No hay circunstancias en las que podamos decir: «Lo siento, no puedo ir ahora, estoy ocupado hablando solo».
(Erving Goffman, «Forms of Talk», 1981. Citado por Nana Ariel en «Hablar solo consigo mismo es una tecnología para pensar», 2020)
Mi deseo de saber por qué estoy aquí y para qué, es parte de mi curiosidad que trasciende como la satisfago pensando religiosa o científicamente.
(Yo, hablando solo conmigo mismo)
Entre las muchas expectativas que produce mi «cabeza», «mente», «cerebro» o «yo» —escojan cuál de esas palabras les informan mejor de dónde «vienen» las que están leyendo—, cuando las imagina (empecé, «empezamos», a desarrollar esta habilidad de «hablar consigo mismo» oralmente después de los 3 años de vida), hay una en particular que supuse alguna vez —no recuerdo cuándo—, y que me preocupaba muchísimo: encontrar alguien capaz de entender, con plenitud y en su totalidad, lo que digo y siento. Pero, finalmente, he podido expulsarla de la lista de cosas a las que dedico mi interés. Es —¡o tiene muchas probabilidades de serlo!—, el equívoco, la falsedad, el error más grande que cometí cuando alcancé, «alcanzamos», el «nivel de ser humano» que facilita —¡nos facilita!— la palabra.
No afirmo que «eso» sucede a todas y cada una de las criaturas de nuestra especie que han existido antes, ni a las que aún son parte de la humanidad viva. Tampoco presupongo será así en los sapiens que aguardan en nuestros órganos genitales —vaginas, testículos o probetas de inseminación artificial—, para nacer. Pero sí repito, sin temor o miedo a mentir o equivocarme, que yo esperé «ese encuentro con ella, él —¡o él/ella, epiceno!—, durante más de 70 años.
¡Desgraciada o afortunadamente —no lo sé—, «el milagro» no ocurrió! Y no me arriesgo a decir que, de haber sido «un hecho» antes de terminar yo de vivir, pudo o podría ser algo «malo», «bueno», «intrascendente», o simplemente «inútil» o «innecesario» —considerado con relación al propósito que me animó cuando me exigí a mí mismo ese «sueño». ¡Ojo, no emparenten esta declaración con lo qué piensen o crean sobre «el amor» —sea a sus progenitores, sus hijos, su pareja, la humanidad o el dios o la verdad con que te sientes protegido! ¡Solo intento decir —me y les— «una cosa» sobre la comunicación entre nosotros, humanos, desde «una perspectiva diferente»!
Los sapiens tenemos morfo-fisionomía semejante, que no se relaciona con modelos o patrones de «belleza y fealdad», creados por culturas locales o transnacionales: nos reconocemos entre nosotros (aún con el cuerpo disfrazado —sea por frio, calor o moda), en una diferencia principal, única, que nos cataloga en dos tipos básicos: hembra y macho —en español es común usar, también, términos como mujer y varón.
Esa síntesis binaria no excluye otras «taxonomías», las consideradas visibles o no y las «sin y con sesgos ideológicos» —como alto y ancho, pigmentación de piel, “olor de pelo y ojos, prototipos psicológicos, perfiles de género, sexy o no atractivo, de derechas o izquierdas y otros taxones. Pero, cuando sumamos características y peculiaridades a aquellas dos palabras mágicas, sea para precisar más «lo físico» o atribuir «perfil psicológico», o las vinculamos a otros aspectos como el de «forma» en que se organizan económica, social y políticamente para convivir, provocamos saltos cognitivos en nuestro «saber privado general»: cambios.
En narrativas con «perspectiva histórica», suele decirse que el cambio más notable y significativo (comparada «la actualidad en que existimos» con «lo pasado» —¡no de cada humano en individual, sino como conjunto de la especie!), ocurrió a partir del siglo XIX. Sucedió entonces que «la masa cuantitativa de sapiens» comenzó a crecer aceleradamente, en contraste con cómo lo había hecho en los últimos 1+X siglos. Pasamos de ser 1,000 millones de habitantes en la Tierra en 1800 a más de 7,800,000 millones en este 2021 (¡en apenas 220 años! —son cifras aproximadas por ser «datos» muy difíciles de obtener). Este crecimiento brusco —bueno, relativamente—, ha hecho más aguda y compleja no solo la intensa y desgarradora confrontación y competencia de épocas anteriores para conquistar «el poder de gobernar», sino también otro propósito que siempre le acompaña: saber quién lo hace mejor.
En ese escenario, a partir del XIX, homosexualidad, lesbianismo y otras formas de comportamiento sexual consideradas «perversas» por entonces —sabemos quién las califica todavía así—, comenzaron a «sonar» con frecuencia, en el «ámbito del conocimiento científico» —¡aunque estaban secularizadas por el «saber popular» desde siglos y siglos anteriores!. Y en esta centuria, colonizada por «la Revolución Industrial» y su necesidad de ser apoyada para mejorar las condiciones de reproducción de nuestra especie —hubo también otras muchas razones menos «solidarias» y totalmente carentes de «altruismo»—, aquel «ruido» logró apenas «sembrar» una semilla insignificante.
Pero ambos apetitos —«producir más y mejor» y «sentirme mejor sexualmente con quién soy realmente»—, continuaron aumentando su confrontación socio/política/económica/religiosa a lo largo del siglo XX. Y ahora, en este XXI, asistimos a la guerra entre ellos, con lo cual se ha creado «nivel nuevo de contradicción» entre religión y ciencia. «La ideología de género», como la califican y aprecian, particularmente, «partidarios del cristianismo» y otras teorías del creer.
Ella —esa «ideología»—, es, en mi opinión, hija bastarda —nacida fuera del matrimonio—, de la conscupiscencia entre economía del capital y principios éticos/morales religiosos (¡al menos en Occidente! —en la Asia actual, por ejemplo en China, el conflicto se revela con otras palabras: economía del socialismo y principios del partido— ¡este, de cierta manera, continua usando pautas ancestrales del «pensamiento religioso» exigidos o impuestos por «las iglesias»— …¡pero claro, hay matices, en India, Corea del Norte, Indonesia, Australia, Japón, etc.!).
Cuando un sapiens, en el proceso evolutivo para ganar su humanización y obtener el «certificado de aprendizaje» (con el apoyo del lenguaje verbal —discreto), genera y desarrolla para «sí mismo» —por necesidad instintiva intrínseca de sentirse «seguro», «protegido», «a salvo»—, conexiones neuronales que le confirmen el reconocimiento correcto y exacto del significado de palabras que le «garanticen» saber cuál es la conducta apropiada con que «debe actuar» el cuerpo donde existe su «yo».
Ello ocurre mediante la maquinaria de su cerebro, y los miles de «mensajes sinápticos» que facilitan los axones al trabajo neuronal para que usemos nuestros instintos de sobrevivencia propios, aun cuando estos sean incomprensibles para el sí mismo de ella y él.
Darse cuenta de «qué y dónde» hay peligro es parte de la docencia que recibimos de quienes nos cuidan, educan y dan su «primera forma» al «ecosistema del yo» (con esta frase, significo e identifico, un subsistema biopsicológico descubierto en «mi mismo»), con el cual ando, andamos, y recorro, recorremos los numerosísimos caminos que me, nos, ofrece la vida social autónoma de que disfruto, disfrutamos —¡y de la cual, a veces, me/nos lamentamos!—, mientras crecí, crecimos, para y hasta alcanzar la adultez.
Esa etapa experiencial del sapiens, «adultez», no comienza con plena y perfecta «forma de dialogo consigo mismo». Es habilidad que se perfecciona, paralelamente a la formación de la consciencia, hasta alcanzar grado aceptable y posible de plenitud. Y, en su comienzo, es holística, total, propiciada por las capacidades de los «sentidos» con que «llegamos al mundo» —¡como los animales que somos! Y esos «sentidos», se «agudizan» y ganan perfección en la medida en que crece nuestra experiencia y el vocabulario de que disponemos para «nombrar y contarnos», conversando «conmigo mismo», la realidad dentro de la cual «vivimos»: esa «novela de mi vida», generalmente, la más «interesante y amena» que se «escribe sobre el papel de la mente», creando «nuestra memoria personal». Y mientras más se aprende a gestionar mi/su/nuestra lengua natal y «otros idiomas/lenguajes» extranjeros, más amplia e interesante es.
Entender «ese proceso esencial», del que la ciencia todavía desconoce los detalles más sutiles de cómo funciona mediante la «fisiológica del cerebro sapiens» es lo que se me ocurre definir con el nombre de «ecosistema del yo». Es decir, «espacio/tiempo específico» dentro del cual cada ser humano construye su existencia particular —¡¿«privada» y «pública»?!
El quid de esta cuestión no está solo en «entender y empatizar con los demás». Lo cual —para mí—, es «conocimiento incompleto», que logra sentido solamente cuando «te conoces a ti mismo».
¡Pero eso lo dijo un griego hace más de 23 siglos! Aunque no dejó escrito nada sobre «por qué y cómo» pensaba, o creía, lo que creía y pensaba: ¡Sócrates! Otro griego, Platón y algunos pandilleros más de la filosofía —considerados fundadores de ese «saber»—, lo interpretaron y nos contaron —¡ahora sí en «blanco y negro» y con sus palabras propias—, qué había sucedido en el ecosistema del yo de aquel padre de los sabios. Pero cuando leo esos «testimonios», yo me siento más cercano a «sus razonamientos» desconfiando, que confiando en lo que dicen dijo. ¿Por qué? Porque mi «naturaleza de sapiens actual», se inclina más fácilmente a lo primero que a lo segundo. ¿Por qué? Porque dispongo de más «información contradictoria» de la que ellos tenían que «procesar para elegir cuál era la más próxima a la real».
Saber cómo funciona ese «misterio» —ecosistema del yo—, completaría y produciría beneficio enorme para la salud y preservación de nuestra especie, además de ahorrarle sufrimientos y desigualdades pandémicas dentro de las cuales permanecemos todavía enjaulados. Y, si todos alcanzáramos ese «saber», coronaríamos la cordillera de enigmas que se propuso escalar, hace más de siglo y medio, un miembro peculiar de nuestro grupo animal, quien se preguntó y descifro buena parte de la pregunta «¿De dónde venimos?», pregunta que se hicieron antes que él «otros animales»: Charles Darwin (¡que Dios lo tenga en la gloria!).
Todos los saberes el sapiens los «compra» mediante un solo verbo: comparar. Y aunque algunas «recomendaciones» —religiosas, políticas, artísticas y hasta científicas—, proponen evitar hacerlo, a veces (¡para que sean «más objetivos», «veraces», «exactos», etc., cómo si hacerlo entre «cosas tangibles» no fuera correcto, y hasta hacerlo con «intangibles» no fuese posible, pero lo hacemos!), lo imposible de negar, en cualquier «sistema de aprendizaje», es que «ningún sistema o método» para producir conocimiento y saber puede evitar «contrastar esto con aquello». Y con esta «verdad» —¡es solo certeza mía!—, tropezamos con el muro de «la estadística».
¿Cuándo apareció, se inventó, se descubrió, o dicho al «estilo bíblico/darwiniano», nació lo que es en sí mismo capaz de pensar, saber, recordar, actuar y tener movimiento independiente?
Mientras mejor y con más detalles conocemos las emociones y sentimientos que «manejan» nuestro comportamiento y las acciones con que las acompañamos, menos poder tienen, sobre el ecosistema del yo, los «espíritus» y con mayor eficiencia y utilidad puede disfrutarse lo que produce felicidad y confort en y para sí mismo —en resumen, «seguridad» y «placer». Esa gestión smart —inteligente— del yo, también hace más eficiente el mecanismo neuronal que produce «su razón», o lo que es casi lo mismo: el modo en que se hace óptimo su pensamiento científico, que convive y comparte poder (¡unas veces en armonía y otras en desacuerdo!) con su pensamiento mágico, en ese lugar impensado al que llamo ecosistema del yo.
¿En qué momento fabricó esta «idea/concepto» mi pensamiento? «Momento» es palabra usada en múltiples contextos de saberes. Entre ellos, la física, matemáticas, economía, política, sexualidad…et al. Y sí, todas las «cadenas de concatenaciones» que convergieron «antes» en mí para llevarme a conectar/crear esta «idea», no fueron solo «científicas», también contribuyeron —¡y lo siguen haciendo!—, mi pensamiento mágico/religioso. Pero «ahora» —en este futuro de mi pasado—, no recuerdo, ni podría narrar, con exactitud y precisión, exenta de alteraciones, equívocos y errores, cómo cada movimiento, desplazamiento, acción, que hizo mi cuerpo y mensajes que recibió mi cerebro —leídos, vistos, o de la voz de quien o quienes me acompañaban, en «aquel tiempo»—, provocaron «eso», lo que pensé y sentí como «algo relevante» (o sea, unión de palabras que me decían, informaban, sobre «algo» desconocido para mí).
En el sapiens, hay un cierto fervor personal hacia sí mismo, que subordina sus capacidades «intelectuales» y «emocionales» —¡no me gusta «separarlas», pero así está «establecido»!—, a confirmar que él/ella es «alguien irrepetible», aun cuando sabe, simultáneamente, que es una copia más de los miembros de la especie a que pertenece. Este conflicto de, el de «ser», se aprende y reconoce solo cuando alcanzamos a «sentir el conocimiento», lo cual es el único fundamento sobre el cual cobra valor la sensación/sentimiento de «libertad», esa «tontería» tan poderosa.
El pensamiento religioso, desde su aparición en las estructuras fisiológicas del sistema nervioso de los homínidos, usó el cerebro con un fin —después, muchos millones de años después, descubrimos y dimos nombre al mecanismo neural que lo hizo posible: «segundo sistema de señales»—, y estuvo motivado, inspirado, en propósito necesario e imprescindible para la evolución particular de nuestra especie: unificar, homogenizar, coordinar, integrar, en «sistemas compatibles» la incalculable diversidad de ecosistemas del yo que se manifestaba al reproducirse y multiplicarse la cantidad de miembros de nuestra especie.
Siguiendo la invitación/consigna de «creced y multiplicaos», hemos logrado muchísimas cosas y avances «positivos» —¡muchos más de los que pudimos haber imaginado al comienzo!—, pero también otros resultados menos deseables y algunos que, sin darnos cuenta, contradicen los buenos propósitos de esa «manera de creer». De estas últimas, son ejemplo estos «hechos» y «datos», aunque no sean de «responsabilidad directa de los dioses», sino de quienes los usan para justificarse e incluso de quienes los niegan.
Actualmente, los sapiens somos el 0.01% de la vida animada del planeta (las plantas siguen aventajándonos, son el 82%). Y hemos aniquilado al 83% de los mamíferos y el 15% de los peces. ¡Y hemos logrado «dominar» al 99.9% restante de seres vivos! Aunque a nuestro pesar, bacterias y virus —el 13% de la biomasa total—, a veces, aprovecha nuestras imprudencias para atacarnos —como el año pasado, 2020, en el cual coronavirus mató a 1 millón 800,000 sapiens.
También seguimos dependiendo y necesitando la materia inanimada —¡los sistemas geográficos y geológicos! No solo para «tener los pies sobre la Tierra», sino para practicar una economía que nos permita subsistir, además de imaginarnos y estudiar el universo (esto, no es necesario probarlo con argumentos, porque es «obligación», ya que no podemos sustituir la realidad con un mundo virtual, ni con la tecnología de satélites espaciales)… a ella solo puede aliviarla el saber).
Intentando hacer mapa de mi conectoma propio, y «escuchando las conversaciones conmigo mismo», he logrado dar un poco de orden y hacer algo más inteligible lo que él me cuenta a mí mismo. También, paralelamente, he imaginado una «flecha del tiempo» para ubicarme en cuándo planté, en «mi huerto neuronal individual», ideas, conceptos —tanto las que ya sé son equivocadas como las que he confirmado como acertadas. Y he encontrado que los «algoritmos que usa mi pensamiento» (no solo los que expresan clarividencias y errores en que incurro sino que me sirven también para fabricar otras «rutinas» de razonamiento y creencias), constituyen una continuidad de espacios temporales de momentos y lugares diversos del dónde y cuándo procede «la construcción de mi civilización»: en unos casos gracias a lo aprendido de allí, en otros de allá, o de acullá o de aquí —¡incluso algunos saberes adquiridos desde «el más allá».
Dicho de otra forma, más fácil y sencilla de entender: mi ecosistema del yo cobró forma mediante obra del pensamiento y la acción de algunos otros muchos sapiens, que tuvieron la suerte, ¡o el privilegio!, de forjar, inventar e imaginar cosas, útiles o inútiles, para mejorar la existencia de ellos y de todos los demás a quienes podrían servirles. Y mi madre y padre están entre ellos porque «me inventaron a mí», aunque en los anales históricos de nuestra especie no estén recogidos sus nombres personales entre «las famas y destacados» que descuellan en esas memorias. Ella y él, fueron parte de «la masa».
Pero ambos —mis progenitores—, escribieron, no parcial, sino totalmente, la «historia de mi evolución», como sí en mí estuviera representada, particularmente y para mi uso personal, en mi cerebro, gracias a lo que mi «conectoma particular» ha ido creando/escribiendo en mi mente mientras vivo mi vida propia —¡gracias a la parte de sus genomas con que se codifico el mío. Y como mega conclusión de todo lo escrito en este párrafo y los tres anteriores, pienso y creo que a todos los sapiens nos sucede «algo semejante», pero mediante «diversidad privada». Lo cual nos hace diferente, inevitable y paralelamente, especiales a todos/as por la sencilla razón de ser iguales! «That is the problem, dear Watson».
Tal galaxia de razonamientos me condujo a «otra pregunta» —¿metafísica?—: ¿dónde termina un individuo y comienza otro? Y encontré —en la ecología de mi yo—, numerosas fuentes/paisajes/planetas que servirían de respuesta a la interrogante. Pero, él/la que más me gustó fue este/a: «Un individuo es un proceso de condensación de la información que va adquiriendo y transportando mientras viaja hacia un después».
La individuación se manifiesta a diferentes niveles, desde la instancia microscópica de la celularidad de los seres vivos, hasta las escalas de organogramas de «estructuras sociales». E, incluso, alcanza tamaño de «singularidad» cuando usamos las palabras «el planeta Tierra», la «Vía Láctea», la «Galaxia de…» y, lo máximo, «el Universo» (todas estas perspectivas de «sustantivación», que ellas nos ofrecen y facilitan, son parte del «trabajo» que realizan cuando se aproximan a la realidad de manera «discreta», creando con ello «nociones imaginarias de lo que es individualidad» de los «cuerpos físicos/tangibles», que identifica a través de la observación que hace de los sistemas biológicos e inertes al alcance de sus sentidos —naturales o con los instrumentos que ha creado para aumentar su latitud/longitud de percepción de lo «tangible»: visual, auditiva, olfativa, gustativo y táctil; y de lo «intangible»: lenguaje, arte y literatura, sustancias alucinógenas, etc.).
Coda: doxa y episteme
Los lectores que alcanzan esta sima del artículo han ganado el derecho a entender todo lo discursado anteriormente, y comprenderán que mi pretensión es la de proponerles pensar que es imposible que la «expectativa» a la que me referí al inicio se cumpla en algún momento o circunstancia. Y sí así lo creen, me siento obligado a decir que se equivocan. No por razones sentimentales, emocionales, religiosas, políticas y ni siquiera económicas, científicas o hasta deportivas —ni por la que suele citarse con mayor frecuencia y convicción: amor.
Se equivoca, porque en mi conectoma personal ninguno de sus vínculos conduce «al no puede ser». Lo cual no prueba que «la esperanza» es mi refugio, ni me oculto detrás «fe» alguna, ni tampoco rechazo «la caridad» porque soy «pobre de inteligencia». Lo único que respalda lo que digo es mi indestructibilidad, aunque soy mortal. Y sé que «el mejoramiento humano es posible» —¡no importa cuál sea el tamaño de la ignorancia! Y el Universo lo sabe. Y se expande. Y yo hago lo mismo que él.
Pienso, creo, estimo, calculo, concibo, fantaseo —¡no sé cuál es la palabra más adecuada y exacta para definir el cómo «ocurren» las ideas en mi cabeza/mente/cerebro/¿yo? Y ni siquiera la más eficiente, alta y potente de las inteligencias naturales, o las artificiales creadas por los sapiens, alcanzará a fabricar y producir, algoritmo, sistema, proceso, método, rutina, que facilite y haga posible «el entendimiento entre todos los seres humanos». Cualquier prueba, experimento, ensayo, intento, que se emprenda al respecto, tropezará, al menos, con este obstáculo: alguno de ellos/as no estará de acuerdo, lo rechazará, negará o señalará «defecto» o «incompetencia» ante la que no hay o habrá opciones de desmentirla/o, ni siquiera con el poder de los hechos o la invencibilidad de la palabra.
Alcanzado este «máximo» de lo que soy capaz de discernir en la tormenta/tormento de ideas del ecosistema de mi yo, me detengo. Sin negar que aún resta una posibilidad que puede «dar sentido, valor y función útil» al «pensamiento religioso»: propiciar que en nuestra especie crezca y se multiplique la serenidad y paz en las relaciones humanas (sean «políticas», «económicas», «científicas», «culturales», y sobre todo en las «sexuales», «emocionales», «sentimentales», aunque en ellas y, particularmente en las tres últimas, deba hacer «ajustes científicos» en lo que ha venido proponiendo en los últimos 1,000 años). Solo así podrá lograr continuar ayudando a los que logró, está logrando y debería lograr hacerles evolucionar hasta alcanzar la condición de ser humano.
Ella es, quizá, «la significación latente escondida» que animó a la cognición natural de los primeros homínidos que hicieron uso del «lenguaje discreto» gracias al segundo sistema de señales (SSS). ¿Podrá el pensamiento científico especializado en paleontología confirmar e incluir estas tonterías que se me ocurren entre las certezas de sus descubrimientos, cuando pueda dar repuesta convincente a las dos preguntas que me hice al comenzar a escribir este artículo?
Pero en el pasado hablabas seguramente con la petulancia de querer instruir a los otros; y yo deseo que hables con la juiciosa intención de instruirte a ti mismo.
Nota
Si los lectores desearan consultar o contrastar «la teoría/hipótesis» expuesta en este texto con alguna otra, semejante, próxima o «emparentada», sugiero vean un artículo sobre Julian Jaynes y su libro El origen de la conciencia en el colapso de la mente bicameral (1976).