Mientras que el coronavirus ha concentrado, con toda razón, gran parte de nuestra atención, un reajuste geopolítico fundamental ha estado cobrando forma en el mundo y se hará más claro en 2021. El reajuste es el comienzo de una segunda Guerra Fría, que esperamos no se convierta en una guerra «caliente». La nueva Guerra Fría se producirá entre China y Occidente, pero debe ser muy diferente a la que tuvo lugar con la Unión Soviética. El mundo ha cambiado significativamente desde 1989, el año de la caída del Muro de Berlín.
La brecha entre los dos campos opuestos es ahora mucho más pequeña. La Unión Soviética, un gigante militar con escaso desarrollo industrial, tenía la ventaja de presentarse a sí misma como la líder de una ideología internacional. De cierta manera, esta también era una bandera de Occidente, que convertía en su propia identidad el llamado a la libertad y la democracia. En la actualidad, China no enarbola una verdadera bandera internacional y Occidente está asediado por contradicciones internas, desde la batalla de las democracias antiliberales, como la de Hungría bajo Viktor Orban, hasta las olas nacionalistas, xenófobas y populistas que recorren todos los países y el dramático aumento de la desigualdad social y la degradación de los puestos de trabajo, la calidad de vida y las perspectivas sobre el futuro. Todo esto hace que el estandarte occidental sea mucho menos fuerte que después de la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día, por la actual fragmentación del mundo, sería probablemente imposible crear las Naciones Unidas o adoptar la Declaración de los Derechos Humanos.
Mientras tanto, China está experimentando un desarrollo industrial, científico y tecnológico que nunca estuvo al alcance de la Unión Soviética. Por último, añadamos el factor demográfico: China, con sus 1.4 mil millones de habitantes, tiene una fuerza muy diferente a los 291 millones con que contaba la URSS en 1989. Rusia se ha reducido ahora a 147 millones: mucho menos que los 208 millones de Nigeria, sin mencionar los 220 millones de Pakistán.
Esta nueva alianza occidental está teniendo lugar sin que muchos se den cuenta. La OTAN ya no se ocupa del Atlántico Norte, como se estableció en su constitución, y el poderío militar soviético ya no es tan significativo en la actual Federación Rusa.
En su poco sofisticado intento de hacer que los Estados Unidos no dependan de ningún otro país, aunque sea un aliado histórico, Donald Trump se distanció de la OTAN. El presidente Macron ha dicho que la OTAN está en «muerte cerebral». Y Europa ha descubierto que vivir bajo el escudo americano podría ser una percepción ilusoria.
Entonces, la actual Comisión Europea se ha embarcado en una fuerte política para hacer de Europa un actor internacional competitivo, dando prioridad en las inversiones a la tecnología verde, la inteligencia artificial, el desarrollo digital, el refuerzo de las patentes europeas, así como para frenar el poder desenfrenado de la gran tecnología americana. Y ahora que Gran Bretaña ha abandonado la Unión Europea, han desaparecido de las fuentes de división de los 28 (ahora 27), como aquella de la defensa europea. Hay, incluso, una asignación de ocho mil millones de dólares para el embrión de un ejército europeo que, por supuesto, palidece en comparación con los 732 mil millones de Estados Unidos.
Sin embargo, pocos se dieron cuenta de que en noviembre el Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, presidió un grupo de expertos que recomendó, sin oposición, que la primera tarea de la Alianza debería ser responder a la amenaza proveniente de los «rivales sistemáticos» de Rusia y China. Incluir a China en el centro de la agenda de la OTAN es un cambio tal que significa reinventar completamente la alianza transatlántica.
Los viejos términos de la Guerra Fría están de regreso, como viejos barriles con un nuevo contenido. El documento final llama a la «coexistencia», a la necesidad de mantener la superioridad militar y tecnológica, a establecer nuevos tratados de control de armamentos y a la no proliferación de las armas avanzadas. También subraya que hay campos de cooperación, desde el comercio hasta el control climático.
El período de Trump ha sido un bono inesperado para China. Barack Obama hizo grandes esfuerzos para crear un acuerdo comercial asiático —la Asociación Transpacífica (TPP)—, que excluiría a China e incluiría a Australia, Brunéi, Canadá, Chile, Estados Unidos, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam. Se firmó el 4 de febrero de 2016. En enero de 2017, Trump asumió la presidencia y se retiró rápidamente del tratado. En parte esto tuvo que ver con su obsesión por deshacer cualquier cosa que Obama hubiera hecho, pero también fue debido a su fuerte creencia de que los EE. UU. no deberían entrar en ningún tratado que pudiera condicionarlos y que se beneficiarían más de las relaciones bilaterales, en las que los EE. UU. siempre serían el chico grande de la sala. «América primero» significaba, de hecho, «América sola».
El resultado es que, durante cuatro años, China ha sido capaz de actuar como el campeón del multilateralismo y del control climático, mientras que para los EE. UU. era simplemente una cuestión de aranceles con su política centrada en las exportaciones chinas. China ha sido capaz básicamente de esquivar este asunto y la balanza comercial entre Beijing y Washington está más desequilibrada a favor de China que nunca. Trump se involucró en una pelea contra la 5G y Huawei, pero no ocultó su admiración por los hombres fuertes, desde Kim Jong-un, hasta Vladimir Putin y Xi Jinping.
Y, durante esos cuatro años, China ha sido capaz de continuar su programa de expansión global. No solo con su famoso proyecto —la Ruta de la Seda— con conexiones abiertas para su comercio con el mundo, sino también con el establecimiento del mayor bloque comercial de la historia: la Asociación Económica Regional Integral (AER) que destruyó todo rastro del TPP, que había excluido a China. La RCEP tiene su base en China y los Estados Unidos están fuera. El tratado se firmó en noviembre de 2020 y Trump estaba tan obsesionado con su teoría sobre el fraude en las elecciones presidenciales de EE. UU. que ni siquiera le dedicó un comentario. Pero el RCEP tiene 15 países miembros: Australia, Brunéi, Camboya, China, Indonesia, Japón, Laos, Malasia, Myanmar, Nueva Zelanda, Filipinas, Singapur, Corea del Sur, Tailandia y Vietnam. El bloque tiene el 30 por ciento de la población mundial (2.2 mil millones), y el 30 por ciento del PIB mundial (26.2 millones de millones). Solo la India, que está bajo el liderazgo autoritario y xenófobo de Narendra Modi, se mantuvo fuera, quejándose de que sería invadida por productos chinos baratos. Pero en realidad, la India se ve a sí misma como la alternativa regional a China, a pesar de estar muy atrasada en términos económicos y tecnológicos. Pero es un país joven, con el 50 por ciento de su población menor de 25 años, mientras que en China es solo el 31 por ciento.
Los pronósticos indican que Asia se convertirá, con mucho, en la zona geopolítica y económica más importante del mundo. Según la empresa consultora McKinsey, en 2040 acumulará el 50% del comercio mundial y el 40% del consumo total de bienes y servicios.
Europa, y también los Estados Unidos, están convencidos de que pueden competir con China y evitar que se convierta en una potencia mundial. Pero esto significa un reajuste total de las relaciones internacionales, en particular una nueva alianza entre Europa y Estados Unidos, y una política dirigida a formar un grupo de países que estén dispuestos a ponerse del lado de Occidente, como sucedió durante la Guerra Fría. China llevará a cabo la misma política y, seguramente, veremos un nuevo grupo de países no alineados como reacción al conflicto. Por ejemplo, en este momento, un influyente grupo de académicos y diplomáticos está haciendo campaña en América Latina para que la región permanezca no alineada ante el próximo conflicto. El número de diciembre de Foreign Affairs (Asuntos Exteriores), el espacio más influyente para el debate estadounidense sobre cuestiones internacionales, ha publicado un ensayo titulado «La competencia con China podría ser corta y aguda», que habla abiertamente de un posible conflicto armado en los próximos diez años. Los autores visualizan una fuerte aceleración de la competencia en un futuro próximo y varias desventajas para China. La primera que va a aislar a China es la ausencia de democracia (en un momento en que resulta dudoso que los EE. UU., con Trump como modelo y ejemplo, sean creíbles). Luego, más sustancialmente, es que la ventana de oportunidad de China se está cerrando rápidamente.
Desde 2007, la tasa de crecimiento económico anual de China se ha reducido en más de la mitad y la productividad ha disminuido en un 10%. Mientras tanto, la deuda se ha multiplicado por ocho y está en camino de alcanzar el 335% del PIB para fines de año. China tiene pocas esperanzas de revertir estas tendencias, porque perderá 200 millones de personas en edad laboral y ganará 300 millones de adultos mayores en 30 años. Asimismo, los sentimientos globales contra China se han disparado a niveles nunca vistos desde la masacre de la plaza de Tiananmen en 1989. Casi una docena de países han suspendido o cancelado su participación en el proyecto de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés). Otros 16 países, incluidas ocho de las 10 economías más grandes del mundo, han prohibido o restringido severamente el uso de productos de Huawei en sus redes 5G. India se ha puesto dura contra China desde que, en junio, un enfrentamiento en la frontera común mató a 20 soldados. Japón ha incrementado el gasto militar, ha convertido buques anfibios en portaaviones y ha encadenado lanzamisiles a lo largo de las Islas Ryukyu, cerca de Taiwán. La Unión Europea ha calificado a China de «rival sistémico», y el Reino Unido, Francia y Alemania están enviando patrullas navales para contrarrestar la expansión de Beijing en el Mar de China Meridional y en el Océano Índico. En múltiples frentes, China se enfrenta al retroceso creado por su propio comportamiento.
Es interesante ver cómo la inteligencia americana es prisionera de su sentido de superioridad. China, también gracias a Trump, ha sido capaz de adquirir, al menos, un punto de apoyo en todas partes. Por supuesto, no tienen las 1176 bases militares que Washington posee alrededor de todo el mundo, pero están trabajando para lograrlo. De todos modos, el ensayo de Foreign Affairs recomienda aumentar urgentemente las defensas de Taiwán que, después de Hong Kong, es la última pieza de China que no está controlada por Beijing. Y señalan que una guerra es muy posible en un corto plazo, posiblemente en diez años. Sin embargo, con el tiempo, «la posibilidad de una guerra podría desvanecerse en la medida en que Estados Unidos demuestre que Beijing no puede revocar el orden existente por la fuerza, y en que Washington se vuelva poco a poco más confiado en su capacidad para superar a una China en desaceleración».
Es difícil seguir la convicción estadounidense de que el mundo es suyo y que la pax americana es inmutable. De hecho, cuando en el siglo XVI Estados Unidos aún no existía, China representaba el 50 por ciento del PIB mundial, según la mayoría de los economistas. Ahora, el desarrollo tecnológico chino está a punto de superar al de los Estados Unidos. Según el Banco Mundial, en términos de poder adquisitivo, China superó a los EE. UU. el año pasado. La moneda china y las reservas de oro duplican las de los EE. UU. Lo que sí es cierto es que dentro de diez años tendremos un enorme desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA) y, por el momento, los EE. UU. parecen tener la ventaja. Pero los últimos desarrollos en la IA apuntan a sistemas de autoaprendizaje. En ese sentido, la cantidad de datos marca la diferencia, y China tiene el doble de personas que los EE. UU. y Europa juntos.
¿Pero por qué China estaría tentada a empezar una guerra contra los Estados Unidos? Desestabilizaría un sistema basado en el comercio, en el que China es de lejos el mayor ganador. Sería una guerra extremadamente difícil de ganar porque la escala de operaciones empequeñecería al ejército chino. ¿Y cómo podrían los EE. UU. iniciar una guerra contra China? Una vez que el bombardeo aéreo se ejecuta, (a menos que sea atómico, que es la receta segura para la destrucción del planeta), hay que poner, como dice la jerga militar, botas en tierra. ¿Se puede pensar en una invasión a China?
Por lo tanto, sería importante desalentar cualquier escalada, y no solo durante los próximos diez años. La guerra es siempre un peligro porque la estupidez humana, como dijo Einstein, es tan ilimitada como el universo. Los mismos autores del ensayo de Foreign Affairs recuerdan la Primera Guerra Mundial, como algo que nunca debió haber sucedido. Pero los signos de una escalada continúan. La semana pasada, el exsecretario de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, afirmó en una entrevista que la OTAN debe ganar la batalla tecnológica contra China. Y el Consejero de Seguridad Nacional designado por la administración del presidente electo Joe Biden, Jake Sullivan, acaba de hacer un llamamiento a la Unión Europea, buscando la solidaridad con los Estados Unidos a través de la no suscripción de un acuerdo comercial con China. La segunda Guerra Fría está llegando....