesticado» para convertirlo en una fórmula de consumo, sin riesgo de compromiso, sin exceso ni locura.
El sufrimiento y la pasión dejan paso a momentos placenteros y a excitaciones sin consecuencias. Estamos en el tiempo del sexo de ocasión y distensión. Esa sexualidad hace que el amor se atrofie, como un objeto de consumo y de cálculo hedonista. El deseo del otro es suplantado por el confort de lo igual. Al amor de hoy le falta toda trascendencia y espiritualidad.
Aunque el tema da para más, quiero concluir citando a Hegel. El sujeto actual del rendimiento y, en el caso del amor: el rendimiento sexual, se parece al esclavo hegeliano. Si bien no trabaja para el amo, se explota a sí mismo.
En el tema del amor Hegel es receptivo de la alteridad como ningún otro pensador. La idea absoluta en Hegel significaba sobre todo «amor». Afirma: «En el amor, bajo el aspecto del contenido, se dan los momentos que hemos aducido como concepto fundamental del Espíritu Absoluto: el retorno reconciliado desde su Otro a Sí mismo». En otras palabras, la verdadera esencia del amor consiste en renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí, para concluir en la mismidad del otro.