Los vicios y las manías son asuntos privados, y la mayoría de nosotros preferimos que las cosas permanezcan de esa forma, ya sea por pudor, por careta social o un pueril «¿qué dirán los vecinos?». No nos engañemos; todos tenemos años invertidos en una mala práctica, algún pecadillo que, bien llevado, puede colmarnos de felicidades terrenas. Solo los locos y los santos tienen la fortitud de llevar existencias acéticas, y nadie aquí es un desquiciado, mucho menos una Teresa de Ávila. Los vicios, parece, tienen su lugar en nuestras vidas, y también es cierto que una autoridad como lo fue Séneca tuvo buenas palabras que decir sobre algo tan vil como la embriaguez. «Aunque no hay que hacerlo a menudo», le escribió a Sereno, «de vez en cuando hay que dejarla salir hasta alcanzar la euforia y la libertad, y alejar por un momento la triste sobriedad».
Esa triste sobriedad aclara los ojos a las realidades del mundo, por lo que no sorprende que en tiempos de crisis florezcan las adicciones. Debido a que aún nos hace falta una eficaz y accesible realidad virtual, es fácil comprender la búsqueda de placeres y refugios en los pequeños paraísos que nuestras mentes confeccionan. Pero no todos los vicios están cortados por el mismo sastre. Los hay destructivos, auténticas calles sin retorno por las que uno se arriesga a perderse. Luego los hay más bien templados, carentes de riesgo, pero no por ello faltos de poder sobre la persona.
De entre estos últimos, uno de los más deliciosos es la despreocupada adquisición de libros que no se van a leer en mucho tiempo, incluso puede que nunca. La construcción mesurada de una biblioteca propia que sirva de monumento a la clase de persona que somos es un proyecto guiado por las vanidades del ego y la soltura económica, pero la adquisición compulsiva de textos por el puro placer de adquirirlos se la debemos a la glotonería de la adicción. «Al menos yo compro libros», se dice el coleccionista vanidoso tras escuchar que tal o cual persona ha gastado la mitad del salario en el juego, la bebida o las drogas, feliz en su convicción de creerse ajeno a esa hermandad tan desdichada.
La pregunta entre quienes pertenecemos a esta sociedad no tan secreta es la misma, tan frecuente que podría ser la leyenda bajo nuestra heráldica: «¿Cuándo podré leer esto?» Lo que comenzó como una adquisición inocente crece al poco rato en una pila que abarca todo lo que está a la vista, un carnoso hongo de letras que se ensancha por las paredes en detrimento del resto de las pertenencias. Ediciones especiales e ilustradas, títulos comunes y corrientes, colecciones limitadas, tapas duras y blandas, impresiones baratas en el peor de los papeles; todos encuentran algún lugar entre el montón, ya sea a los lados, por encima o por debajo.
La mayoría comienzan con una buena estantería que, en poco tiempo, se llena de ejemplares que serán leídos dentro de cinco, seis o siete años. Y qué viscoso se vuelve el sudor en el cuello cuando se percatan de la velocidad con que los espacios vacíos se llenan. Para evitarse un malestar, la gente sensata se deshace de títulos viejos, de lecturas malas o ejemplares que les son del todo inútiles. El adicto al coleccionismo de libros, en cambio, tiene el corazón demasiado reblandecido para cometer semejantes blasfemias. ¿Qué tal si un día necesitaré este texto de arquitectura románica en el Languedoc? ¿Con qué cara le doy la espalda a este librito de frases célebres que he marcado con el ex libris de mi casa? ¿Me perdonaré algún día por haber regalado ese libro en ruso que jamás iba a leer? La única respuesta válida para esta persona es, desde luego, adquirir una nueva estantería o apilar libros donde normalmente no se apilan libros. Incluso, en el peor de los casos, mudarse a una residencia mucho más amplia.
La bibliomanía es una condición tan real como el alcoholismo, incluso si algunas asociaciones médicas y del trato de las adicciones se niegan en aceptar su existencia. Y que no se confunda con su hermana menor, la mojigata bibliofilia, cuyos grados máximos de éxtasis no llegan jamás a desbordar a la persona. Desnudo ante la razón analítica, el bibliómano no es más que un hoarder; un acaparador de gusto intelectual y refinado, pero un acaparador más de entre tantos otros, a fin de cuentas, sometido a las mismas penas e impuestos psicológicos y sociales. Igual que Peter Kien, en la novela de Canetti, el bibliómano busca y prefiere mantener la silenciosa compañía de sus textos, pagará lo que sea con tal de ausentarse de interactuar con la mera y burda masa de la humanidad.
La bibliomanía de los occidentales es el tsundoku de los japoneses; la misma dependencia infeliz, pero revestida de una elegancia mucho más fina, tan propia de por aquellas regiones. El término carece de traducción en nuestras lenguas, pero puede entenderse como «acumulación de cosas para leer» y, en virtud de su mera procedencia oriental, trae consigo otras pautas culturales. No es lo mismo ser un bibliómano, con su bagaje de estereotipos que lo pintan como un individuo ermitaño y duendesco, a el sofisticado tsundoku sensei. Mientras que el primero es víctima de una pulsión psicológica que le lleva a amasar títulos en los que incluso puede no tener un solo interés, el segundo los aglutina solo en función de su baja velocidad de lectura. Todo, en realidad, es una masa de maquillaje para embellecer la misma adicción, pues no importa que hermosos vestidos se ponga, en su manicomio la loca seguirá bailando sola.
Tanto o más que el espacio físico de la residencia, el bolsillo también nota las escapadas del bibliómano. Una tortura a la que algunos nos sometemos es acudir a la librería durante los últimos días del mes. Ahí lo pasa mal quien cuenta los centavos para pagar los servicios o comer una cena más decente que una pizza de microondas, quien no quiere perder los últimos dinerillos, «por si cualquier cosa», antes del ingreso de la nómina o el estipendio. Al igual que con otras adicciones, la promesa que nos hacemos es la misma; acudir al sitio de preferencia para ver, tocar un poco, y nada más. La madre Fortuna, en cambio, tiene sus maneras de sembrar el camino de tentaciones: una novedad por aquí, una rareza por allá, ese título que teníamos años buscando y que hoy, qué casualidad, lo encontramos en la estantería aquella. Si llevamos las cuentas domésticas dentro del cráneo, o en el teléfono, las consultamos dos o tres veces para sopesar el riesgo de darnos un lujo, solo el último, uno más y ya. Si el sentido de la moderación económica es fuerte, se reacciona según el criterio de cada uno. Común es pedir al librero que nos guarde una copia «por un par de días», pero si solo hay un ejemplar del libro en cuestión y el personal no accede a nuestra suplica, y eso ocurre, lo más sensato será ocultarlo en algún lugar donde nadie, ni el propio librero, lo pueda encontrar. Mea culpa.
Lo más digno, desde luego, es mantener la sobriedad en las pasiones, pasar de largo a la tentación. Si la persona es de carácter más bien flaco y cede a ella, disfrutará poco tiempo de su nueva adquisición, pues pasará a la pila junto con las otras docenas de textos aun por leer. Al contrario, si la voluntad del ahorro se sobrepone, el lector saldrá de su librería sin un solo ejemplar en manos, pero sintiéndose como un titán; como un estoico; como maestro de su destino. También hay que decir que muchos otros simplemente roban cuanto libro les es posible sin mostrar el mínimo arrepentimiento.
Alguien podrá insinuar que existe una relación entre la soledad y los libros, sustitutos para las amistades muertas, las que no llegaron nunca o las que jamás nacerán. Para muchos, la lectura no es simple lectura, sino conversación con quien escribe más allá del espacio y del tiempo, la cultura, la política y la religión. En ocasiones ocurre que, en las librerías de usados y de segunda, se pueden encontrar títulos con glosas escritas a tinta negra, azul o roja; insultos a la moralidad del autor, alabanzas a las decisiones de la autora, un cuestionamiento total de la tesis que plantea este o aquel ensayo. Algunos compradores de estas antigüedades incluso agregan sus propios comentarios al diálogo, creando así auténticas discusiones entre individuos que jamás se conocerán.
La moderación es la madre de la templanza, pero, a diferencia de lo que ocurre con otros adictos, el bibliómano jamás muestra el mínimo interés por poner fin a esa actividad que le colma de tantos placeres. Nunca se escuchan historias esperanzadoras de antiguos coleccionistas que dejaron de interesarse en nuevas adquisiciones después de verse con los profesionales de la salud. «Mi esposa sufrió una sobredosis de libros» no es el tipo de comentario que se escuche en las fiestas. Tampoco es común hablar a espaldas de familiares o amigos, dueños de colecciones masivas de tinta y hojas, y decir que tienen un problema.
En algún sitio, Séneca, de nuevo, comentó que «el exceso de libros distrae, así que has de tener solo los que puedas leer». Qué palabras tan ciertas. Tan ciertas como que, para el bibliómano, buscar, adquirir, catalogar y rodearse de centenares de libros es la más excelsa de todas las pasiones. ¿Y qué no fue también aquel mismo patricio quien escribió, en otra parte, que la ausencia de pasiones es la marca de una auténtica estupidez? Seremos adictos sin remedio, pero al menos podemos presumir de no ser estúpidos.