Con frecuencia nos introducimos en lecturas impulsados por las modas del momento, permaneciendo para siempre ajenos a tantos grandes autores que se ocultan bajo el polvo del olvido, como territorios ignotos que, sin embargo, un día gozaron de cierto prestigio.
Por suerte, algunas editoriales han emprendido la encomiable labor de recuperar a tantos de esos autores que merecen ser redescubiertos, para facilitar al lector la hermosa tarea de disfrutar de viejas lecturas con nuevas perspectivas.
Esto es lo que ha sucedido con Gatopardo y las obras de Barbara Pym, hoy reconocida, junto con Elisabeth Taylor, como una de las autoras inglesas imprescindibles del siglo XX.
Barbara Pym empezó a escribir en los años 50, publicando un número importante de obras hasta 1961. Aunque siguió escribiendo en los años posteriores, de repente, se había perdido todo interés por sus escritos y, por parte de las editoriales, solo obtenía negativas. Hasta que, en 1977, en un artículo en el Times Literary Supplement, varios críticos reseñables ensalzan su obra y la califican como una de las mejores autoras del siglo caída en el olvido. La trascendencia del artículo derivó en la publicación de nuevas obras, hasta 1980, año en que fallece. No obstante, desde entonces, su hermana Hilary se ocupa de recoger el testigo y consigue que otras tantas obras salgan a la luz.
Mujeres excelentes es entendida por la crítica como una de sus mejores novelas, pero hay muchas más, como Amor no correspondido, muy en la misma línea que la anterior, Un poco menos que ángeles y otras tantas en las que estoy deseando sumergirme.
De las obras a las que, hasta el momento, me he acercado, he podido observar que es habitual la presencia de elementos comunes no solo entre ellas, sino también con la propia vida de la autora (vinculación con la iglesia en la que su madre estuvo muy implicada, aparición de etnólogos que se relaciona con su trabajo durante años en el International African Institute de Londres). Sus personajes son mujeres que, a todas luces, pasarían desapercibidas, discretas, serviciales, que se describen a sí mismas de un modo gris e insulso, tal vez con un punto de inseguridad, y que salen mal paradas en la comparación con otras:
Ella era rubia y bonita, alegremente vestida con pantalones de pana y un jersey vistoso, mientras que yo, apocada y más bien feúcha, resaltaba tales cualidades con mi bata informe y mi vieja falda de ante…
(Mujeres excelentes)
Viven en barrios residenciales en los que disfrutan de una vida tranquila y convencional, dedicada, en buena parte, a las tardes de té con las vecinas, a trabajos sociales para la comunidad e implicación con la iglesia (anglicana, en este caso).
Se trata de novelas corales con personajes conectados entre ellos que adquieren la misma importancia y a los que seguimos tan de cerca como al propio narrador. En este caso, es un narrador (narradora) homodiegético, que toma un papel casi de observador, como si su función en la novela fuera la estar acodado en el balcón para después poder contar lo acontecido.
La narradora viene a ser una mujer soltera, con formación superior (con frecuencia literaria), que rebasa la treintena, vive sola y está desprovista de vínculos afectivos cercanos. Sus padres es posible que hayan fallecido, ella los habrá cuidado y tal vez haya heredado el hogar familiar que ahora es el suyo, en el que trabaja para darle un aire cálido y personal. Su actitud ante los otros siempre es bienintencionada, pudiendo pecar de solícita, atenta en exceso al cuidado de los demás para dejar de lado el suyo propio.
Estamos en el Londres de la posguerra, que rápidamente percibimos por el estilo de vida que llevan los personajes, la manera de hablar, las costumbres de las que hacen gala, los prejuicios que sin querer se les escapan. Nuestra protagonista actúa siempre de un modo sutil, no solo en lo que a sus acciones se refiere, sino también en la exposición de sus pensamientos: ni siquiera el lector puede decir con certeza cuáles son sus emociones, aunque tenga sospechas.
Aparecerán personajes masculinos hacia los que parezca mostrar cierto interés, pero nunca expondrá abiertamente sus sentimientos y estas relaciones no se llegarán a materializar, sino que, más bien, estos hombres se verán envueltos en una serie de enredos amorosos ajenos a esta —de los que podrán salir trasquilados. Ella observa impasible, impertérrita, desde una posición pasiva, que no sabemos si es la que le corresponde vivir a la mujer media de la época y que nos deja el poso de la duda de si hubo tales emociones.
Son comedias de costumbres en las que siempre hay un interés especial por los asuntos del prójimo, en los que se indaga, realizando un concienzudo trabajo de campo, sin llegar con ello a descuidar las obligaciones diarias que a una la tienen atareada. Con ello, se consigue crear una panorámica de las relaciones sociales: personajes variados que aparecen en la obra y en la vida de la protagonista, que establecen vínculos entre sí de muy diversa y, en ocasiones, reprobable índole y que la autora solo narra, dejando para el lector la reflexión moral.
Barbara Pym se vale de una prosa elegante y una sagaz ironía para hacer crítica de situaciones y de un estilo de vida que, aunque reales, no iban con ella. Pese a los múltiples paralelismos que pudiéramos hallar entre Barbara Pym y sus heroínas, no se trata más que del magnífico retrato de lo que bien podría ser una mujer tipo dentro de la sociedad inglesa de la clase media.
Todas mujeres protagonistas dibujadas casi como seres anodinos carentes de interés, inmersas en situaciones cotidianas que derrochan banalidad, pero que página a página irremediablemente atrapan al lector, que se va a zambullir no solo en los divertidos enredos amorosos que Barbara plantea, sino en el complejo análisis de las relaciones que la autora desentraña al modo del mejor antropólogo social.
Sin duda, Barbara Pym es el mejor ejemplo que hoy puedo encontrar para afirmar que lo sublime está en lo cotidiano y, dicho esto, quisiera concluir con la frase que con frecuencia empleaba en sus clases mi gran profesor Ángel García Galiano: «Qué suerte los que aún no la habéis leído». Estáis a punto de descubrir a una gran escritora.