Todos vamos a morir. Todos vamos a morir y, en el 2020, esa afirmación pesa mucho más. Estoy entre el absurdo de Camus, el miedo de Lovecraft y la esperanza de Cristo.
Todos vamos a morir. Tanto así que es la tautología más vieja y famosa. El principal ejemplo que usan en las clases de lógica para explicar una proposición universal, afirmativa y siempre verdadera. Hasta hay un viejo refrán popular: lo único seguro es en la vida es la muerte y el pago de impuestos.
Ante esta realidad debemos enfrentarnos. Todos los días salimos de nuestras casas, hacemos planes, discutimos, vivimos nuestra cultura y hacemos el amor, con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Llegará el momento en que el único pelo de crin de caballo al fin se rompa sentenciando nuestro final. Ernest Becker, antropólogo estadounidense, afirmaba que todo lo que hacemos en la vida es un mecanismo de distracción ante nuestro temor a la muerte.
No existe cuestión más importante en nuestra corta existencia que el de entender y enfrentar el hecho que vamos a morir. En este 2020, donde la muerte, en forma de virus, recorre nuestras calles, los pulmones de nuestros seres amados y todo aquello que podemos tocar; en este fatídico año que se ha llevado a muchos más de nuestros seres amados, incluso, negándose la posibilidad de un funeral o velorio normal; en este año de pandemia sería prudente detenerse a pensar en la muerte.
Para entender la (ir)realidad de la muerte existen diferentes paradigmas. No mencionaré todos, no los conozco todos, sino los que me son más cercanos. La mayoría de nosotros, si somos afortunados, moriremos en la cama de un hospital y allí encontramos el primer paradigma: el de la ciencia moderna, el de la biología. Cuando el cuerpo deja de funcionar uno está muerto y uno deja de existir. Punto final.
La muerte médica se reconoce cuando no hay signos vitales. El corazón deja de latir y se deja de respirar. Se toma un electrocardiograma y cuando ya no hay actividad eléctrica del corazón, ha muerto.
El concepto de muerte cerebral sigue siendo cuestionado, más recientemente por el caso de Jahi McMath, una adolescente afroamericana declarada con muerte cerebral en un hospital de California en 2013, después de complicaciones en una cirugía. Fue declarada muerta por criterios neurológicos, pero continuó teniendo un desarrollo biológico inesperado. Durante casi cuatro años, McMath se mantuvo biológicamente viva, hasta que fue declarada muerta por un paro cardíaco en 2018.
En cualquier caso, para la ciencia moderna una vez que llega la muerte no hay nada más.
En los mitos griegos tenemos otra respuesta. Las almas de los difuntos, de todos, iban al Hades o infierno. El inframundo era gobernado por el hijo mayor de Cronos, Hades. Era un lugar de sombras y susurros. En las primeras versiones, el comportamiento era irrelevante, todas las almas humanas debían cruzar el rio Estigia en la barca de Caronte y pasar la eternidad en un reino de penumbras, tinieblas y opacidad, como el recuerdo que queda de uno entre los vivos, que poco a poco va perdiendo claridad, distinción y precisión. En la mente de los vivos, los muertos son vagos recuerdos, inexactos y ambiguos.
El dios Hades no era un dios cruel, sanguinario, ni malvado. Comparado con sus hermanos, Zeus y Poseidón, era tranquilo, no se metía en asuntos humanos y era un buen y fiel esposo. Fue compasivo con Orfeo y castigó a Teseo y Pirítoo, quienes quisieron abusar de Perséfone su esposa. Sin embargo, era un dios temido, cuyo nombre no se pronunciaba, no se levantaban templos ni se dedicaban ciudades en su honor.
Pareciera indiferente al género humano y sus problemas, quizás ese es el origen del terror que provocaba; el rayo y el océano son hostiles y benefactores para el hombre, podemos darle sentido. Pero la muerte es indiferente, llega para todos y, muchas veces, fallamos en darle sentido y eso es lo que realmente nos aterra.
Mención especial tiene Caronte, ser dedicado a llevar a las almas del mundo de los vivos al Hades, cruzando el Estigia a cambio de un par de monedas de plata. Hoy tenemos Caronte modernos: médicos, enfermeras y cuidadores, quizás algún sacerdote, que nos ayudan a dejar este mundo.
El último paradigma del que voy a hacer mención me es muy cercano; la muerte como una relación de social y recíproca entre los vivos y los muertos. En primer lugar, es un paradigma de origen cristiano, la vida no acaba al morir; nuestra alma trasciende el mundo natural, hacia el orden sobrenatural. Los muertos pueden estar en el purgatorio y, por lo tanto, necesitar de nuestras oraciones, o en el cielo y servir de intercesores frente a Dios.
Además, como las almas de los difuntos no dejan de existir, a pesar de la muerte física, es justo que los sigamos recordando. Pensamos en ellos no como sombras del pasado sino como personas reales, que siguen existiendo y con quien podemos entablar relaciones.
Este es uno de los fundamentos de la fiesta mexicana de Día de Muertos.
Para concluir, revisemos, quizás, la pregunta más importante que alguien puede hacerse: ¿qué sentido tiene mi vida ante la muerte? ¿Cómo enfrentamos nuestra mortalidad?
Algunos niegan su mortandad. Viven como si no fueran a morir, rodeados de distracciones, de un ruido que cubra las cuestiones existenciales: música, baile, placeres, poder, dinero, en fin, distracciones. Otros buscan controlar la muerte infringiéndola a otros. La violencia parece darle al agresor dominio sobre la vida de otros y, por lo tanto, sobre la muerte; busca chivos expiatorios para expulsar el temor a su mortalidad.
Otros buscan refugio en la ciencia. Pretenden encontrar la inmortalidad gracias a los avances tecnológicos y científicos. Los más valientes incluso apelan al transhumanismo, a la mejora de nuestro cuerpo biológico corpóreo con técnicas y máquinas que parecen ser sacados de la ciencia ficción. He de confesar que esta opción me da esperanza.
Pero si la ciencia a unos da esperanza, a otros se las arrebata. La biología y la física nos abren un cosmos inmenso, casi infinito e indiferente al ser humano. Nuestra existencia y nuestra muerte se vuelven irrelevantes, ante un universo que no alcanzamos a abarcar. Si Nietzsche, ante la muerte de Dios, apeló a la fuerza de la pura voluntad, Lovecraft nos presenta el terror cósmico donde incluso la afirmación de nuestra voluntad de poder es irrelevante.
Queda la esperanza de una vida que trasciende la muerte. Queda la esperanza de la Fama griega, la razón por la cual héroes, generales y atletas buscaban lograr proezas, para ser recordados e inmortalizados en mitos, cantos y estatuas. Quedan los estoicos y su invitación a no temer a la muerte. Queda el budismo y su llamado al desapego, incluso de nosotros mismos: Jaramarana.
Para algunos de nosotros queda la promesa cristiana, la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes se encuentran sostenidas por la creencia de que Dios hecho hombre murió para derrotar el dominio de la muerte sobre nosotros. Sin embargo, para nosotros, quedan solo como terapia o paliativo.
Epitafio, 30 de septiembre
A mi abuela le gustaba el fútbol.
Era común llegar a su casa y que estuviera viendo algún partido o que te preguntara: «¿Viste el juego?» Si ella lo había visto era El Juego.
Le gustaba tanto el fútbol que en una cena familiar en casa de mis papás huyó a la cocina a ver El Juego.
En los últimos años de vida, su cerebro comenzó a fallar por lo que no distinguía entre un gol nuevo y una repetición. Muchos la corregían cuando cantaba un gol varias veces: «No Tita, esa fue una repetición». A mí no me parecía adecuado que creyera que los últimos partidos de fútbol que veía estuvieran llenos de goles, con marcadores de 14-18.
Al final lo que queremos, cuando vemos un partido en la TV, son goles.
Dicen que de joven iba a las Chivas. Era tapatía. Pero el pasar 80 de sus 92 años en la Ciudad de México y la presión de tener 4 hijos entre 7; 1 yerno entre 3; 6 nietos entre 14 (yo no) y 1 bisnieto entre 5 del Club América la volvieron Americanista.
Si bien no se sabía el nombre de los jugadores ni la posición en la liga, amaba a sus Águilas. Venía todos sus partidos, siempre y cuando no fueran a las 12 horas del domingo, hora de misa, y los defendía de todo.
Para ella los jugadores de su América siempre eran nobles, atléticos, decentes y admirables. Los jugadores contrarios siempre eran nacos, violentos y deplorables.
Lo suyo nunca fueron los juicios objetivos ni acordes con la realidad.
Mi abuela amaba el fútbol y murió hace dos días.