Cuando las estrellas son más brillantes, comienza esa época del año durante la cual entran, en la escena de diciembre, alegres ornamentos que engalanan avenidas e iluminan miradas, icónicos platillos que endulzan el paladar y, por supuesto, famosas y características melodías que transportan a los más entrañables instantes en familia. En ese momento, sabemos que ha llegado la Navidad.
Entre las tradiciones celebradas alrededor del mundo para ambientar los tiempos decembrinos, existe un espectáculo en particular que reúne la esencia del espíritu navideño, transmitiéndola, en su adaptación a la danza, a través de las estilizadas siluetas de bailarines con coloridos vestuarios, cuyos movimientos los convierten en los instrumentos que hacen visibles las notas de Tchaikovsky, alrededor de la historia del soldadito de madera, el Rey Ratón y un enorme árbol de Navidad.
El ballet El cascanueces es, por excelencia, el evento de disfrute familiar que ha trascendido de generación en generación, año tras año, estructurándose en dos actos como un proyecto que fue encargado en 1891 por Iván Vsévolozhsky, director de los teatros imperiales de Rusia, donde se estrenaría, finalmente, el 18 de diciembre de 1892, como el tercer ballet compuesto por Piotr Ilich Tchaikovsky.
Presentando coreografías de Marius Petipa y Lev Ivánov, y escenificando un libreto creado por los mismos Vsévolozhsky y Petipa, se basa en la adaptación de Alejandro Dumas del cuento «El cascanueces y el rey de los ratones», escrito por Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.
El primer acto de la obra nos envuelve y adentra en un magnífico cuento de hadas, mostrando una fiesta en vísperas de Navidad, un pequeño cascanueces de madera y una batalla colosal con monstruosos ratones; para, luego, iniciar una visita al Reino de las Nieves, donde diversos bailarines les dan a Clara, la protagonista, y al cascanueces, ahora convertido en príncipe, una inolvidable bienvenida a su mundo mágico.
La segunda parte se desarrolla en el Reino de los Dulces, animado por danzas distintivas de varias nacionalidades, como la española, la árabe, la china, la rusa, entre otras interpretaciones que dan paso al tan acreditado pas de deux del Hada de Azúcar, soberana de los dulces.
La música de El cascanueces pertenece al período romántico y contiene algunas de sus armonías más memorables, varias de las cuales se escuchan con frecuencia en la televisión, el cine y demás, siendo, sobre todo, «Danza rusa», «Vals de las flores», «Marcha» y «Danza del Hada de Azúcar» las piezas más fácilmente reconocibles entre las audiencias. Inclusive, unos cincuenta años más tarde de su estreno, Walt Disney utilizó parte de la banda sonora para la clásica película Fantasía, en 1940, lo que orientó la atención del público a este ballet.
El interés creció cuando el montaje del coreógrafo George Balanchine fue televisado a finales de 1950, pasando a ser, quizás, el ballet más conocido en Occidente y, sin duda, el más relacionado con la Navidad, pues, desde entonces, El cascanueces ha sido montado en numerosas ciudades del mundo.
En medio de las producciones destacadas de este espectáculo, nos encontramos con el caso de Venezuela y su tradicional versión de 1996, con coreografía de Vicente Nebrada, para la compañía del Teatro Teresa Carreño en Caracas. El maestro Nebrada fue, de hecho, parte de la generación pionera de la actividad dancística venezolana en los años 40 y tuvo una extensa trayectoria como coreógrafo, iniciada en 1958, cuando estaba comenzando su carrera profesional y culminada con la creación de su propuesta de El cascanueces. Cuenta con una colección de 61 coreografías originales y adaptaciones de ballets del repertorio clásico universal para diversas compañías del mundo.
Cada diciembre, los espacios abiertos de ese teatro capitalino habían dado la bienvenida a miles de espectadores que, subiendo las escaleras mecánicas y sin importar cuántas veces hubieran visitado el recinto, aún levantaban la vista hacia el arte cinético de Jesús Rafael Soto que guinda del techo del lugar, siendo ese instante el perfecto preámbulo para la historia navideña que aguardaba dentro de la sala, sobre el histórico escenario de plataforma giratoria.
Cercano a cumplir 128 años de su estreno mundial, el próximo 18 de diciembre, me tomo el atrevimiento de emplear el nombre de El cascanueces, con toda la fuerza internacional que posee, como una herramienta para compartirles una reflexión que, posiblemente, les resulte inesperada.
Si bien la cuarentena mundial que vivimos ha afectado el desarrollo de eventos en ambientes culturales alrededor del planeta, incluyendo el Teresa Carreño y otros teatros venezolanos, poniendo en juego este 2020, la experiencia navideña que simboliza ir a ver El cascanueces, el ballet, en sí mismo y contra cualquier adversidad, mantiene viva la ilusión familiar por la Navidad. Sin embargo, más allá de la situación pandémica, es necesario que mencione la relevancia para Venezuela de luchar contra la dejadez, la ignorancia y el vil interés de un régimen que tanto ha afectado nuestra formación y crecimiento cultural, debido a que es comprobable la realidad de que los espacios artísticos, como todas las creaciones del hombre, reflejan lo que predomina en la sociedad.
Debemos tener presente que, aunque tal ballet ha significado lo que ha significado en la historia gracias a los diferentes aportes de tantos artistas, esta tradición dancística ha trascendido y seguirá trascendiendo la condición humana. A fin de cuentas, eso logran las grandes expresiones artísticas.
No obstante, en cada uno está el deber de ser el cambio que queremos ver en el otro y en lo que nos rodea. Arte, bondad. Danza, espiritualidad. El cascanueces, trascendencia. Todos son conceptos que superan nuestra limitada existencia, pero, contradictoriamente, frágiles ante la corrupción del hombre y sus ansias de sacar provecho.
Entre alegres ornamentos, icónicos platillos y características melodías que forman la escena decembrina, las estilizadas siluetas de bailarines con coloridos vestuarios; las notas de Tchaikovsky; y la historia del soldadito de madera, el Rey Ratón y un enorme árbol de Navidad; siempre vivirán para recordarnos lo pequeños que somos en el universo y lo breve que es nuestro paso por él, pero, a la vez, el gran poder que tenemos en las manos para influir en el contexto, para decidir si queremos ser de los que crean cosas hermosas con pasión, para alejarnos del vicio de destruir lo construido por otros.