Hace unos años, mientras trabajaba para la Casa Editorial Miguel Ángel Porrúa, pude leer, en los descansos de la vida de un asistente de edición, el libro La regeneración de un pueblo pestilente. La anexión de México a Estados Unidos, 1846-1848, de Raúl Bringas. Altamente recomendable.
El título del libro ha rondado mi mente los últimos meses mientras vivo, en la Ciudad de México, el fracaso que es el manejo de la pandemia de COVID-19. No hay otro modo de decirlo; México fracasó, como Estado, como nación, su gobierno, su sociedad y los individuos. Fracasamos. No ha habido regeneración, la pestilencia es lo único que perduró.
El número de contagios y muertes jamás fue contenido. No se han llevado, por ineficiencia o negligencia, las medidas para poder manejar la pandemia más importante en 100 años. Los caballos apocalípticos de la enfermedad y la muerte tienen libertad de moverse por México con muy poca resistencia por parte de nosotros. Nos rendimos a su presencia, les entregamos la nación esperando que se vayan.
Los datos reflejan la dimensión de la catástrofe: el jueves 7 enero del 2021, después de 295 de lidiar con el virus, México registró su peor día de contagios oficialmente reconocidos: 13,734, para un total de 1,493,569 y se registraron oficialmente 1,044 muertos en 24 horas, para un total de 131,031 muertos. Esto sitúa a México entre las naciones con más contagios y muertes en el mundo. Reconocidos oficialmente porque el gobierno mexicano ha llevado un paupérrimo conteo de contagios y defunciones, han intentado ocultar el nivel de la tragedia. A lo largo de los últimos meses, varios epidemiólogos y matemáticos han sugerido que los números mexicanos deben ser multiplicados por tres, por ocho o por algún otro número.
En noviembre, diciembre y lo que va de enero, la hospitalización en la Ciudad de México ha llegado a más del 80%. La tasa de letalidad de la covid en México es del 11%, la más alta de América Latina.
Y, como consecuencia, la economía mexicana está viviendo su peor crisis en los últimos 30 años. El producto interno bruto se redujo en el 2020 en 18%; para septiembre se habían registrado 719,250 empleos perdidos, las exportaciones mexicanas a EE. UU. disminuyeron en un 41.9%, el turismo tuvo una caída del 8.7% y más de un millón de empresas han tenido que cerrar.
México fracasó frente a la pandemia.
México fracasó frente a la pandemia.
México fracasó.
Y necesitamos hablar de ello.
Todos somos culpables de este gran fracaso. Sin embargo, unos cargan mayor responsabilidad del desastre que estamos viviendo. Revisemos algunos.
Mentiras para defender la narrativa
Comencemos con el presidente y el responsable del gobierno de liderar los esfuerzos públicos contra la pandemia, el doctor Hugo López Gatell. México ha tenido en ellos dos a los principales responsables del desastre y los muertos. El objetivo de ambos nunca fue evitar los contagios, cuidar la salud y vida de los mexicanos, sino maquillar la situación y cuidar la narrativa de: «no se preocupen, todos estamos bien, no se distraigan con esos muertos de por allá o con los ciudadanos desesperados por encontrar una cama en hospitales para los enfermos de covid; no hagan caso a los que odian al gobierno; miren todo va bien».
López Obrador nunca se ha tomado en serio la pandemia. Para el actual presidente lo único que importa es su proyecto. Tiene una visión muy simplona de la historia de México que divide a las personas, instituciones y clases sociales en dos grandes grupos siempre en conflicto; el pueblo bueno contra la oligarquía. Y en ese conflicto, el pueblo bueno requiere de un líder o caudillo que lo aglutine, entienda y sea su voz. Es por esto por lo que López se puede llamar a sí mismo como liberal, a pesar de que sus políticas sean antidemocráticas y mercantilistas; es por este motivo que el logotipo de su gobierno tiene personajes históricos con posturas políticas contradictorias; es por esto por lo que no le importa enfrentar la covid.
Lo único que le importa es «su lugar» en la historia. Se entiende a sí mismo como un nuevo Miguel Hidalgo o Benito Juárez o Lázaro Cárdenas, en una lucha épica por el bienestar del pueblo bueno. No solo se ve como un presidente, sino como un líder moral, un padre, el nuevo «Tata», jefe de Estado y jefe de la nación; casi un nuevo emperador de todos los mexicanos. Y ante esta legendaria lucha por el alma de los mexicanos, ¿qué importa un pequeño virus? Que mueran los que tengan que morir, mártires de la causa.
Si esto no fuera suficiente, el presidente de México carece de toda formación o conocimiento científico. Desprecia la modernidad, la ilustración, el conocimiento técnico, metódico y científico.
Al presidente lo acompaña un científico que le vendió su alma al ignorante de su jefe en favor de su carrera política. Hugo López Gatell ha usado todos los recursos retóricos para acomodar su estrategia y mensajes a las estúpidas ideas y directrices del presidente López. Ha mentido, engañado, dado medias verdades, implementado modelos erróneos, confundido. Se mueve entre la ambigüedad, la soberbia y el cinismo. Es un lambiscón al cual decirle que sí al presidente en todo se ha convertido en su principal preocupación.
Así que, mientras un López es un mesías tropical, el otro es un traidor a la memoria de John Snow (médico inglés precursor de la epidemiología, considerado padre de la epidemiología moderna. Demostró que el cólera era causado por el consumo de aguas contaminadas con materias fecales, al comprobar que los casos de esta enfermedad se agrupaban en las zonas donde el agua consumida estaba contaminada con heces, en la ciudad de Londres en el año de 1854).
La raquítica trinidad de la respuesta gubernamental mexicana se completa con la falta de una política que apoye a la economía y empresas mexicanas durante la crisis económica. El gobierno de México quiere acumular la mayor cantidad de poder en una persona, el presidente. Y ve a las empresas y al libre mercado como un mal necesario que hay que restringir lo más que se pueda.
Por eso la pandemia les ha caído como anillo al dedo; declaración del presidente.
Indiferencia y antipatía
La culpa del fracaso mexicano no es solo del gobierno. La sociedad mexicana ha fallado. Nos cansamos de estar encerrados, distanciados y usando cubrebocas. Ante la falta de una dirección clara y eficiente, la sociedad mexicana se abandonó y bajó los brazos.
En media pandemia, no han cesado las fiestas y reuniones. En nuestras redes sociales abundan las fotos de bodas, cenas de navidad, de año nuevo, visita a amigos y a restaurantes. Eso sí, siempre «con todas las medidas de seguridad»; falsa sensación de seguridad que es un autoengaño y justificación. «Wey, vamos a ser pocos, una reunión muy íntima, solo familia y todos nos estamos cuidando», dice la gente sin entender o querer entender que las personas somos los medios de contagio, que un asintomático es peligroso y puede contagiar. No queremos creer que nuestra familia, amigos y seres queridos nos pueden transmitir el virus: «la familia nunca te hace daño», cree la gente.
La movilidad en las grandes ciudades no ha disminuido. Los llamados a no salir, a menos que sean estrictamente necesario, han sido respondidos por la sociedad con: toda salida es necesaria. Hay que ir por regalos de navidad, juguetes y a correr al parque. Los descuentos en Best Buy bien valen poner la vida en riesgo.
Es verdad que el uso de cubrebocas se ha normalizado, a pesar del pésimo ejemplo del presidente que nunca lo usa (corrección se puso un cubrebocas cuando fue a Washington DC a visitar a su patrón y mejor amigo Donald Trump). Sin embargo, no todos lo usan y muchos lo usan mal.
Por último, los escépticos abundan. Aquellos que creen que la covid es una mentira, un engaño de los poderosos para controlarnos, disminuir la población, ponernos chip en las vacunas y otra sarta de estupideces y teorías de la conspiración. Ante una situación difícil de entender, en la ignorancia, buscan respuestas fáciles que den cierto sentido de control.
A los mexicanos nos ha hecho falta conocimiento científico y empatía, derrumbando el mito de la solidaridad de los mexicanos. ¿Dónde quedó la sociedad que se desborda en ayuda ante los terremotos? Nada, esa es una respuesta emocional que aguanta una semana o dos, pero no resiste meses. Los mexicanos nos hemos mostrado como una sociedad indiferente: «sálvese quien pueda, yo veo por mí, los demás que se chinguen».
Cientos y miles de empresas suspendieron el trabajo desde casa. «Ya fue suficiente tiempo de descanso, el lunes de regreso a la oficina», dicen los jefes y empresas: «ya tenemos las medidas de seguridad» (un tapete mojado en la entrada y dos botes de alcohol de mano). Los contagios en las oficinas nunca se detuvieron. «A trabajar huevones, que un virus no nos va a detener».
La iglesia ha hecho lo que ha podido. Es verdad que cerraron la Basílica de Guadalupe el 12 de diciembre, cuando la principal peregrinación en el continente tiene fecha. Pero la Basílica permaneció abierta hasta el día 10 de diciembre y reabrió el 14. Muy poco para evitar contagios.
Muchos podrán decir que ellos sí se han cuidado, que sus empresas siguen en home office, que siguen dando o tomando clases desde sus casas. Que no salen y desinfectan todo. Nosotros también fallamos porque hemos sido incapaces de transmitir el estado de urgencia que vivimos a los demás.
¿Y ahora qué?
La estrategia mexicana ante la pandemia ha sido la negación, el desinterés y apatía. «Que mueran quienes tengan que morir mientras esperamos a que vengan los americanos, británicos u otros con la vacuna y nos salven. Mientras, que siga la música y la fiesta».
México es un Estado y una sociedad fallida, fracasada. Y hay que esperar qué consecuencia tiene esto en un futuro. El último gran fracaso mexicano, de estas dimensiones, fue la guerra de 1846-1848 frente a los Estados Unidos; la bandera americana ondeó en el Palacio Nacional, México perdió más de la mitad de su territorio norteño y su dignidad. Dicho trauma nacional despertó a la generación de liberales mexicanos quienes, después de ganar una guerra civil y la invasión francesa, fundaron y consolidaron el Estado moderno mexicano.
Los optimistas podrán regresar a este hecho y ver esperanza tras este fracaso.
Por mi parte, yo me siento como un ciudadano romano en agosto de 410 d. C., viendo a los visigodos de Alarico saquear la Ciudad Eterna. Allí, parado a la mitad de la ciudad, mientras el caos y la muerte reinan, con la terrible intuición de que este es el inicio del final de mi ciudad, mi sociedad y mi país.