Cuando oyó que la puerta se cerró detrás de ella, pensó que había cometido un error. Catalina apresuró el paso mientras esperaba que la voz de su padre la detuviese bajo el sol. El tronar de sus tacos sobre la vereda cantaba cada segundo de su partida. Había renunciado a su familia y aún no estaba segura de su decisión. Caminó hasta no reconocer las casas y se detuvo junto a un poste de luz. Buscó dentro de su bolso y cogió un espejo pequeño. Al observar sus ojos, notó que estaban enrojecidos, pero ni una sola lágrima arruinaba el maquillaje de sus mejillas. Contó el dinero que había conseguido, levantó el brazo y tomó un taxi. Estaba en lo correcto.
Al regresar a su departamento, Catalina se quitó el maquillaje y se dio una ducha. Mientras secaba su cabello, se observó en el espejo. Los hilos castaños cubrían parte de su rostro y sus ojos aún estaban irritados. Sí, estaba en lo correcto. Asintió a su reflejo y apretó los dientes. Lo había pensado mucho a través de las semanas. Incluso, había soñado con lo que podría suceder y lo que nunca ocurriría. Colgó la toalla que cubría su cuerpo en una silla, se vistió con ropa holgada y buscó una correa roja. Salió del departamento, buscó con los ojos que la carta aún estuviese en la mesa de la sala y cerró la puerta. Al acercarse al umbral de su vecina, escuchó los golpecitos contra el piso de siempre.
—Ya estoy en casa, amor —dijo Catalina, con voz dulce, mientras la puerta se abría—. Ya vamos a salir a pasear.
—Le he dado de comer hace una hora —dijo una mujer de mediana edad, con un par de canas en el flequillo. Un perro con manchas negras en un ojo, el lomo y la cola saltó hacia Catalina al verla en el pasadizo—. Antes que tocaras ya estaba saltando.
—Siempre lo hace —replicó Catalina, quien se había acuclillado para acariciar al can—. Muchas gracias por cuidarlo, Estela. Mañana te lo dejaré un poco más tarde.
—No te preocupes, que estoy todo el día —la mujer se despidió del perro con un gesto, mientras Catalina le ponía la correa en el cuello.
Al llegar a las escaleras, el animal se sentó y levantó la mirada hacia su dueña. La mujer soltó el lazo y el perro galopó hasta la puerta del edificio. «Anaxi, espera», gritó Catalina, mientras reía y corría detrás de él. Lo había nombrado igual que el filósofo griego Anaxímenes, porque deseaba llamarlo por un diminutivo extraño. Recordó las pocas clases de la materia que le dieron en la escuela y el nombre que más le llamó la atención. Cuando le preguntaban el porqué, solo sonreía y decía que el perro era más inteligente que cualquiera.
Cuando alcanzó a Anaxi, Catalina tomó la correa y abrió la puerta. El sol estaba oculto detrás de nubes grises y el viento enfrió su rostro. La mujer se acuclilló, acarició al can y le dijo que irían a jugar. El perro la guio hasta el parque, mientras saludaba a las personas moviendo la cola. Catalina observó los autos, las paredes y las luces de los semáforos. Se frotó los ojos y suspiró. ¿Estaba en lo correcto?
Pasó el resto de la mañana trotando alrededor del parque con Anaxi. Cuando el perro encontró una ramita, le pidió a Catalina que la lanzara. Ella se sentó en el pasto y lanzó la rama, tan lejos como pudo. El can corrió detrás de ella y regresó jadeando. Catalina se preguntó si su perro pensaba en ella como una madre o una amiga, si era verdad que amaban a sus dueños más que a sí mismos. Quizás solo ella lo quería, o quizás solo él la quería. El cielo había oscurecido y el aire se había puesto pesado. Llovería en cualquier momento y Catalina se apresuró en poner la correa a Anaxi. Al regresar, el perro guiaba el camino y aún llevaba la ramita en la boca. Las gotas empezaron a caer cuando estaban a una cuadra del edificio donde vivían. «Ya llegamos», dijo Catalina. Anaxi, inmediatamente, dejó la rama en la vereda y esperó a que su dueña encontrara la llave.
En la puerta del departamento, el perro estaba sentado en la alfombra de bienvenida. Catalina había entrado a buscar una toalla para secarle el pelo y las patas. Cuando terminó de limpiarlo, le acarició debajo del hocico y le dijo que ya podía pasar. Mientras Anaxi bebía agua, Catalina buscó la carta sobre la mesa de la sala. Sabía lo que estaba escrito en el papel, sabía que las palabras no cambiarían con solo desearlo. Abrió el sobre y observó su contenido. Leyó rápidamente y buscó los ojos de su perro. Debería estar en lo correcto, «¿no, Anaxi?» Arrugó el papel y lo dejó caer en la mesa. Notó que el número de lotería del día anterior estaba detrás de las copias de propiedad del departamento. Buscó el periódico que había comprado dentro de su bolso y se dirigió a la página con los resultados. Solo uno de los cinco números coincidía.
—Las oportunidades se me acaban, Anaxi —dijo Catalina, con voz suave—. Supongo que es lo que debe pasar —el can inclinó la cabeza hacia un costado y movió la cola. Catalina acarició su lomo—. No te preocupes, cariño. Todo va a estar bien.
La tarde se convirtió en una maratón de películas repetidas en los canales de televisión. Anaxi dormía al lado de Catalina y, de vez en cuando, caminaba hasta la ventana para observar la lluvia. La mujer recostó la cabeza en el sillón y trató de dormir. Por momentos, despertaba y notaba que las escenas no eran las mismas, que la película ya no era la misma, pero el sueño persistía. Sin embargo, ya no despertaba para ver la pantalla, para ver si había oscurecido o si su vida se había arreglado. Despertaría pronto; sabía que la despertaría pronto. Anaxi hociqueó el rostro de Catalina y lamió sus dedos, pero ella no despertaba. Ladró un par de veces y notó que su dueña abrió los ojos. Se sentó y movió la cola hasta que una sonrisa apareció frente a él.
—¿Ya es hora de comer, cariño? —Catalina se puso de pie e hizo un gesto para que el perro la acompañase—. Gracias por despertarme.
Mientras Anaxi comía en la cocina, Catalina se acercó a la ventana de la sala. La lluvia había parado, pero las pistas y veredas brillaban bajo los postes recién encendidos. Sería una noche fría, como las que solía disfrutar cuando era niña. Se acomodó el cabello, notó que se reflejaba en el vidrio y sonrió débilmente. Había decidido no quedarse; había decidido que no esperaría a que le quitasen lo último que tenía. Buscó su bolso y contó el dinero que le quedaba. Supuso que sería suficiente para un mes. Recogió el sobre donde había estado la carta notarial y guardó el dinero allí. Al ver que el perro había terminado de comer, se preguntó si en realidad estaba en lo correcto.
Cuando despertó, la noche aún cubría el mundo. Catalina vio el reloj y supo que, mientras la ciudad soñaba bajo una nueva llovizna, ella había encontrado la realidad. Se dirigió hacia la ducha y encendió la terma. Echó un vistazo al rincón donde Anaxi dormía sobre su cama y se desvistió sin sentir el frío de la madrugada. Caminó hacia el baño con los pies descalzos y abrió la llave. Cuando el agua tibia cayó sobre su cabeza, pensó en los meses que no había tenido un trabajo, en los días en que solo había comido galletas y en aquel chico con el que se había jurado amor eterno en la escuela. Supuso que no todas las promesas se cumplían y que no todos los sueños tocaban la realidad. Quizás Dios no se interesaba en lo que ocurría con las personas, o quizás no se interesaba en lo que ocurría con ella, pero ya no le importaba. Ya no importaba, en realidad.
Se vistió y limpió cada rincón de la casa. Bañó a Anaxi luego de que amaneciera y lo secó con una toalla. Planchó toda la ropa que tenía y lustró cada uno de sus zapatos. Se sintió sucia luego del trabajo y se duchó nuevamente. A pesar del clima, no sentía frío. Al igual que el día anterior, se vistió con ropa ligera. Juntó las cosas del perro en una caja, le puso la correa y lo besó en la cabeza.
—Ya no viviremos en este lugar, cariño —susurró Catalina, mientras Anaxi trataba de lamer su rostro—. Decidí que no nos quedaremos. Te dejaré con Estela, como siempre, ¿está bien, amor?
Esperó un momento y sonrió. Cogió la caja con las pertenencias de Anaxi y trató de abrir la puerta. Cuando finalmente pudo girar la perilla, recordó que había dejado el dinero en la mesa y regresó por el sobre. Lo puso dentro de las cosas del perro y ambos salieron del departamento. Catalina cerró la puerta y guio al animal hasta la casa de Estela. Tocó despacio, como si no quisiera que alguien la escuchase. Luego de un par de minutos, Estela apareció bajo el umbral y saludó a Catalina.
—Pensé que vendrías más tarde, como dijiste ayer —dijo Estela, somnolienta.
—Sí, lo siento —replicó Catalina—. Ha ocurrido algo y tengo que viajar.
—¿Quieres que lo cuide hasta que regreses? —Estela acarició al perro detrás de las orejas.
—Sí, por favor. Necesito que lo cuides. Ya se acostumbró a ti —Catalina le alcanzó la caja y le hizo un gesto con la cabeza—. Hay un sobre con dinero para sus gastos.
—Está bien, yo lo cuido hasta que regreses —Estela dejó la caja en un mueble y recibió la correa del can—. Es un buen perro.
Catalina le agradeció a la mujer una vez más y ambas se despidieron. Acarició al perro y le dijo que pronto se verían. Cuando la puerta de Estela se cerró, escuchó que Anaxi estaba ladrando y llorando. Bajó por las escaleras tan rápido como pudo e intentó no escuchar al can. Al salir del edificio, se preguntó cuánto tiempo demoraría Estela en notar que no había regresado a su departamento o que no llevaba ningún equipaje. Pensó que quizás no estaba en lo correcto, pero ya había tomado una decisión. No se quedaría en ese lugar y tampoco iría a ningún otro. Se sentía muy cansada y prefirió caminar bajo la lluvia, sin rumbo alguno, mientras las personas salían de sus casas para perseguir lo que ella había abandonado.