Estos últimos días de marzo ha vuelto el frío como vestigio de un invierno que no fue.
Por LINE, veo a mi familia de Tokio, donde los niños están jugando con la nieve en el patio. Disfrutan y se los ve felices en su confinamiento, tan lejano, pero tan cerca de nuestros corazones. Yume y Takumi necesitan poco, como cualquier niño de su edad, para sentirse felices.
El viernes 27 de marzo por la mañana me llegó un escrito de María José Buxó (gracias, María José), donde me explica que sus hijos le regalaron por su onomástica un ramo de rosas amarillas unos días antes del confinamiento. Las rosas se han ido marchitando con el paso del tiempo, pero ella las ha mantenido en el florero como una alegoría de resistencia. Porque, si permanece nuestro amor por las flores y por las personas que están en ese espacio exterior donde tanto hemos dejado, es que estamos ganando esta guerra.
Caigo en la cuenta de que estoy hablando de guerra y pienso que soy injusto desde la comodidad de mi habitación. Reparo en que ya han desaparecido, como por arte de magia, los refugiados sirios que tuvieron que dejar sus casas huyendo de incesantes bombardeos sobre sus cabezas y siguen llamando a la puerta de la civilizada e insolidaria Europa. Qué lejos está Aylan Kurdi.
Recuerdo, también, mi visita al monumento de Sadako Sasaki, en Hiroshima, y su historia, tan triste como hermosa.
Con el tiempo
he aprendido
que así es la vida,
que hay que mirar
tras los cristales rotos.
Que hubo una guerra
y bombas atroces,
y eso fue peor.
Que hay canas en los ojos,
y eso es lo que hay.
También hay
corazones apenados
dentro de criaturas rotas,
que así es la vida.
Las rosas de María José siguen erguidas, porque así lo quiere. La acompañan, me dice, en momentos de decaimiento. Están ahí, junto a ella, las mira y siguen bonitas y cree en los milagros. Claro que sí, le contesto, los milagros existen.
Apenas permanece ya en mí el recuerdo del olor a miel del camino de Ca n'Aimeric en los días en que iba a recoger a Lúa y Kala al colegio. Era el preludio de una primavera que anunciaba que ya venía para quedarse.
Ahora, estamos confinados en nuestras casas con una semejanza inquietante a esa sociedad distópica que tantas veces nos ha mostrado el cine y que decían que era ciencia ficción. El futuro, en su peor versión, ya nos ha alcanzado.
Sé que la primavera llegó porque lo dice el calendario de la cocina. Ya no veo las margaritas ni oigo a los mirlos ni a los jilgueros madrugadores.
Hoy jueves por la mañana, en el día decimotercero del arresto domiciliario en que nos tienen sometida a toda la población, he hablado por teléfono con mi amiga María José Buxó. Me dice que percibe los días de forma diferente al estar tanto tiempo en casa. Se despierta antes y le gusta la aurora. Esa luz novicia le da fuerzas. No le sobra ni un minuto del día: lee, escribe, ve cine, oye música. Mira a su interior… Y pronto llega la tarde y ese amanecer que era tan nuevo ya se ha gastado y se transfigura en belleza crepuscular. También en esperanza, porque sabe que estos días van a pasar pronto y todo irá bien.
María José, me cuenta, se ha asomado a la terraza y ha observado que su geranio está rebrotando como heraldo de buen augurio; debe de ser porque la naturaleza renacida sigue su impulso ancestral e ignora al COVID-19, que está cebándose en esa especie invasora y dañina que es el ser humano y que si, llegado el caso, desapareciera, habría una explosión de vida ordenada en la Tierra. Ese hombre tan petulante al que un simple virus ha devuelto a su triste condición de simio asustado.
Al salir a la terraza y ver al geranio rebrotado, por aquellas asociaciones extrañas que a veces hace el cerebro, mi amiga ha recordado los paseos que hacía Antonio Machado por la orilla del Duero camino de la ermita de San Saturio, también él iba en soledad y con el dolor a cuestas por la enfermedad de Leonor. Allí estaba el «olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido». Tal vez ese olmo podrido sea una metáfora de nuestra propia sociedad y el coronavirus, el rayo del poema. Pero don Antonio también ve con las lluvias primaverales que al olmo «algunas hojas verdes le han salido» y formula un deseo:
[…] antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
María José, me confiesa, sufre por los suyos, porque las personas estamos estañados por el afecto a la familia. Los echa de menos y quiere cerrar los ojos una noche y, al amanecer, en ese amanecer que tanto le gusta, poder salir y abrazarlos como antes. Palpitándolos en su pecho.
Tal vez, entonces, es que ya ha rebrotado nuestro doméstico y ansiado milagro en esta primavera que había dejado hace ya demasiados días en el camino del colegio de las niñas.