Érase una vez un animal de estructura mecánico-geométrica admirable —¿hay alguno que no lo sea?— un molusco de concha en espiral, el Nautilus, cuyo ojo era un simple hoyo que dejaba pasar la luz. Luego, otros animales más sofisticados desarrollaron un lente para que pudiera penetrar aún más luz. Sin embargo, el lente introducía una complicación: solo los objetos ubicados a una distancia definida eran vistos nítidamente. Entonces la naturaleza hizo lo necesario para mejorar la situación: se desarrollaron músculos ciliares para acercar o alejar los lentes de los receptores. ¿Quién se atrevería a atribuir este proceso al azar ciego? «Es a la luz que el ojo debe su existencia. Entre los órganos auxiliares de los animales, la luz engendró uno que se le pareciera; es así como el ojo se formó, a la luz y para ella, para que la luz interior se encuentre con la luz exterior» (Gœthe).
La finalidad de la formación del ojo es ver. Puesto que la organización de los elementos, la armonía de las proporciones bien tomadas, los difíciles problemas de geometría, de física y de biología resueltos por los organismos para adaptar la visión a la vida diurna y nocturna son, todas ellas, actividades racionales, inteligentes y llevadas a cabo sin conciencia, es necesario admitir, además de su existencia consciente, una razón, una finalidad y una inteligencia inconscientes. Observar la existencia de un plan para cada órgano y organismo es reconocer una finalidad natural, local e inmanente, no impuesta por algún poder inteligente externo. Aunque el universo como un todo no tenga sentido, al menos cada órgano es localmente significativo. Por otra parte, nada obliga a suponer que un plan de conjunto ordena el universo, o que haya finalidad en todo lo real, o que la naturaleza sea perfecta. El lector sonreirá al enterarse de que, en el siglo XVIII, Bernardin de Saint-Pierre pensó que el melón fue dividido en rodajas por la naturaleza para su distribución familiar. Creer que solo el hombre es inteligente, que solo él es capaz de actuar según fines, es muestra de ignorancia y de orgullo desplazado. Los antiguos, en muchos aspectos superiormente dotados en intuición y en razón a sus descendientes, creían que la inteligencia estaba mejor expresada por las estrellas que por nuestros débiles espíritus.
La causa final suprema es el conatus, la necesidad enigmática de seguir existiendo y de la mejor manera. Por eso, las entidades y los seres, en su búsqueda de estabilidad, ponen en marcha los mecanismos productores de simetría cuya función es asegurar su permanencia. En el mundo de los seres vivos no es raro observar un proceso de regeneración por duplicación. El desdoblamiento de los miembros externos de los animales resulta de una técnica de estabilización en el espacio propio a la especie. Algo es en la medida en que es estable, y la estabilidad, condición de existencia, actúa como causa final o formal; «formal» en los dos sentidos aristotélicos. En su sentido principal, la forma es la esencia de algo, la respuesta a la pregunta ¿qué es tal cosa? y que permite definirla; luego, la forma es también la estructura físico-geométrica. La estabilidad actúa como causa final-formal en el sentido en que el objetivo hacia el cual se tiende es una estructura físico-geométricamente descriptible. Así como un director de orquesta hace lo posible por eliminar la intromisión del azar en su pieza musical, así la causa final-formal dirige una serie de procesos para asegurar la armonía sin la cual una entidad no existe. La estabilidad es también condición de conocimiento: sin ella la naturaleza no sería uniforme y la generalización, la inducción, la idea según la cual lo desconocido es como lo conocido, es imposible, y sin ese axioma ningún ser vivo podría seguir viviendo.
La causa final-formal tiene una autoridad reconocida por los elementos subordinados consistente en estos dos aspectos: 1) elimina grados de libertad en sentido físico y mecánico, i.e. reduce las modalidades en las cuales el estado de un sistema puede evolucionar libremente en el tiempo o en el espacio; 2) permite solo el desarrollo de aquellos grados de libertad que contribuyen a la realización de la finalidad. Ahora bien, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que el reconocimiento de esta autoridad por parte de los elementos constitutivos de las entidades orgánicas es uno de los enigmas más interesantes enfrentados por las ciencias naturales. Resulta que las células o las moléculas que dirigen un proceso están compuestas por los mismos elementos fisicoquímicos que constituyen los elementos dirigidos: ¿cómo se establece entonces la autoridad?
En la naturaleza inorgánica los cristalógrafos de ayer y de hoy están impresionados al ver que una sustancia particular cristaliza de algunos modos característicos (piénsese por ejemplo en la formación de los cristales de nieve en el aire). Si se descarta todo principio de orden, es imposible entender cómo una figura específica y constante surge accidentalmente, por azar. La naturaleza tiende a actuar de manera causalmente ordenada y geométrica. Estamos lejos de la ideología del azar de quienes piensan por ejemplo que los organismos vivos resultan del ruido, de una serie de señales parásitas que se superponen a la información útil, cubriéndola parcialmente. La vida sería para ellos el resultado de un movimiento aleatorio estabilizado por un mecanismo de selección, las exigencias del medio ambiente (darwinismo). El hombre habría aparecido por azar. Muchos se reconocen en estas expresiones de moda que sitúan al azar en un pedestal para dirigir la marcha del universo. Sin embargo, se recurre al azar, como algunos invocan a una divinidad, en última instancia, cuando la luz natural se muestra impotente para conocer las causas de algo.
Significados de la palabra «azar»
Dos personas nacen el mismo día en el mismo hospital, 85 años más tarde, ultimadas las vicisitudes de la vida, son incineradas el mismo día en el mismo crematorio. Dos amigos, habitantes de dos ciudades diferentes, se encuentran en una tercera ciudad sin haberse dado cita. Si el recorrido de cada persona se representa por una línea, el azar es el cruce de líneas causales mutuamente independientes. El hecho fortuito no estaba en los planes de nadie y este azar es una falta de finalidad consciente. El azar, en tanto que coincidencia, fue concebido en la antigüedad y ha atravesado las épocas. De esta manera lo definieron, entre otros, Boecio, Tomás de Aquino, Jean de la Placette y Antoine-Augustin Cournot.
Un clavo se suelta, la herradura del caballo se desprende y se pierde, el general que lo monta llega atrasado a la batalla, por falta de mando idóneo su ejército es derrotado en el combate decisivo y el imperio cae en manos del enemigo. Ocurrió por azar: una causa aparentemente insignificante, sumamente pequeña, produjo un efecto desmesurado. El tiempo atmosférico que habrá en La Paz, Bolivia, el 24 de enero a las 8:00 de la mañana hora local, tiende a describirse hoy como el resultado del azar. «Caos» es el nombre que se da al sistema determinista clásico cuando es tan sensible a las condiciones iniciales, tan inestable, que una minúscula modificación de ellas provoca diferencias importantes en el resultado. Así se explica que, en tales casos, la capacidad de predicción sea reducida y se piensa inmediatamente en el efecto mariposa.
E. N. Lorenz imaginó la posibilidad de que un ínfimo acontecimiento, el aleteo de una mariposa en Brasil, active un tornado en Texas. La inestabilidad es una propiedad del entorno porque, obviamente, la mariposa no tiene la energía para producir tal efecto desmesurado con respecto a ella. Se dice también que algo ocurre por azar, como una serie aleatoria de números, cuando es imposible, en un momento dado, encontrar la ley que la engendra y que le da significado. Es decir, no se sabe cómo reducir lo arbitrario de la descripción, dejando en ella solo lo necesario. Al no distinguir lo necesario de lo arbitrario, la descripción es indistinguible de la explicación.
Anoto, resumiendo, una serie no exhaustiva de sentidos de azar; de algunos de ellos hemos visto ejemplos. 1) Coincidencia; 2) encuentro de series causales independientes; 3) pequeñas causas, grandes efectos; 4) evento aleatorio (es el más claro de todos los conceptos de azar porque pertenece a una teoría matemática, el cálculo de probabilidades); 5) espontaneidad, ignorancia de un determinismo causal. Ignorancia, porque la naturaleza es una red compacta de causas múltiples y variadas; 6) fenómeno imprevisible con los medios del lenguaje usual; 7) fenómeno imprevisible con los formalismos y procedimientos de las matemáticas; 8) accidente, caso fortuito; 9) contingencia; 10) evento feliz, etc. La imposibilidad de predicción cubre todos los ejemplos de azar y es el concepto más empleado por la ciencia actual.
Las acepciones y ejemplos de azar revelan la multivocidad del término. Al exponer las diferentes significaciones, importa saber cuáles son incompatibles con el determinismo causal, cuáles son, al contrario, compatibles con él y, mejor aún, cuáles son reducibles a él. Esta preocupación se explica porque el determinismo causal es esencial a la razón y al conocimiento. La mayoría de las veces, en particular cuando el azar refleja la ignorancia de las causas y no la manera en que las cosas se producen y están realmente ordenadas, el azar es compatible con la necesidad del determinismo causal. Lo que se impone, entonces, para hacer que el azar tenga un valor positivo es precisar su significación. De esta manera se podrá ver tal vez en qué medida es asimilable a los procesos racionales, es decir controlable con los formalismos y procedimientos de la filosofía y de la ciencia.
Esta búsqueda de significaciones precisas es lo que se observa desde hace más de un siglo, revelada por la extensa literatura contemporánea sobre el azar y el caos. Dicho eso, es evidente que el azar, en el sentido de evento espontáneo, sin causa, es irracional y está desprovisto de significación positiva: con él nada se puede construir. Se sabe lo que se niega, la presencia de ciertas causas, pero no se sabe lo que se afirma porque no se entiende cómo algo puede salir de la nada. Conceptos análogos en esto a la espontaneidad son «inmaterial» y «sobrenatural»: ideas negativas sin mañana. No hay razón ni ciencia sin determinismo causal y, la teoría de la probabilidad, por ser matemática, es perfectamente determinista, aunque en un estrato diferente de aquel de las teorías mecanicistas clásicas, y se opone al azar en tanto que evento espontáneo. La misma observación —lo estrictamente espontáneo no es objeto de ciencia— se impone al concepto de caos cuando se refiere a acontecimientos reales y no solo al conocimiento de tales eventos.
Solo la necesidad limita la necesidad
De acuerdo con la metafísica de la necesidad universal, lo dije recién, la naturaleza es una red compacta de causas múltiples y variadas, razón por la cual todo ocurre porque tiene que ocurrir y nada podría suceder de otra manera. Ahora bien, una de las creencias mayores y más populares contra el determinismo causal, destructor del azar, recurre al sentimiento de libertad. Me refiero a la idea según la cual existiría una libertad absoluta porque, se supone, hay actos voluntarios espontáneos. La voluntad, para decidir y actuar, sería capaz de desvincularse de todas las causas de todos los órdenes simultáneamente. Quienes piensan que el hombre es un compuesto de dos realidades sustancialmente diferentes, el cuerpo y espíritu, se acomodan a esta concepción de la libertad. Así, aunque se pruebe día a día que la materia constitutiva del cuerpo está determinada, el creyente en el espíritu inmaterial piensa que eso es compatible con la libertad de la voluntad espiritual. Sin embargo, de acuerdo con la metafísica universalmente naturalista que expongo, la experiencia llamada «espiritual» es parte también del determinismo causal. Nótese que quien se siente responsable se concibe como primer motor o causa primera de un encadenamiento necesario de causas y de efectos: la responsabilidad presupone el determinismo causal. Todo lo anterior explica que yo defina la libertad como una necesidad interiorizada. En suma, la libertad no es un contraejemplo al determinismo causal.
La falacia de la representación
Todos los ejemplos de azar revelan la ignorancia de un determinismo causal y son, por lo tanto, ilustraciones subjetivas, no procesos reales. Algunas personas, desorientadas por los vulgarizadores, piensan que una excepción serían por ejemplo los fenómenos descritos por la mecánica cuántica. En lo concerniente al determinismo calculatorio, la física cuántica es la disciplina más precisa de la humanidad. Ciertos eventos y propiedades son verificados luego de haber sido previstos con más de diez decimales. Lo que ocurre, establecido por el Principio de indeterminación de Werner Heisenberg, es que hay un límite a la previsión. Esta supuesta imperfección no viene de una falta de causalidad determinista natural, sino del hecho de que, para medir, por ejemplo, la posición y la velocidad de una partícula, hay que enviar sobre ella un fotón. El resultado es que, si la energía que se envía es elevada, se modifica significativamente la posición de la partícula y, si la energía no es elevada, entonces la modificación de la posición es reducida, pero la información llega con atraso. En mecánica cuántica, los resultados cuantitativos, productos de la medida que se obtienen, dependen de la manera en que se efectúan las observaciones. Los especialistas de las ciencias humanas están familiarizados con esta situación desde que sus disciplinas existen: piénsese por ejemplo en las encuestas. Y en los años 1930 Grete Hermann mostró que, en mecánica cuántica, razonando hacia atrás, es decir cuando ya se tiene un resultado y se trata de saber cómo y por qué llegó a ser lo que es, es posible reconstituir el determinismo causal que lo produjo. Podría pensarse que el desafío para el mecanicismo causal y determinista sigue siendo la espontaneidad del «salto cuántico»; sin embargo, una observación reciente tiende a mostrar que la evolución de cada salto efectuado es, al contrario, continua, coherente y determinista. Habrá que esperar confirmaciones.
Estamos en el terreno de la controversia y conviene tener presentes estos dos puntos: 1) los fenómenos cuánticos son en parte construidos por los formalismos matemáticos, 2) de tales fenómenos no tenemos ni una intuición ni una percepción naturales. Una vez llegados a este límite del conocimiento, el problema filosófico más importante es el siguiente: sobre la realidad, quién tiene la última palabra, el físico con sus procedimientos experimentales y formalismos, o bien el matemático con sus símbolos y estructuras simbólicas, o el filósofo con la profundidad y el amplio alcance de su reflexión. Hay matemáticos que no excluyen la elaboración de una base matemática determinista a partir de la cual se demostraría que el formalismo actual de la mecánica cuántica emerge como un epifenómeno; es decir, no estaría excluido demostrar que la espontaneidad o el azar cuántico no son reales, sino suposiciones a partir de lo que se elabora simbólicamente. Luego, hay filósofos naturalistas (me sitúo entre ellos) que sabemos que, desde el origen del pensamiento racional, la naturaleza implantó en el ser humano la invencible convicción de que todo lo que ocurre resulta de la acción de una serie de causas múltiples y variadas. Por eso, la necesidad de comprender se satisface con el descubrimiento de causas y, cuando lo consigue, el entendimiento descansa. Esta certeza es el fundamento de los admirables esfuerzos de los científicos y los canaliza. De no ser así, ¿por qué dedicarían sus vidas a recolectar informaciones dispares que no llevan a ninguna parte?
Hay, sin embargo, filósofos que suponen, como lo estipula el tiquismo de Charles S. Peirce, que el universo se despliega por azar y que las leyes básicas de la naturaleza son definitivamente probabilísticas e inexactas. El mundo sería un conglomerado de elementos heteróclitos reunidos de manera aleatoria, un patchwork. Hay varias inverosimilitudes en esta doctrina. Se asume, por ejemplo, que el estado imperfecto del conocimiento en un momento dado, hecho de probabilidades y estadística, refleja fielmente el universo. Llamo a este error «la falacia de la representación». Luego, si las leyes de la naturaleza surgieron por azar en un momento dado, uno se pregunta por qué razón la naturaleza es uniforme, estable, por qué —igualmente por azar— sus leyes no se modifican radicalmente, o no desaparecen, al instante siguiente.
Progreso en la comprensión del determinismo causal
Desde la época moderna, i.e. desde que el mecanicismo y la física matemática existen, se tienen maneras claras y precisas de concebir las causas motrices y formales. Se entendió de manera temprana lo que es una potencia, una fuerza o una causa motriz: es un elemento natural, por ejemplo, el agua, el viento, el vapor o la electricidad, utilizado como un motor para mover un dispositivo. Las ecuaciones que describen las leyes naturales pueden, por su parte, considerarse como vastas causas formales. Ahora bien, tanto en el mecanicismo de los atomistas antiguos (Leucipo, Demócrito, et al.) como en aquel de los modernos a partir del siglo XVII (Descartes, Mersenne, et al.), lo que ha estado pendiente para tener una comprensión más acabada del determinismo causal es la clarificación de la idea de causa final. Es, en consecuencia, imposible no ser sensible al progreso del neomecanicismo en este dominio.
En efecto, se tiene hoy una idea bastante clara de lo que sucede cuando un sistema, orgánico o inorgánico, actúa guiado por una finalidad. Entre los ejemplos notables se encuentran los servomecanismos, la balística, la navegación. En este terreno, lo importante es la programación que determina el desarrollo de un proceso. En la finalidad entendida de esta manera no hay misterio porque el objetivo, el mecanismo de regulación, está programado o se programa en el presente: se preserva el orden temporal. Recuérdese que una de las principales objeciones contra la causa final, contra la teleología, es que no se entiende cómo un objetivo futuro, inexistente en el presente, puede intervenir en el presente. Lo ingenioso de los sistemas finalistas consiste, primero, en que leen o escanean los datos que reciben mientras actúan; segundo, proceden a comparar estos datos con los valores predeterminados y, tercero, son capaces de adaptar el comportamiento para mantener la identidad entre los valores prefijados y los datos recibidos mientras actúan. Puesto que la programación y la forma predeterminada son ambas matemáticas, sería más apropiado calificar a este modo de causa final «causa formal»: la causa formal asimila la causa final. Al entender el funcionamiento de los servomecanismos se reduce considerablemente la distancia cognitiva entre la comprensión de lo material-mecánico y aquella de lo mecánico-biológico.
Explicar y comprender es subir en la escala de la necesidad
La naturaleza es una red compacta de causas y efectos, múltiples y variados. El orden causal es la razón de las cosas. Es la razón primaria, mientras que la razón animal y humana se deriva de la razón de las cosas. Gracias a la necesidad causal, la naturaleza es inteligible en sí. La necesidad es criterio de explicación y de comprensión. Explicar y comprender es subir en la escala de la necesidad, darse cuenta de que lo que sucede no podría haber ocurrido de otra manera. El aspecto explicativo es el arreglo lógico de las proposiciones que describen las relaciones causales, y la comprensión añade el aspecto psíquico, la intuición. Solo intuimos, solo comprendemos, lo que es como nosotros (el supuesto «conocimiento» de lo infinitamente pequeño o de lo infinitamente grande —mejor dicho aquí, la «creencia simbólica»— aspira, en el mejor de los casos, a la explicación, nunca a la comprensión). El hecho de que el azar dependa del grado de ignorancia que se tenga con respecto a un determinismo causal, en un momento dado, revela su triste destino: retroceder a medida que el conocimiento y la comprensión de la necesidad progresan. Cada problema resuelto saca a la luz del día otros que no se habían imaginado y se itera, entonces, la búsqueda de necesidad: tal es el noble destino del pensamiento.