Platero es un burro pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
(Juan Ramón Jiménez)
Su mirada era lejana, pero aún intensa. Sentía que me comunicaba su despedida a través de las ventanas de sus ojos, de una manera profunda. Lo trajo el asistente del veterinario envuelto en un paño, le iban a hacer una intervención de emergencia y me preguntaron si quería verlo antes de la anestesia. Me asomé a su cara felina envuelta, como cuando uno mira a una criatura recién nacida. Me miró de adentro-felino y, sin saber, hicimos un compromiso sagrado, de volver a vernos, y tuvimos un recuerdo ancestral de siempre estar. Todo en un ámbito más allá de cualquier posibilidad de interpretación, emoción o premonición, aunque íntimo y real.
Dos meses después, yo iba mirando hacia atrás, por el cristal trasero, el trayecto recorrido por una ambulancia, acostado en una camilla pequeña y estrecha, en un viaje de tres horas rumbo hacia el hospital donde me harían una intervención quirúrgica de emergencia en el corazón. Sobre la ventanilla de la ambulancia, contrastando con los rápidos paisajes del atardecer, como vistos desde ventana de tren, se proyectaban como películas consecutivas, los recuerdos de mi vida. Tantos recuerdos, tantas cosas, tanta gente, tantas emociones y conclusiones, tanto asombro, tanta confusión, tanto amor vivido. Todo ahora parecía como un sueño.
La película comenzó a filmarse, al menos conscientemente, tal vez a mis cuatro o cinco años, cuando me di cuenta de mí mismo, cuando de súbito, se precipitó esa condición de darme cuenta de este «yo». Fue alrededor de ese tiempo, cuando encontré muerto a mi perrito cachorro, una mañana al despertar e ir a buscarlo.
En esos tiempos, mi mente de niño estaba de lo más emocionada con eso de ser yo, pero al darme cuenta de que las cosas se terminaban, que los seres se morían, me confundí; no podía entender por qué. Y la vida se llenó de temor de que mis padres murieran y, más aún, de que yo también dejara de ser aquél, tan recientemente descubierto yo.
La película continuó saltando en la pantalla improvisada de la ambulancia. Las escenas se mezclaban sin secuencia particular, en tiempo, espacio y sabor de alma. Ahora estaba en Beijing en el año 2009, la primera vez que estuve en China. Fui por tres días de trabajo y el último día, un domingo, alcancé a ir a ver la famosa Ciudad Prohibida. El taxi me dejó allí, en medio de no sé, quizás un millón de chinos que pasaban ahí su domingo, hablándose en un idioma para mí incomprensible. Ese día pude sentir la humanidad, no en el sentido filosófico, sino en la especie, en la multiplicidad, en los torrentes de vida manifestados en tantas formas humanas, y me asombré al ver tantos pasar, con historias desconocidas, con sus temores, ansias y amores secretos. Eran como hormigas en un hormiguero de jardín. Y volví a sentir aquel yo descubierto en mi infancia, solo, rodeado de un mar de otros yos, con quienes no podía comunicarme y que, además, no sabían que yo era yo.
Ven gatito ven... así llamé por primera vez a aquella pequeña burbuja de piel blanca y anaranjada, y él se me acercó corriendo con cara de travesura en ojos felinos. Era una forma joven de vida antigua. Lo encontré en el jardín frente a mi casa dando saltitos, trepando árboles, persiguiendo la libertad en todo lo demás, con manía de vivir. Se me acercó y se dejó cargar. Era muy inquieto le dimos comida y se quedó a vivir con la familia. Estuvo con nosotros quizás nueve años. De día, salía temprano y regresaba a comer varias veces durante el día y, al atardecer, venía a dormir. Le llamamos Gatito, y siempre fue un gatito.
En la ambulancia recordé que se había ido ya hacía unos dos meses y ya no volvía con el atardecer. Suspiré.
En un nuevo trayecto de la carretera, cambió la película, ahora estaba recordando cuando me tocó, para una clase de escuela secundaria, entrevistar a Don Juan Ramón Jiménez, quien vivía en el vecindario de mi escuela. Recuerdo que había leído de nuevo Platero y Yo, para mi entrevista con él. A mí me fascinaba aquella imagen del burrito Platero: «Cuando volvíamos por la noche del campo, cuando el cielo era claro y estrellado, las estrellas se reflejaban en el cubo de agua de Platero, y parecía que bebía ¡agua con estrellas!»
Me imaginaba las estrellas resbalando por la garganta de Platero, a la vez que brillaban y lo iluminaban por dentro. De alguna manera, esa magia se quedó en mí y, luego, en la vida, en momentos de angustia la recordaba. Recuerdo que, durante tiempos intensos de confusión en mi juventud, escribí unas líneas en una especie de diario que llevaba: «A veces uno necesita tomarse un trago de estrellas para curar el dolor del corazón. Sí, a veces hay que tomarse unas estrellas para aliviar el dolor de la espera».
Yo era un niño de doce o trece años y Don Juan Ramón Jiménez un reconocido mago de las palabras. Recordé su sonrisa, cuando nos dio la bienvenida a mi compañero de clase y a mí, nos presentó a su esposa, nos dio unas galletitas y un refresco, y nos leyó unas páginas de Platero y Yo.
Recordando la magia de Platero, pensé en Gatito. Me acuerdo de que, por las mañanas, yo me iba a trabajar a la oficina en el patio de la casa y él se iba a perseguir pájaros y ardillas, y al cabo de un par de horas se paraba afuera de la puerta y maullaba. Yo estaba oyendo música y escribiendo en la computadora y lo dejaba entrar. Entonces él saltaba y se acomodaba en la mesa donde estaba la computadora, y me miraba, con magia de Platero.
Conversábamos. Yo le comentaba lo que estaba escribiendo; él me miraba con su adentro-felino, intenso.
Un día le conté que le estaba escribiendo una carta a mis nietos, que estaban preocupados y decepcionados porque había ganado un tal señor Trump las elecciones en los Estados Unidos, y ellos estaban frustrados porque este era un tipo burdo con ideas retrógradas del mundo, de la vida, de la igualdad de los seres humanos etcétera. Y, además —le dije a Gatito—, no le gustan los gatos ni los perros. A esas me miró y bostezó. Le decía yo a mis nietos que tuvieran paciencia; que la historia del mundo era así, que se movía como un péndulo, pero que a la larga todo iba en dirección de progreso, que tuvieran paciencia. Les dije que era como una mala digestión, porque habíamos estado comiendo cosas que a la larga no eran digeribles, pero que así aprenderíamos a no comer más de eso, y que la mala digestión a la larga se aliviaba.
La ambulancia seguía su trayectoria y las escenas entremezcladas de vida continuaban proyectándose. Todos desfilaban en imágenes y mente, familia, amores, amigos, colegas —los presentes y los idos. La vida pasada fue resumida en un desfile de ensueños entremezclados; el presente era un viaje en ambulancia, y la vida futura muy, muy incierta. Curioso, en ese momento, no recordaba enemigos, no aparecían, y aunque había recuerdos de encuentros y desavenencias intensos, estos no dejaron marca, solo escenas de haberlos vivido. Sobresalían, con cierta melancolía, los momentos de amor y belleza, y los momentos de pasión y de aventura perdían su excitación en el recuerdo, y solo se reflejaban en el cariño y el asombro compartidos.
A Gatito le gustaba la música clásica. Se estiraba como gato y posaba su blanca cabeza de mancha anaranjada sobre su pata y me miraba desde un estado de relajación yóguico avanzado. Me invitaba a pensar en la vida que estaba atrapada en su burbuja de peluche, y en la vida que estaba atrapada en mí. Mi mente entonces divagaba de lo que estaba escribiendo y cambiaba de tema, para escribir sobre la vibración que él me transmitía, sobre la magia de la vida, las gargantas llenas de estrellas, su mirada de galaxia y de universo contenido en ojos verde amarillos. Pensaba en la verticalidad de los árboles, en la tersura de sus cortezas, en su hambre de luz, en las mariposas erráticas y pájaros en sinfonía (al escuchar esto último, Gatito paraba sus orejas en alerta y su mirada era toda atención). Escribía, sobre la vida; la vida, hirviendo en todas las formas posibles, incontenible. Esa era la conversación que teníamos Gatito y yo en esas mañanas, cuando él venía a escuchar música clásica conmigo.
Yo recordaba a Meher Baba y le contaba a Gatito de cómo mi vida se había inspirado con su mensaje de amor y silencio; le contaba sobre sus discípulos en la India, y que Meher Baba decía que la vida era una sola existencia y que todos éramos uno. Y él me miraba desde su adentro-felino, como si supiera, como si ambos supiéramos. No había nada que saber, era una comunicación más allá de saber, sentir, pensar o imaginar. Era la magia misma de la vida, las estrellas en la garganta de Platero, era el Ser, que se extendía en continuo, entre aquel peluche blanco anaranjado y este ser humano.
Entre tanto recuerdo, por fin llegó la ambulancia a su destino. Era fin de octubre de 2018. Me operaron, dos veces. Todo duró un total de quince horas y casi me voy a esos campos invisibles donde se había ido Gatito un par de meses antes, allá donde nace la magia que habita en las formas y en las estrellas.
Un señor anestesiólogo (creo) me despertó. Me hablaba a través de un túnel, o así lo veía yo, y me preguntó mi fecha de nacimiento y mi nombre, lo cual respondí correctamente. Después me preguntó, quién es el presidente actual de los Estados Unidos, y le contesté: «Oh no, Dios mío», y se rieron él y su compañero, y dijeron, sí está consciente.
Y aquí estoy ahora, dos años después de ese despertar, sentado frente a la computadora, escribiendo, recordándote recostado a mi lado en total relajación, mirándome profundamente de vez en cuando, desde tus ojos adentro-felinos y tu forma de peluche. Te cuento por si te interesa, perdió las elecciones el Sr. Trump y mis nietos están felices, y al nuevo presidente le gustan los animales (no sé si los gatos). Te cuento que siempre te busco por las mañanas y que decidí escribirte esto:
Llegaste aparecido en peluche blanco y anaranjado, con ojos ámbar saltarines y ganas de explorar por todos lados. Te sentabas en mi escritorio a oír música clásica todos los días, y me acompañabas a escribir pensamientos y poesía. Jugabas al escondite conmigo y a las emboscadas; peleábamos por tus cacerías de felino, que yo consideraba un desatino, y tú una proeza gatuna realizada. Un día te escondiste invisible. Y solo queda ahora tu recuerdo, y el cariño; los secretos compartidos en aquellos mundos de Platero y de niño.
Seguiré buscando en lo invisible tu amor en gotas de peluche blanco y anaranjado, que me diera su gracia y alegría por tantos años. Y sé, de alguna manera, que esos lazos de amor se encontrarán y se reconocerán nuevamente en florecimientos de vida. Pero, por ahora, sigamos jugando a las escondidas.
Ven Gatito, ven…