Se ha olvidado la cultura de la fraternidad, ahora debemos olvidar ese olvido. Este es el reto de la cultura contemporánea.
En sociedades como las nuestras, donde es costumbre formular altos ideales y, al mismo tiempo, negarlos a través de guerras, fanatismos e ideologías, hablar de la fraternidad equivale a buscar un diamante en la mugre o una aguja en el pajar. Esta búsqueda es un imperativo ético, político y socioeconómico porque, sin el esfuerzo para vivir la fraternidad, la historia de la humanidad pierde su sentido. En lo que sigue, comparto una breve reflexión sobre este ideal, al que algunos han llamado el principio olvidado de la Revolución francesa.
Trágica incoherencia
Al poco tiempo de consolidarse el tríptico de la Revolución francesa de 1789 («Libertad, igualdad, fraternidad»), la fraternidad fue relegada a un lugar muy secundario hasta desaparecer en el fragor de las luchas políticas. El ideal de «…vivir como hermanos bajo el imperio de las leyes…» (Bandera del distrito de Val-de-Grâce, 1790) sucumbió en las mezquindades y laberintos de la acción ideológica y política, lo que es evidente, por ejemplo, en el siguiente fragmento del discurso del revolucionario Berère: «Fraternicemos entre patriotas —dijo— y no cejemos en nuestro odio vigoroso contra los aristócratas… Los aristócratas, aquí, no encontrarán nunca una patria y nuestros enemigos no podrán ser nuestros hermanos…» ¿Es acaso posible vivir la fraternidad y, al mismo tiempo, cultivar un «odio vigoroso» en perjuicio de otros? Imposible. Desde la cuna de la Revolución francesa se olvidó, en la práctica, la vida fraterna.
El enfoque de «fraternicemos entre patriotas…», pero odiemos a quienes piensen, sientan y experimenten distinto, anula los vínculos fraternos entre las personas al priorizar la enemistad y el conflicto. Y con esto no niego la existencia de conflictos, estos constituyen uno de los factores básicos de las innovaciones históricas, pero afirmo que el conflicto no puede gestionarse de manera eficaz desde el odio. Es esta la trágica incoherencia que desangró al siglo XX, desangra al siglo XXI y, en medio de la pandemia y la actual crisis económica, social y política, revela todos los rostros deformes de la egolatría. Hablar de fraternidad y, al mismo tiempo, estimular el odio racial, el odio de clases, el odio por razones de religión, el odio por el simple hecho de pensar distinto o de tener intereses diversos, revela una grave enfermedad del alma y de la mente. Pronunciar las palabras fraternidad, solidaridad o justicia y, al mismo tiempo, odiar al semejante equivale a un desequilibrio psíquico de graves y decadentes consecuencias. La fraternidad es un modo de convivir y coexistir que asume las diferencias sin destruir la concordia. No es un acuerdo o un consenso, no es compatible con el terror y el sectarismo.
En el origen del olvido
Si en el tríptico de la Revolución francesa, junto con la libertad y la igualdad, aparece la fraternidad, ¿por qué razón se han subrayado casi de modo exclusivo los dos primeros principios, olvidándose el tercero? Existen dos causas principales:
1- La fraternidad encuentra un lejano origen en las tradiciones que, al momento de producirse la Revolución francesa, estaban enlazadas al antiguo régimen del absolutismo monárquico. El derrumbe de la monarquía se mezcló, entonces, con el descrédito de estas corrientes históricas. No es casualidad, por ejemplo, que, en los libros de La Mettrie, Helvetius, D’Holbach, Voltaire y Rousseau, se expongan críticas sistemáticas a la jerarquía religiosa, aliada vergonzante e infame del absolutismo.
2- Las diferencias que separaban a constitucionalistas, girondinos, jacobinos, demócratas, monárquicos, clero favorable a la revolución y clero opuesto a ella, llevaron a situaciones en extremo violentas y sangrientas, como el reino del terror y los intentos de restauración absolutista. En tales condiciones, la fraternidad fue desplazada del imaginario colectivo; experimentó una existencia marginal, permaneció ausente en la intención política de los contendientes, hasta transformarse en un vocablo irrelevante y en una realidad ausente.
Al desaparecer la fraternidad del horizonte de realización de la Revolución francesa, se introdujo una ruptura que ha dificultado unir los principios de libertad e igualdad. La divisa «libertad, igualdad, fraternidad» está concebida para que sus tres componentes funcionen de modo simultáneo y equilibrado, apoyándose mutuamente, pero las sociedades modernas, marcadas por desequilibrios individualistas o estatizantes, terrores sucesivos, conflictos, divisiones, genocidios y profundas crueldades, han hecho imposible recuperar la integralidad de aquel lema. El «odio vigoroso» que proclamó Berère se convirtió en la fuente nutricia de la discordia generalizada hasta los días que corren.
Dos experiencias
Mientras las tradiciones humanistas, democráticas y liberales fortalecen la libertad y, sobre esa base, intentan resolver, con éxito frágil y variable, el problema de la desigualdad; las tendencias autoritarias —redivivas en estos tiempos pandémicos—, cuyos divulgadores enfatizan en sus discursos la igualdad o, en su defecto, las ideas de solidaridad y del nacionalismo exacerbado, no logran esta, eliminan la libertad y construyen un tipo de falsa fraternidad basada en la enemistad constante. Recuérdese que el término «solidaridad», de uso frecuente en la demagogia actual, es en realidad un «…vástago conceptual del ideal de fraternidad…» Conviene, tanto en el ámbito político como económico, recuperar el ideal de fraternidad hasta convertirlo en una categoría válida de análisis que inspire decisiones y prácticas concretas. Existen, en esta dirección, experiencias positivas como el solidarismo, el cooperativismo, la responsabilidad social empresarial, las formas de copropiedad, cogestión y autogestión de medios de producción, la autogestión social y política, y los esfuerzos por construir alternativas de evolución que erradiquen las mentalidades acostumbradas a dividir y polarizar.
Estas experiencias forman parte de la extraordinaria variedad de contenidos a que da lugar una sociedad fundada en la libertad de sus miembros. En definitiva, como explica John Rawls en Teoría de la Justicia, la fraternidad no es «…impracticable…» y es «…perfectamente aceptable…» Las prácticas fraternas en casos de extrema necesidad y sufrimiento, como las experimentadas en esta época de crisis sistémica global, nutren la esperanza de que un día el ideal de vivir como hermanos, diferentes, pero unidos, libres e iguales, complete, por fin, el tríptico de la Revolución francesa. Y esto ocurre al margen, en forma paralela y, muchas veces, en contra de las narrativas del poder, cualquiera que sea, generalmente tan protocolarias, arrogantes y falsas.