No pactes con las palabras... pacta con el viento, que es quien se las lleva...
¿Qué es el silencio? Los trabajos que algunos se han tomado para definir el silencio chocan con la dificultad de querer darle límites, fines y mojones a algo que, en definitiva, no existe, que es una ausencia. Aunque, obviamente, tampoco es una negación, si no que es, lo repetimos, algo ausente, algo que se debería interpretar, de últimas, como otra forma de la existencia. La nada, el silencio, los unicornios, las personas que se nos han muerto, nada de eso existe y, sin embargo, no podemos quitarlos de nuestra mente, de nuestro vocabulario, de nuestras culturas: construimos «mausoleos mentales» a partir de estas ausencias con la misma solidez con la que nos referimos a una nube o una montaña. Las «cosas» comienzan a confundirse entre las que nos pueden tocar el cuerpo y aquellas que «no existen» pero que tocan otras cuerdas de nuestra realidad. La psicología da sus respuestas, las filosofías, las suyas. Hasta la física tiene sus argumentos para decirnos qué es el sonido y qué no es el sonido cuando es silencio. Pero hay una cosa que rápidamente nos llama la atención: el exceso de palabras con el que rodeamos a las cosas materiales o mentales, con una imperiosa y voluntariosa necesidad de que el lenguaje atrape todo aquello que distingamos. Lenguaje, palabras, sintaxis parecen conspirar para que todo quede enredado en el entramado indefinible de una definición. El lenguaje, de tan natural y tan espontáneo —y tan bien aprendido— termina siendo usado como el camino que parece inevitable: que nuestra razón lo use para relacionarnos «normalmente» con nuestro entorno. El lenguaje se torna, en consecuencia, en una fórmula para alejarnos del silencio. Si el lenguaje es una trampa, el silencio será, entonces, una forma de libertad psicológica y espiritual. Allí donde la libertad y la paz parecen encontrarse y confabularse; cuando las palabras comienzan a faltar, allí es donde morarán poesías, mitos, sueños.
Es un hecho que la fuerza psicológica de la palabra induce líneas de pensamiento y acciones: nos seduce para que participemos de esquemas que, mayormente, no son los nuestros. Su información siempre estará orientada por intereses ajenos. Es que el lenguaje no literario tiene, muy a su pesar, mucho de novela. Los caminos pueden ser buenos o malos, constructivos o destructivos: todo depende de los diferentes personajes y de sus historias. Podemos recoger buenos consejos y construir con la palabra ideales de conducta, pero hay más. En el hombre siempre hay algo más: hay esferas del espíritu a las que no se llega a través de palabras, consejos o decires.
En efecto, las palabras van por su lado, tienen su radio de acción, pero nuestra totalidad es algo mucho más extenso. Infinitamente extenso. Podríamos pensar que nuestra totalidad (porque es tuya y mía) es como un océano infinito que rodea a una isla; isla que es la consciencia de sí mismo —el yo— desde donde, hablando o gritando, ordenamos para nosotros (náufragos en esa isla) el universo que vemos o imaginamos. Desde allí, desde esa soledad, apenas si podemos decir metáforas o contar mitos acerca de lo que intuimos que es la extensión inagotable de nuestra humanidad. Interactuamos hasta donde podemos con nuestro entorno como quien se baña a orillas del mar, viendo que se expande, crece y evoluciona más allá de nuestras pequeñeces argumentativas. Por esta causa es que el hombre prefiere una mitopoyética bien aceitada a cualquier otra cosa que delate la presencia de un dolor; queremos que nuestra vida social siga siendo un enjambre de novelas. Queremos que la ciencia tenga un modesto rincón de verdad, aunque sea evanescente. Queremos que el mundo responda a nuestros miedos y anhelos y que podamos construir ciudades morales de fantasía donde las calles de la palabra vayan hacia y vengan desde donde queramos.
En nuestra indagación del mundo y en el trabajo de vivir, esto es: de construirnos a nosotros mismos al mito de nuestra imagen, apenas si llegamos a condicionar una película ínfima de lo infinito. El océano de lo existente apenas si nos escucha: él solo estará atento a nuestro decir de silencios porque el silencio del hombre —el de nuestras palabras cuando son poesía— es lo que en verdad se impone en el orden ínsito de lo total. En el silencio hablamos el idioma del todo. Por esto mismo, decía Heráclito que «los límites del alma, por más que procedas, no lograrás encontrarlos aun cuando recorrieras todos los caminos: tan hondo tiene su logos». El origen del logos es el silencio; ya lo sabía Pitágoras.
El silencio poético
Resulta que a veces nos lanzamos al agua infinita de lo total existente y nadamos hacia otra isla como la nuestra para no estar solos y es a eso a lo que llamamos amor; es de las pocas veces en que entramos en contacto con el agua ilimitada que rodea a nuestra isla y que forma parte de nuestra condición de existencia fundamental; existencia que se entrelaza con el resto del universo: existencia sin límites, sin definición posible.
No somos conscientes de esa vastedad y por eso necesitamos de palabras, de circunloquios o metáforas que traten de traer a nuestra isla de consciencia la intuición, la percepción inefable de lo absoluto de ese mar. Ortega y Gasset, en ocasiones, renegaba del amor; aunque obtengamos alegrías por amar, decía, la realidad del amor se patentiza en el dolor. Sóror Mariana Alcoforado —la monja portuguesa que escribió a su pretendiente infiel cinco cartas de amor— dijo: «Le agradezco desde el fondo de mi corazón la desesperación que me causa, y detesto la tranquilidad en la que vivía antes de conocerlo». También recordamos a Antonio Machado:
En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.
Pero es que el hombre parece no entender fácilmente que conocer al amor es conocer el dolor, así como la palabra necesita del silencio para poder ser: cuando nadamos por amor en el océano del todo, nuestra existencia se resiste a dejar de ser, padeciendo dolor.
No somos en el ser del todo; no se puede. En ese ser y no ser simultáneos —y a despecho de Hamlet— se nos revela, por la ausencia de dilema, que existe una unidad inaccesible a la conciencia, eso genera angustia poética. Se trata de, por ejemplo, ver una flor que nos seduce y reconocer, al mismo tiempo, el abismo que se abre entre nuestra «mismidad» mortal y pasajera y la necesidad de trascender hacia una belleza infinita intuida en la existencia de esa flor, en tanto que voz muda de lo total. La poesía, el arte, será lo que nos hará dar el paso atrás que nos salve del grito abismal y nos deje sobrevivir en el silencio.
Es como si soñáramos que estamos frente a una casa a la que sabemos de un modo impreciso que pertenecemos, pero de la que no encontramos nunca la puerta. Sentimos que coexisten amor y dolor porque queremos reemplazar lo absoluto con nuestra relatividad y de nada vale que razonemos que estamos dentro de esa casa. Razonamos inútilmente que la casa, que es el todo, al no tener afueras tampoco tiene puertas. Intuimos apenas lo absoluto de su existencia más allá del muro del conocimiento al que por hábito cultural nos enfrentamos y detenemos como si nos volviéramos de sal. Esa carencia nos hace vivir la existencia como una tragedia: en lo total somos sin ser porque aquello que es, es el todo. Estamos perdidos en una totalidad que incluye nuestro pensar y que por lo mismo no podemos pensar: el pensamiento se vuelve silencio. Ante esta imposibilidad lógica, decía Gregory Bateson, podemos conocer cosas, pero no podemos conocer el conocimiento, que nunca será «una cosa» sino, apenas y como quería Ortega, en un valor: imaginar que queremos entrar a esa casa sabiendo infructuosamente que estamos dentro, es vivir en carne y mente propias el viejo koan del querer entrar por una puerta sin abertura. La palabra se topa con el muro del silencio, el que desencadena la poética en el hombre. Porque es el poeta (el artista) quien rescata la luz del ser en los destellos de la palabra. Como humanos, somos luz porque logramos vincular con la palabra, nuestra limitación biológica con el océano cósmico. Pero también sentimos que el extrañamiento de la palabra nos deja en la indeterminación de nuestro propio ser y nos extraña al sentimiento de nuestra propia esencia. El precio a pagar por el silencio verdadero es el de no ser.
Al poeta no le interesa que no haya una diana para las saetas de sus versos. Más allá de la palabra poética henchida de silencio, el lector será el feliz y fugaz accidente del creador, como una flor lo es respecto al intrigante paso de una mariposa. Poeta será aquél, en definitiva, quien sepa descender al abismo de su propio silencio.