La sorpresa del año, del siglo XXI, fue una turba de fanáticos impulsados por el presidente en ejercicio de los Estados Unidos, Donald Trump asaltando el Congreso. El mundo entero asistió azorado, porque nunca, desde que existe la televisión y mucho antes, se había visto algo así y además transmitido en directo.
Mostró no solo la profundidad de la zanja que divide la sociedad norteamericana, sino su decadencia política e institucional. La cuna de la democracia y la república, asolada por un intento de golpe de estado impulsado por un presidente que fue derrotado en las urnas de manera contundente: 81,283,485 votos para Biden contra 74,223,744 votos para Trump, 306 delegados al Colegio Electoral para el ganador contra 232.
No era una sesión cualquiera de ambas cámaras legislativas, estaba convocada para proclamar institucionalmente y, como lo establece la Constitución, al ganador de las elecciones. Lo único más grave de la invasión de la turba, fueron las palabras de Trump incitándolos. Hasta el propio vicepresidente de los Estados Unidos, Mike Pence, le dio la espalda y cumplió, a pesar de las acusaciones y ataques del golpista, lo que establece la ley.
La primera interrogante que surge de este bochornoso episodio es ¿qué harán la justicia en sus diversos niveles y el parlamento contra el promotor del asalto, Donald Trump y los participantes de este? Si no sucede nada, quedará demostrado que hoy en los EE. UU. se admiten los «terroristas domésticos» como los llamó el presidente electo, Joe Biden. La imagen y la capacidad de liderazgo de los Estados Unidos en determinados países y sectores políticos ya está afectada, pero puede retroceder todavía más.
Fue un intento de golpe de estado al estilo de una república bananera. Así lo llamó el expresidente republicano George W. Bush.
Donald Trump, un personaje con un pasado empresarial inmoral y lleno de manchas y con una presidencia para el olvido, construyó el asalto al Congreso desde mucho antes. Previo a las elecciones, se preparó para ser derrotado y no reconocerlo, luego hizo, a nivel judicial, de las redes sociales y de sus discursos, todo tipo de acciones para crear un clima de fractura y de fanatismo en la sociedad norteamericana, que sacaría a la superficie lo peor de ese pueblo que vino desde todo el país para participar en el asalto.
¿Cómo es posible? Es una pregunta que nos deberíamos formular, no alcanza con el asombro y la indignación, hace falta explicación.
Es notorio que esas corrientes ideológico-políticas existen desde siempre en los EE. UU. y han ido involucionando hasta llegar al nivel actual, impulsadas desde la propia presidencia y a pesar del desastre que dejará Trump detrás de sí; en materia sanitaria, más de 22,000,000 de infectados y más de 370,000 muertos, el número más alto del planeta y sus duras consecuencias sociales y económicas. En lugar de influir negativamente en su imagen lo hizo más feroz.
En una paradoja de la historia, el mismo día del asalto al Congreso, los demócratas derrotaron a los republicanos en el estado de Georgia, conquistando los dos escaños al senado, incluso, por primera vez en la historia, un afronorteamericano ocupará una banca por ese estado, que tuvo un papel muy importante en la guerra de secesión defendiendo la esclavitud. De esta manera, los demócratas tienen mayoría en ambas cámaras, porque, si bien en el senado ambos partidos tendrán 50 senadores, en caso de empate, el voto de la vicepresidenta Kamala Harris desempata. Biden no tiene argumentos para no aplicar sus planes de gobierno.
Trump promovió el odio contra el sistema político en su conjunto, aunque se haya aprovechado nada menos que del Partido Republicano, el de Abraham Lincoln, contra los medios de prensa tradicionales, contra la globalización, contra los emigrantes y contra China, con un solo objetivo que aprendió perfectamente de viejos dictadores y de otros latinoamericanos, como Nicolás Maduro. El objetivo es bien claro y definitivo, crear enemigos irreconciliables y profundizar las divisiones. Y lo hizo muy bien, y hasta las últimas consecuencias.
Para ello, recogió las frustraciones acumuladas de una parte de la sociedad norteamericana contra el multilateralismo, el comercio y la industria nacional y el desplazamiento de tradicionales fortalezas industriales de los EE. UU. hacia otros países y la frustración de sectores sociales que se han visto afectados, en primer lugar, por el crecimiento exponencial de grupos económicos financieros, de las nuevas tecnologías, y que han dejado una estela de desocupados, ocupados informales y, sobre todo, resentidos. Esa fue la base y la estrategia política de Trump y sus seguidores. Y la falta absoluta de principios y de límites. Basta observar con un mínimo de atención el mapa de los resultados electorales en cada uno de los estados y en el país en su conjunto.
El impacto no fue solo en los Estados Unidos, con diferencias y matices, es el mismo impulso decadente que vive Gran Bretaña, Brasil, Hungría, Filipinas y otros menos notorios. Incluso en el supuesto campo opuesto, las dictaduras de Maduro y de los Ortega, aunque se proclamen de izquierda, se basan en lo mismo: el poder por encima de todo.
Otra similitud entre Trump y Maduro es su capacidad de dar espectáculos, uno que escucha el pajarito y el otro que convoca a personajes disfrazados a ocupar el Parlamento y hace shows en cada oportunidad. Se encuentran en y comparten el mundo del ridículo.
Para el 26 de enero se ha despejado una duda: asumirá el presidente electo Joe Biden, pero, a partir de esa fecha, la avalancha de interrogantes que se le vienen encima al nuevo gobierno es enormes. Primero, cómo revertir el proceso de polarización y de fascistización de una parte de la sociedad norteamericana; simultáneamente, cómo encarar el combate frontal contra la pandemia que está azotando el país; cómo restablecer los vínculos diplomáticos con el mundo entero, que fueron seriamente afectados (muchos líderes de diversas posiciones respirarán aliviados). La economía de los EE. UU. ha sido y está siendo seriamente afectada por la pandemia y por las brutalidades de Trump, aunque haya proclamado que ese era su punto de fuerza, con un liberalismo extremo.
Si los seres humanos, incluyendo naturalmente a los gobiernos y los organismos internacionales, asumiéramos después de esta peste, que hay peligros que debemos afrontar, desde ahora, con mucha más energía, inteligencia e inversión —en primer lugar, el cambio climático—, ese sería, insólitamente un saldo positivo de todo este vendaval global.
En el caso de América Latina, los demócratas nunca se demostraron particularmente sensibles y atentos y, aunque nadie lo diga expresamente, muchos gobernantes temen que la región se precipite todavía más abajo en la agenda económica y de inversiones. Políticamente, el gobierno de Biden asiste en América Latina a un reequilibrio del péndulo que, de gobiernos de izquierda, pasó a una serie de triunfos de la derecha o el centro derecha y ahora se va inclinando hacia el centro, aunque queden furúnculos como Bolsonaro, Maduro y Ortega.
Los países latinoamericanos tendrían que aprovechar este momento para romper todavía más su dependencia de todo tipo de los EE. UU., estableciendo una relación beneficiosa para ambas partes y de equilibrio e independencia. Eso vale con relación a cualquier otro centro de poder mundial. Este equilibrio sería un aporte importante contra todas las tendencias existentes al retorno a un clima de la guerra fría «bis».
Aunque la gran interrogante —sobre todo al salir de la suma de dos tragedias simultáneas para los EE. UU. y para el mundo: la pandemia y Trump—, es si se logrará invertir la notoria tendencia a la decadencia, al desorden mundial, al naufragio de millones y millones de sueños, de proyectos personales, familiares, empresariales que han quedado por el camino.
Nadie puede creer que simplemente volveremos al pasado; este fue devorado por las dos crisis simultaneas que, aunque de diferentes magnitudes, se potenciaron entre ellas.
Las grandes crisis, como por ejemplo las del siglo XIV (peste negra, cambio climático en Europa y la guerra de los 100 años), fueron la base de la reacción y el surgimiento del Renacimiento, que, si bien se localizó inicialmente en Florencia y con un fuerte impacto en las artes, tuvo su expresión en la política, en las ideas, en las ciencias. ¿El siglo XXI tendrá esa otra cara? No hay nada que lo confirme fácilmente.