Vivimos con los cambios tecnológicos del siglo XXI, pero con las instituciones sociales del siglo XIX.
(Eduardo Punset)
El presente artículo trata de plantear más interrogantes que certezas. Tiene un objetivo central: identificar los factores históricos fundamentales que le dan perfil propio al siglo XXI. Para lograrlo, examinamos la transición entre los siglos XX y XXI, a través de la comparación de elementos, análogos o diversos, a los que gobernaron el tránsito de los siglos XIX al XX. Una vez verificadas las diferencias o similitudes entre ambas transiciones, nos concentramos en profundizar los caracteres distintivos y originales del siglo XXI. Ello nos permite definir los factores esenciales de su inicio, configuración, continuidades y rupturas, respecto de la centuria anterior. En consecuencia, identificamos cuatro fenómenos fundamentales que le dan identidad y perfil propio al siglo XXI: 1) el ocaso del sistema internacional liberal, originado en el tratado de Versalles (1919); 2) la emergencia de una nueva etapa del sistema capitalista, hegemonizada por el capital financiero; 3) la irrupción de la primera pandemia de la historia universal; 4) la confrontación entre EE. UU. y China por la generación y difusión de su poderío tecnológico y la expansión comercial, que definirá cuál de los dos liderará la 4a Revolución Industrial y, por ende, dominará la próxima globalización.
¿Comenzó el siglo XXI?
Los griegos tenían dos palabras para referirse al tiempo: Cronos y Kairós. La primera se refiere al tiempo cronológico o secuencial. La segunda significa aquel tiempo, el momento o tramo indeterminado, donde las cosas especiales y definitorias suceden. Mientras la naturaleza de Cronos es cuantitativa, la de Kairós es cualitativa. Así, ellos calificaron al siglo V (a. C.) el «siglo de Oro de Pericles», cuando Atenas alcanza el cenit de su grandeza política, militar y filosófica. Sin embargo, no fueron cien años dorados sino, apenas, 47. Desde el 478 (a. C.) donde los griegos repelen la invasión y limitan el avance del Imperio Persa, hasta el 431 (a. C.) donde se produce la muerte de Pericles y la derrota de Atenas en la Guerra del Peloponeso a manos de Esparta, una polis guerrera y bárbara, comparada con la magna Atenas. Según Cronos el siglo de oro es la centuria V (a. C.), según Kairós los años dorados de Atenas abarcan escasos 47 años hasta la derrota frente a Esparta.
Son dos formas diferentes de referirse y calificar el tiempo y, por tanto, los siglos. Estos conceptos jamás coincidieron en la calificación de los ciclos históricos, trátese del Renacimiento, la Modernidad, la Ilustración, la Revolución Industrial, hasta la Era Atómica.
El prestigioso historiador Eric Hobsbawm, señaló a 1991 como el final del siglo XX, como consecuencia del fin de la Unión Soviética y la nueva geopolítica mundial, que se inauguraba con el liderazgo unilateral de los Estados Unidos. Esa idea se correlaciona con la de algunos historiadores como Paul Johnson que lo dan por iniciado en 1918 con el fin de la Primera Guerra Mundial, el surgimiento de la Unión Soviética, la génesis del Nazismo y el Fascismo y el nuevo orden mundial, surgido de la Conferencia de Versalles de 1919. Este «ciclo», de siete décadas (1920-1990), habría concluido con la fractura histórica provocada por el colapso soviético y el fin de la Guerra Fría.
Estamos finalizando el año 2020 y uno podría preguntarse si el siglo actual, después de dos décadas, es una prolongación del siglo XX o ha comenzado, con identidad propia, el siglo XXI. Esta nota se propone hacer un serio replanteo sobre las explicaciones simplistas que adjudican, al atentado a las Torres Gemelas, el surgimiento de la posmodernidad, las ideas de posverdad, distopía, metapolítica, antiglobalización, poshumanidad cibernética, o inteligencia artificial, los hitos que marcan el inicio del siglo XXI.
Nos preguntamos: ¿qué procesos pueden ser los parteros de la Historia? Qué eventos pueden significar las fracturas de la continuidad, para modificar la geopolítica mundial y extender un certificado de nacimiento al siglo XXI. Son cuatro:1) el ocaso del sistema internacional liberal creado por el Tratado de Versalles(1919), 2) la crisis generada en Wall Street (2007-2008), como resultado de las desregulaciones del mercado financiero, iniciadas por Ronald Reagan, configurando la nueva etapa de financiarización del capitalismo, 3) la primera pandemia de la historia (2019), 4) la lucha por la hegemonía global, a través de la guerra comercial y tecnológica, entre EE. UU. y China. Esos son los fenómenos centrales que marcan el tránsito del siglo pasado al nacimiento del siglo XXI.
La mayor parte de la humanidad ha renunciado a pensar, distraída por la industria del entretenimiento o por este nuevo dios-digital, omnisapiente, al que llaman Google, que nos satura de información. Lo que nos proponemos es incitarlos a pensar, a liberarse de la alienación de nuestro tiempo, que es la hiperinformación manipuladora e inútil. Nada mejor, entonces, que verificar si es cierto que el siglo XX fue un ciclo corto de siete décadas, que comenzó luego de que, en el Tratado de Versalles (1919), las potencias vencedoras en la Primera Gran Guerra se redistribuyeran entre sí el poder a escala mundial, instituyendo el llamado orden liberal. Y, qué tanto pudieron anticipar, predecir o pronosticar, los desarrollos futuros hasta el colapso de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría.
¿Qué pasó en el siglo XX?
Les propongo que nos imaginemos viviendo en el Londres de 1900, la capital del mundo de ese tiempo. Europa dominaba el hemisferio Este. Era difícil encontrar un territorio que no estuviera dominado, directa o indirectamente, desde una capital europea.
Europa vivía en paz y gozaba de una prosperidad sin precedentes. La interdependencia entre las naciones del continente, debida al comercio y las inversiones, era tan grande y globalizada que nadie, seriamente, podía imaginar una guerra. Ello aparecía como un imposible y si algún conflicto se desatara acabaría en unas pocas semanas, ya que los mercados financieros globales no tolerarían la inestabilidad. El futuro parecía fijo y sólido: una pacífica y próspera Europa se preparaba para gobernar el mundo.
Trasladémonos ahora, imaginariamente, a 1920. Europa salía de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) hecha pedazos. El exterminio y los daños superaban, en crueldad y cuantía, a cualquier otra contienda a lo largo de la historia. Como consecuencia, desaparecían o se desmembraban cuatro imperios: el austrohúngaro, el otomano, el ruso y el alemán. La guerra terminó cuando el continente exhausto presenció el ingreso de un millón de soldados estadounidenses que, con precisión quirúrgica, entraron y salieron velozmente del conflicto, dejando configurada su calidad de nueva potencia mundial y una nueva Europa, que diseñaría junto con sus aliados.
El comunismo dominaba Rusia, que se había convertido en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). En el mayor aislamiento pretendía concretar la teoría del «socialismo en un solo país», lo que hacía muy dudosa su supervivencia.
Al mismo tiempo, países que habían sido la periferia del poder europeo como EE. UU. y Japón, súbitamente, emergían como grandes potencias. Pero de todas las certezas que se tenían al finalizar la Primera Gran Guerra, había una que no ofrecía lugar a dudas: que las condiciones impuestas a Alemania por los vencedores —a través del Tratado de Versalles (1919)—, desde las indemnizaciones a la mutilación territorial, harían imposible el resurgimiento del poder germano.
Imaginémonos ahora el verano de 1940. Alemania no solo había reemergido, sino que había conquistado a Francia y dominaba la mayor parte de Europa. Contra todos los pronósticos, la URSS había sobrevivido y era ahora aliada de la Alemania nazi. Gran Bretaña, casi en soledad, resistía los bombardeos alemanes y cualquier persona, medianamente informada, hubiera opinado que la guerra estaba concluida.
Si bien era ilusorio pensar en el Tercer Reich por mil años, todo indicaba que se había decidido el curso del siglo XX. Alemania dominaría Europa y heredaría la posición imperial conquistada en el siglo XIX.
Saltemos ahora a 1960. Alemania había sido derrotada en la guerra y su territorio partido en dos: la parte oriental dominada por la URSS y la occidental por EE. UU. Toda Europa había sido ocupada por ambas potencias dividiendo sus esferas de influencia entre el Este y el Oeste. Los imperios europeos habían colapsado. Los EE. UU. y la URSS competían entre sí para ampliar sus respectivas esferas de influencia, no solo en Europa sino en todo el mundo.
Los EE. UU. tenían cercada a la Unión Soviética a través de un colosal arsenal de armas nucleares. Los primeros habían emergido como un superpoder global. Dominaban todos los océanos del mundo y, con su capacidad nuclear, estaban en condiciones de dictar los términos a cualquier rival, en cualquier latitud. La «detente» era la mejor carta que la Unión Soviética podía jugar.
La otra alternativa era que la URSS invadiera Alemania y conquistara Europa. Esta era la guerra para la que todo el mundo estaba preparado, en medio del terror nuclear que intimidaba al continente europeo.
Imaginemos, ahora, estar en 1980. Los EE. UU. habían sido vencidos, en una guerra que duró más de una década , pero no por la Unión Soviética, sino por un pequeño país comunista del Asia: Vietnam. La nación americana era vista, y se veía a sí misma, en medio de la desmoralización y el retroceso.
Expulsados de Vietnam, fueron luego expulsados de Irán, perdiendo el control de los yacimientos petroleros, que —ahora— podían pasar a abastecer a la Unión Soviética. Para contener a esta última los EE. UU. establecieron una alianza estratégica con la China Comunista. Solo a través de esta alianza parecía factible contener el surgimiento soviético que se había extendido a Asia, África y América Latina.
Imaginemos, por fin, el año 2000. La Unión Soviética había colapsado completamente sin que se disparara un solo misil. China continuaba nominalmente bajo un régimen comunista, pero iba reconvirtiendo —gradualmente— su economía a modos de producción y comercio capitalista. La NATO se expandía en el Este de Europa e incluso en parte de la ex URSS.
Desde la visión «occidental» el inicio del siglo XXI, repetía el panorama de comienzos del siglo XX. El mundo entraba en la «globalización» en un ambiente de paz y prosperidad. En los EE. UU. se constituía un think-tank denominado: «El nuevo siglo americano». Esa potencia se preparaba a garantizar a través de la pax americana el futuro de la humanidad.
Cualquier tipo de consideraciones geopolíticas eran estimadas de carácter secundario frente a las nuevas realidades económicas y financieras. El conflicto quedaba circunscripto a ámbitos regionales y con características de baja intensidad.
¿Cómo empezamos el siglo XXI?
El optimismo de finales del siglo XX continuó a comienzos de nuestro siglo. La globalización había llegado para quedarse. Las naciones iban a subsumirse en grandes «espacios», de los cuáles la Unión Europea era solo un anticipo. El nacionalismo y el proteccionismo tenían los días contados. Tras la caída del Muro, agonizaban las ideologías. El mundo iba a estar más seguro que nunca. Esa fue, durante los años 90 y el comienzo del nuevo siglo, la fantasía cautivadora que atrapó a Occidente. La respaldaron miles de trabajos académicos, según los cuales se borrarían las fronteras, llegaría el fin de los aranceles y viviríamos una paz duradera. Era, para Francis Fukuyama, el fin de la Historia, que llegaba bajo el reinado del neoliberalismo. Un reinado que no tendría fin.
Entonces ocurrió el 11 de septiembre de 2001 y el mundo giró sobre su cabeza otra vez. La Doctrina de la Defensa Nacional de EE. UU. de 2002, desaparecida la amenaza soviética, se centró, y en parte inventó, un nuevo «enemigo identificado»: el terrorismo internacional.
Las represalias en Afganistán, Irak, Libia, la emergencia de la «primavera árabe», las amenazas a Irán por su desarrollo nuclear, la crisis global del capitalismo que disparó la quiebra de Lehman Brothers, y la crisis europea acabaron, muy pronto, con el idílico escenario del año 2000. Los conflictos proliferaron en diferentes áreas del planeta. La primavera árabe desembocó en la dictadura militar de Egipto, la «limpieza étnica» en Birmania (Myanmar); las migraciones masivas de refugiados y la guerra en Siria, en la que intervinieron EE. UU. y Rusia, provocó 500 mil muertos y 5 millones de emigrados. También hay conflictos en la zona del Golfo, donde Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Jordania y Egipto, están enfrentados a Qatar, aliado de Irán y apoyado por Turquía.
La lista de conflictos es interminable: el incesante enfrentamiento palestino-israelí, que no deja de producir muertes, ha sido agravado por la decisión del gobierno de EE. UU. que reconoció a Jerusalén como capital de Israel. El traslado de su embajada a esa ciudad, sagrada para las tres religiones del Libro, y un Plan de Paz elaborado por el yerno de Trump, que intenta comprar la claudicación de los palestinos contra la promesa de un ilusorio programa de cooperación económica, fue ideado unilateralmente por Trump con el visto bueno de Israel.
Asimismo, se observa el retorno del nacionalismo xenófobo y el aislacionismo, con el presidente Trump a la cabeza, quien intenta acabar con todo organismo multilateral del que EE. UU. sea parte, desde el Tratado Transatlántico, el Tratado del Asia Pacífico, la modificación unilateral del NAFTA convertido en TMEC, hasta el gradual desmembramiento del Sistema de Naciones Unidas, comenzando por la UNESCO y la OMS.
También pueden señalarse el retiro de Gran Bretaña de la Unión Europea; los intentos de Cataluña buscando la secesión de España, del mismo modo que un gran número de países y movimientos ansiosos por convertir un retazo geográfico en una nación; la oleada de movimientos y gobiernos de derechas, mezcla de soberanismo y nacionalismo xenófobo, y el resurgimiento de grupos filo-nazis y fascistas no solo en Europa, sino en los EE. UU. y en el Brasil de Bolsonaro. En medio de ese alarmante panorama, debemos admitir que existe un flujo y reflujo de la historia.
Tenemos que asumir que la guerra no es la única expresión del conflicto. La crisis económica y financiera iniciada en Wall Street en 2008, consuma la hegemonía del capital financiero como una etapa superior del capitalismo, con consecuencias alarmantes. Las guerras comerciales, monetarias, las ciberguerras, guerras asimétricas y las guerras híbridas, el espionaje generalizado, como intromisión en los asuntos internos de otros países soberanos, son formas del conflicto que se apoyan en nuevas tecnologías. En suma, ni globalización, ni liberalización comercial, ni paz. Las ilusiones noventistas se han desvanecido. El optimismo de finales del siglo XX estaba moribundo, pero el siglo XXI no terminaba de nacer. Fue, en su primera década, apenas una melancólica continuidad del anterior, hasta que aparecen la declaración unilateral de Trump de la guerra comercial y tecnológica con China y la primera pandemia de la historia: la COVID-19.
¿Qué podemos aprender?
No se puede pensar el siglo XXI con las categorías mentales del siglo XX. De ahí que muchos reaccionan con estupefacción cuando el papa Francisco dice que «estamos viviendo una Tercera Guerra Mundial».
Obviamente, se trata de una guerra de baja intensidad o de cuarta generación. El siglo XXI aparece, sin duda, como el de la expansión e integración del capitalismo a escala mundial, bajo la forma de financiarización del capital, convirtiendo a los capitales móviles en el sujeto histórico del nuevo ciclo capitalista.
Sin embargo, en menos de dos décadas, la visión de una geopolítica unilateral liderada por EE. UU. y el optimismo de un mundo ordenado por la pax americana, son sustituidos por una distopía (lo contrario a la utopía), representada por la serie inglesa Black Mirror, donde la humanidad se mira en un espejo negro, donde no se ve nada más que oscuridad e incertidumbre. Es hora, pues, de que empecemos a pensar el siglo XXI con nuestras propias categorías, antes que Goldman Sachs, Fukuyama, o algún otro augur, nos venda la visión elaborada, empaquetada y sin certificado de origen, del siglo que transitamos.
Los cuatro parteros del siglo XXI
1. El ocaso del sistema liberal mundial creado en 1919
Asistimos al ocaso del sistema mundial liberal fundado hace un siglo en la Conferencia de Versalles de 1919, de la cual surgiera la Sociedad de las Naciones, con sede en Europa, y el multilateralismo en las relaciones internacionales. Ese sistema fue renovado en 1945 con la Carta de San Francisco que creara la Organización de las Naciones Unidas, con sede en los EE. UU., líder indiscutido desde la última posguerra.
En nuestros días, la gobernabilidad del mundo se ha escapado de las manos de la ONU, de su Asamblea, de su Consejo de Seguridad, de sus agencias especializadas: la OMC, la Organización Internacional de Energía Atómica, la OMS etc. Hoy la gobernabilidad del sistema internacional no está fundada en la libertad, sino en el miedo. Ha renacido, artificialmente, el miedo a una catástrofe nuclear que no ocurrirá, pero que permite a los dueños del «Club Nuclear», manejar el mundo a su antojo, mientras nos asustan con unos países pequeños y lejanos como Corea del Norte o Irán. El miedo al holocausto nuclear se impuso en el siglo XX, a partir de las tragedias de Hiroshima y Nagasaki. Hoy, a partir de la primera pandemia de la historia, la COVID-19, se nos instala en el miedo a un enemigo invisible: el virus, cuyo origen desconocemos. Ello nos arroja al pánico por la posibilidad de una guerra bacteriológica.
2. La financiarización del capital
En esa fenomenología de la mentira, se oculta que la economía del mundo es manejada por el capital financiero internacional. Como ejemplo, sirva decir que 147 bancos controlan y manejan 43 mil corporaciones de primera magnitud alrededor del planeta. Esta brutal concentración del capital financiero se agrava si consideramos a los tres más grandes fondos mutuos del mundo: Black Rock, State Street Global Advisor y Vanguard. Los tres parecen estar estrechamente interconectados, gracias a las intersecciones de propiedad y a los vínculos extremadamente confidenciales y personales entre sus representantes, el frente de operaciones y sus Juntas Directivas. Los tres se encuentran en el centro de una galaxia de siglas, en la que aparecen otros fondos mutuos muy importantes y entidades financieras como Fidelity, T-Rowe, Goldman Sachs, JP Morgan y Morgan Stanley. En esencia, con las cuentas en la mano, se demuestra que solo los Tres Grandes manejaban 16 billones de dólares en 2019, así controlan 4 de cada 10 acciones de las principales corporaciones estadounidenses. La Harvard Bussines Magazine, calcula que las masas administradas por estos gigantes están destinadas a aumentar, respectivamente, en 34 por ciento en los próximos 10 años y en 41 por ciento, en los próximos 20 años. Con estas proyecciones, si superan los 20 billones en 2030, y llegan a los 30 billones en 2040, entonces los tres fondos serán equivalentes a la mitad del PBI de todo el planeta, tomando como base el PBI de 2019. Esta tendencia a la concentración no muestra signos de desacelerarse.
En ese ámbito donde las finanzas y el poder militar, manejan y disputan la supremacía en el comercio, la tecnología, las monedas, la defensa y la carrera espacial, se enmarca la disputa por la hegemonía entre China y los EE. UU.
En estos tiempos, en términos políticos y económicos, el bilateralismo se impone al multilateralismo, el proteccionismo a la integración y el mercantilismo a la globalización. Por lo tanto, se plantea una geopolítica, donde el soberanismo se impone a los organismos internacionales y la cesión de soberanía se vuelve escasa o nula. Es, en cierta medida, el mundo de «sálvese quien pueda».
3. La primera pandemia de la historia universal
Nuestra tesis fundamental es que la devastación o desertificación de la naturaleza y la humanidad (en el sentido anunciado por Martín Heidegger en 1935) había comenzado antes que apareciera la COVID-19. Era una bomba de tiempo destinada a estallar. Lo único que faltaba era la chispa que encendiera la mecha. La llama que provocó el estallido fue la COVID-19.
Todo análisis que prescinda de la historicidad de ese fenómeno, su vinculación con la explotación irrestricta e indiscriminada de la naturaleza, el pensamiento postmoderno, la emergencia del neoliberalismo y la globalización, será una fragmentación, una mirada parcial y, consecuentemente, un reduccionismo.
El neoliberalismo o financiarización del capital, opera a través del mercado y la globalización como un dispositivo de poder y dominación sobre toda la humanidad. La gran pregunta que se formula es: ¿qué se le puede vender a los miles de millones de seres humanos que habitan el planeta?
Esa inmensa masa de seres humanos tiende a ser transformada en potenciales consumidores. Son colonizados en su subjetividad por el pensamiento postmoderno, hasta convertirlos en máquinas deseantes, consumidores compulsivos de lo innecesario e individuos narcisistas. Descreen de los grandes relatos, de las tradiciones espirituales y niegan la posibilidad de trascendencia. Por eso los modernos ideólogos del capitalismo hablan de un «choque de civilizaciones»; el enfrentamiento de Occidente que solo confía en la ciencia, la técnica y el mercado (sus únicos dioses), versus el Oriente que todavía sostiene algunas formas ideológicas, cultiva sus tradiciones espirituales o, simplemente, cree en Dios, la trascendencia y lo sagrado.
Si algo declina en el mundo es lo que llamamos «Occidente». Esa visión del «pensamiento único o eurocéntrico», que comienza en el siglo XVI, con el Renacimiento, asume su apogeo, en el siglo XVII, con la entronización de la razón; se continúa en el siglo XVIII con el Iluminismo, en el siglo XIX con el Positivismo y naufraga en el siglo XX con el Cientificismo, dos guerras sin precedente y el holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki.
El siglo XXI trata de ser convertido en el siglo de la transhumanidad, donde los hombres devendrán en dioses a través de la tecnología, como afirma el historiador israelí Yuval Noah Harari, uno de los autores más leídos de este siglo. En el momento de mayor auge del pensamiento de Harari, cuando publica su libro De hombres a Dioses (en el cual sostiene que el hombre a través de la ciencia y la tecnología se apropia de la naturaleza y la transforma venciendo, para siempre, las hambrunas, las epidemias y las guerras, quedando —tan solo a un paso— de vencer a la enfermedad y la muerte), aparece la primera pandemia de la historia, ante los científicos, infectólogos, inmunólogos y epidemiólogos boquiabiertos, barriendo con toda su arrogante y elaborada teoría de nuestro ingreso a la poshumanidad, para convertirnos en dioses, perfectos e inmortales.
Ni el hambre, ni las pestes, ni las guerras, cuyo final decreta Harari, han desaparecido. Su papel en el campo de la historia ha sido como el de Fukuyama en la economía; el intento de asociar a la emergencia del neoliberalismo, el fin del homo sapiens sustituido por el homo deus, o el fin de la historia. El propio diario israelí Haaretz, lo califica como una «marioneta» al servicio del pensamiento neoliberal.
En la dialéctica del mundo contemporáneo, la globalización ha sido la condición de posibilidad de que se produjera la primera pandemia en la historia de la humanidad. La COVID-19 se manifiesta en un punto del planeta y, en término de semanas, se expande a los cinco continentes con la misma velocidad que, en el marco de la globalización, circulan personas, bienes, servicios y, fundamentalmente, las redes y flujos de capitales móviles que constituyen el instrumento de la financiarización capitalista.
Conviene señalar que la palabra pandemia se ha usado equívocamente para denominar a epidemias que afectaron a varios países. Así ocurrió, con la mal llamada «fiebre española» a la que, en su tiempo, se le calificó como la «mayor pandemia del mundo moderno». En realidad, no fue pandemia ni fue española. En griego pan significa «todo»; es decir que pandemia es la que afecta a «toda» la humanidad, mientras que la epidemia es, siempre, la que afecta a una región, un país o un conjunto de países. Este último fue el caso de la epidemia de gripe que se expandió por Europa en 1918.
Su verdadero origen se verificó el 4 de marzo de 1918, en Fort Riley, Kansas, EE. UU. Aunque ya, en el otoño de 1917, se había producido una primera oleada en, al menos, 14 campamentos militares estadounidenses. Tradicionalmente, se ha localizado al paciente cero en el Condado de Haskell, en abril de 1918. En algún momento del verano de ese mismo año, este mismo virus sufrió una mutación que lo transformó en un agente infeccioso letal. El primer caso confirmado de la mutación se dio el 22 de agosto de 1918 en Brest, el puerto francés, por el que entraban las tropas estadounidenses aliadas en la Primera Guerra Mundial.
Recibió el nombre de «gripe española» porque la epidemia ocupó una mayor atención en la prensa española que en el resto de Europa, ya que España no estaba involucrada en la guerra mundial y, por tanto, no censuró la información sobre la enfermedad. Es curioso que esa epidemia pasara a la historia como «fiebre española», siendo que el origen del virus se acepta que fue EE. UU., en la fecha citada arriba, en Camp Fuston, uno de los campamentos militares establecidos en Kansas, tras el comienzo de la Primera Guerra Mundial. ¿Extraño verdad?
¿Cómo influye la pandemia en los cambios que dan origen al siglo XXI?
3.1) La pandemia nos obliga a pensar en términos de «humanidad». A diferencia de las dos grandes guerras, este es un fenómeno planetario que no está localizado y amenaza a todo el género humano.
No podemos ser neutrales. No sabemos cómo reaccionar porque estamos ante un fenómeno nuevo. Desconocemos a dónde vamos porque vivimos en una era de total incertidumbre. Nada garantiza que en la pospandemia terminemos más egoístas, ávidos de poder y mezquinos o que giremos hacia una perspectiva más espiritual y solidaria. La mera vacuna no nos sacará de nuestra miseria espiritual. Si la única salvación es la vacuna, volveremos a la normalidad de un mundo que apesta. Necesitamos un pensamiento más radical sobre el sentido del hombre sobre la tierra; un salto axiológico en una era dominada por la tecnología.
3.2) El gran poeta Hölderlin decía: «Cuando crece el peligro, también crece lo que salva». Pero la salvación supone un cambio radical en nuestra consciencia. Debemos abandonar la superstición de que el cambio es imposible, la globalización imparable, el control de los Big Data sobre la humanidad inexorable, y la hegemonía del capital financiero nuestro destino final. Nosotros creemos que hay salida, que podemos evitar el efecto desintegrador del individualismo neoliberal sobre las relaciones personales, familiares, sociales, nacionales y regionales. El neoliberalismo es un gran asalto a nuestra identidad y nuestras raíces, a través de la colonización de nuestra subjetividad. Ello rebaja al ciudadano a la mera condición de consumidor, impersonal y pasivo, de todo lo que el mercado ofrece e induce a consumir.
3.3) Existe otro camino y es fácil encontrarlo. Sus bases están contenidas en la Encíclica del papa Francisco, Laudato si, que desarrolla una ética del cuidado de la Tierra como nuestra casa común. Denuncia cómo la ciencia y la tecnología, manejadas por la voracidad ciega de optimizar ganancias, están destruyendo no solo nuestra casa sino a nosotros mismos. Un pensamiento similar, que viene de Eurasia, relaciona geopolítica y existencialismo, en la obra de Alexander Dugin, o, procedente de Europa, a través de Alain de Benoit. Estos pensadores refutan el pensamiento «único y determinista de Occidente». Afirman que no es lo mismo destruir para construir algo nuevo, que la devastación o la desertización, pues la tierra y la humanidad ya no podrán renovarse. Nada humano puede crecer sino se arraiga en la tierra.
3.4) La religión del hombre de la postmodernidad es la religión del libre mercado y el monoteísmo del consumo. Sus santuarios son las Bolsas de Valores y su única noción de Paraíso, los paraísos fiscales.
Esto constituye el «idiotismo». La palabra idiota alude al que solo ve dos fuerzas opuestas. Idiotismo es sinónimo de maniqueísmo.
No debemos darnos por vencidos ante las fuerzas de la mercadotecnia, que instalaron el relato de que la tecnología y la globalización unidas por el neoliberalismo son invencibles. El coronavirus está mostrando su fragilidad y la del sistema financiero que los instrumenta. Seamos, hegelianamente, dialécticos. Sepamos que el neoliberalismo es una negación y la COVID-19 es la negación de la negación. Tomemos consciencia de que siempre está presente la salvación que, como toda síntesis creadora, surge de la «nada» de ambas negaciones. Volvamos hacia nuestro interior y busquemos el sentido de la vida en el ejercicio de nuestra libertad y no en la manipulación del consumismo.
3.5) Nosotros vemos en la pandemia la señal de que el modelo civilizatorio que ha dominado el mundo desde el siglo XVI ha llegado a su fin y de que es necesario iniciar una transición a otro u otros modelos civilizatorios. El modelo actual se basa en la explotación ilimitada de la naturaleza y de los seres humanos, bajo la idea de un crecimiento económico infinito, en la prioridad del individualismo, la propiedad privada y el secularismo. Este modelo permitió impresionantes avances tecnológicos, pero concentró los beneficios en pequeños grupos al tiempo que causó y legitimó la exclusión de vastos sectores sociales. Ello se materializó a través de tres modos principales de dominación: explotación de los trabajadores (capitalismo); legitimación del racismo y el saqueo de razas consideradas inferiores y la apropiación de sus recursos y conocimientos (colonialismo); y el sexismo, legitimando la devaluación del trabajo de las mujeres y la violencia sistémica hacia ellas en los espacios domésticos y públicos (patriarcado).
4. La lucha por la hegemonía entre EE. UU. y China
El destino del siglo XXI se dirimirá por la correlación de fuerzas entre EE. UU. y China.
¿Cuáles serán los terrenos en que se dirimirá la contienda entre las dos grandes potencias? 1) El resultado de la guerra comercial, unilateralmente declarada por la Administración Trump; 2) la disputa sobre la generación y el control de la tecnología de la 4 a Revolución Industrial; 3) la guerra monetaria que desafía la supremacía del dólar; 4) la primacía entre soberanismo y globalización; 5) la cuestión de bilateralismo versus multilateralismo; 6) los temas de la defensa, y 7) la carrera espacial.
Cualquiera que sea el resultado, la novedad geopolítica del siglo XXI es que, después de cinco siglos del descubrimiento de América y la aparición de la modernidad capitalista, la hegemonía geopolítica se disputa fuera de Europa. Los dos grandes actores o sujetos de la historia son, ahora, una potencia asiática, China, y una situada en América del Norte, EE. UU. No es la primera vez en la historia que una potencia hegemónica enfrenta el desafío de una potencia emergente. De los 16 casos que registran los historiadores, 12 terminaron en guerra. Esto es lo que se conoce como «la trampa de Tucídides». El historiador de la Guerra del Peloponeso sostenía, con base en la derrota de Atenas frente a Esparta, que la potencia emergente tiene siempre una ventaja frente a la opulencia y la molicie del hegemón dominante.
Otros autores tienden a basar la lucha por la hegemonía entre EE. UU. y China, a través de lo que se denomina: «la trampa de Ibn Khaldun». En su obra, Introducción a la Historia Universal, ese gran pensador del siglo XV, nacido en lo que hoy es Túnez, adoptó una mirada cíclica de la historia, subrayando la ascensión y el derrumbe de familias, naciones y civilizaciones. Su atención principal se centró en lo interno de cada una de las sociedades en pugna. El concepto clave que guio su obra fue el de asabiyyah, que ha sido traducido como cohesión social, solidaridad grupal, destino común, propósito compartido o sentido de pertenencia. Ese vínculo intenso y fraterno conduce a la cima y a los logros, pero su ausencia sienta las bases para el declive y la decadencia.
Si aplicáramos «la trampa de Ibn Khaldun», no es China, sino los conflictos raciales, los supremacistas blancos y el deterioro de su democracia, los que están minando el poderío y la cohesión de los EE. UU.
Sin embargo, la confrontación sinoestadounidense, si bien es un desafío, también representa una oportunidad para América Latina. Mientras ese enfrentamiento no existió, teníamos escasa relevancia en el tablero internacional. Ahora, tenemos dos opciones: sacar ventaja de ese conflicto, manteniendo nuestra equidistancia de los protagonistas, o caer en la doble dependencia: tanto de China como de EE. UU. Ello depende enteramente de nosotros; de contar con una geopolítica pensada desde nuestra perspectiva y una política exterior que se nutra de esa visión estratégica. Todo depende de cómo manejemos el imperativo interno del desarrollo, en relación con la restricción externa de la dependencia. El endeudamiento nos ha llevado al ajuste indiscriminado en el terreno económico, lo único que queda por ajustar, es una cuestión política: nuestra democracia. La declinación de la democracia en América Latina, ante los poderes corporativos, mediáticos y la judicialización de la política, es una manera de ajustar la democracia. Se da la paradoja de que, mientras todos jerarquizan la democracia como forma de gobierno, se practica la antipolítica; se devalúan los políticos, los parlamentos, los partidos políticos, las organizaciones sindicales y todo aquello que constituía la democracia representativa, republicana y federal.
En el escenario actual, ya no nos sirven las categorías de derecha e izquierda, que tienen 230 años de antigüedad, para caracterizar a los países y sus regímenes gobernantes. Estamos en la fase del caos. La lucha por la hegemonía se da entre neonacionalistas, por un lado, y globalistas, por el otro. Es necesario hacer una deconstrucción de la cultura en términos geopolíticos. Se han invertido todos los roles. Los países inventores del librecambio se han vuelto neonacionalistas y proteccionistas. Mientras, las potencias de origen estatista hablan de apertura comercial, de romper barreras arancelarias y sostener a la OMC. Lo cierto es que todos, Trump, Putin y Xi Jinping, son nacionalistas, pero con distintos discursos. Los simplificadores de los conceptos y del lenguaje llaman a los nacionalistas «populistas» de derecha o de izquierda. Con ello, el concepto de «populismo» se ha constituido en un pozo negro epistemológico donde cada quien arroja todo lo que no entiende o, simplemente, le disgusta. Lo cierto es que, al templo de la globalización económica, el Foro de Davos, ya no va casi nadie y menos, ninguno de los tres nombrados. Hay excepciones: a su última reunión fue Bolsonaro.
Las causas estructurales del conflicto entre EE. UU. y China aumentan el riesgo geopolítico y rompen las ventajas de la «Guerra Fría». El mundo actual es mucho más peligroso. Estamos en un momento de transición entre globalizaciones del capitalismo. La primera globalización ocurrió entre 1860 y 1914 y estuvo dominada por el Imperio Británico. La segunda ocurrió entre 1944 y 1989 y tuvo un dominio compartido por los EE. UU. y la URSS. La tercera se inició con el colapso de la Unión Soviética en 1989 hasta la actualidad, y ha estado dominada unilateralmente por EE. UU., pero con creciente participación de la UE, Rusia y China. En los intervalos de las globalizaciones, la rivalidad entre países aspirantes al dominio aumenta y puede derivar en guerras entre ellos o entre los aliados de cada uno. La rivalidad en este momento es entre EE. UU., un imperio en declive, y China, un imperio ascendente. Para 2030, Asia puede ser el motor de la economía mundial, como lo fue hasta el siglo XV, y China puede convertirse en la primera economía del mundo. Para entonces, alcanzará un PBI de 42 billones de dólares, contra 24 billones de EE. UU. Por eso, la guerra comercial se intensifica y lleva a una guerra tecnológica, porque quien controle la tecnología comunicacional (sobre todo el 5G), la robótica y la inteligencia artificial, dominará la próxima globalización.
El papa Francisco ha dicho que vivimos una Tercera Guerra Mundial. Lo cierto es que si estallara no nos daríamos cuenta. Si Rusia pudo penetrar y operar sobre el sistema electoral de EE. UU., quién garantiza que China no pueda penetrar el sistema bursátil y financiero de Wall Street, provocando un fenomenal caos.
Todo ello explica por qué el conflicto entre China y los EE. UU. por el predominio y control sobre las tecnologías, que se concentra en el sistema 5G y las patentes, sigue profundizándose. La decisión de Donald Trump de prohibir las relaciones comerciales entre empresas informáticas de su país y de China ha enfurecido no solo a empresarios asiáticos, sino a los propios inversores estadounidenses. Es que, por una cuestión demográfica, China es el mercado más atractivo para hacer negocios. Pero el CEO de Huawei fue contundente: «Detener el suministro a Huawei significa que están perdiendo irreversiblemente el mercado chino».
Durante tres décadas ha predominado la idea de que las grandes empresas que dominan el mundo de Internet, no tienen nacionalidad, pese a su sede física o jurídica. Google, Amazon, Facebook o Huawei, eran percibidas como grandes actores globales, que estaban por encima de organizaciones multilaterales y Estados nacionales. Esta idea está hoy en crisis.
Ahora Trump determina que las empresas tecnológicas de su país dejen de abastecer de insumos a Huawei, con lo que se está poniendo en evidencia que las grandes empresas del sector tienen nacionalidad, contra lo que muchos pensaban. La ofensiva de Trump contra la empresa china es el hecho que lo ha puesto de manifiesto. La amenaza estadounidense contra esta empresa, en la cual el Estado chino tiene un rol relevante, expresa el modelo chino de grandes empresas privadas, estatales o paraestatales en el mundo de las nuevas tecnologías.
Las grandes corporaciones estadounidenses, están acatando las directivas políticas de Donald Trump, aunque ello implique pérdidas económicas e incluso costos en materia de cotización de las acciones. Google fue una de las primeras empresas en sumarse a la política de Trump contra Huawei, asumiendo que es estadounidense y no supranacional. Cada vez son más las empresas tecnológicas de Silicon Valley que asumen esta posición. Se trata así, de un conflicto que las dos grandes potencias libran a través de sus empresas.
China amplía su contraofensiva y amenaza con dejar de exportar «tierras raras» (nuevos minerales clave para la industria de aparatos electrónicos de alta tecnología), del cual la potencia asiática es primer productor y exportador, lo que afectará la industria electrónica estadounidense al restringirle el acceso a insumos muy importantes. En conclusión, el conflicto desatado en torno a Huawei ha puesto en evidencia que, finalmente, las grandes empresas tecnológicas que dominan el universo de Internet, no son supranacionales sino que tienen nacionalidad, siendo una herramienta clave de la política exterior y actores centrales en la pugna por la hegemonía global.
En suma, el hecho estratégico más importante en el ámbito global es la pugna entre EE. UU. y China por la hegemonía. El primer ámbito en el cual se desarrolla es el comercial. Es evidente y hoy está en el centro de la discusión política y económica. El segundo es el tecnológico y se está manifestando en el enfrentamiento por el predominio del mundo de Internet en sus distintas versiones. El tercero es el geopolítico y tiene evidencias tanto en las tensiones en los mares sur y oriental de China, como en las resistencias o recelos que generan proyectos de la potencia asiática, como la Nueva Ruta de la Seda —el amplio corredor que busca llegar a América desde el extremo oriental de China, atravesando la península ibérica.
Pero no todo es controversia entre las dos potencias y la sangre nunca llega al río. Hay que destacar que, en enero de 2020, se firmó un acuerdo estratégico, en Washington, por el cual la República Popular China reconoce la superioridad estratégico-militar de EE. UU. El tema es que, el paso siguiente de este acuerdo, sería un pacto político para establecer la distribución del poder en el mundo en el siglo XXI, basado en el control de las tecnologías de frontera, que serán la base de la 4a Revolución Industrial. El poder decisivo en el mundo de hoy no es esencialmente militar ni económico, mucho menos territorial, sino el control de las tecnologías; fundamentalmente, las vinculadas a la inteligencia artificial, el sistema de Internet y la robotización.
Para concluir esta larga reflexión sobre el origen y destino del siglo XXI, podemos afirmar que los dos protagonistas de la carrera espacial, actualmente, son los EE. UU. y China. Como respuesta al lanzamiento de una sonda espacial china a Marte, la Administración Trump ha reactivado la actividad de la NASA, con una gigantesca inversión dentro del presupuesto de Defensa. Esta competencia entre ambas potencias se da, también, en los programas satelitales.
Como podrá apreciar el lector, en esta combinación de confrontación y acuerdos, entre los principales actores de la historia de nuestro siglo, se juega no solo la suerte, la seguridad y la sobrevivencia de la humanidad, sino el dominio del Universo.