La pandemia ha cambiado en muchos y muy diversos aspectos nuestras vidas. Más allá de toda modificación material, nos ha invadido un sentimiento de desconcierto e incertidumbre que no solo nos impide realizar cualquier programación a futuro, sino que, además, nos convoca a reflexionar sobre lo que pudo haber sido su desencadenante inicial. De momento solo existen especulaciones que oscilan entre lo que parece ser la hipótesis más probable, un murciélago en un mercado de Wuhan, y la presunta fabricación de un virus de laboratorio, hipótesis aparentemente descartada por la ciencia. Entre estas dos grandes posibilidades existe una extensa lista de supuestas causas que fluctúan entre teorías conspirativas de lo más elaboradas, hasta la consideración del desencadenante más accidental posible en manos de la naturaleza. En cualquier caso, el abrupto detenimiento de nuestras vidas cotidianas, sumado al creciente número de casos positivos, muertes y desbordes sanitarios, nos ha llevado a imaginar e, incluso, percibir un escenario catastrófico para la humanidad, que las jóvenes generaciones solo recordamos del producto más distópico de la imaginación del hombre materializado en historias contadas en el cine o la literatura.
En sintonía con la coyuntura, tras un largo abandono emergieron a la superficie obras como La peste de Albert Camus, El Decamerón de Giovannni Boccaccio, «La máscara de la muerte roja» de Edgar Allan Poe, entre otros tantos ejemplos de la mejor literatura universal. Si en las historias del autor italiano los personajes que huyen y se refugian de la peste se entretienen contando historias, no debería sorprender que, en la vida real, una sociedad confinada busque respuestas en los libros. Del mismo modo, repuntaron películas y series cuyo eje temático gira en torno al contagio, para resignificar su trama a la luz de la situación actual. Algunas de las más vistas han sido Virus (Kim Sung Soo, 2013), Contagio (Steven Soderbergh, 2011) y Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995) que, al margen de las diferencias propias de cada argumento y de cada producción, ya con sus títulos basta para entender cuál es el hilo conductor del relato y por qué fueron las más elegidas por un público reciente.
Sin embargo, no todas las producciones audiovisuales del momento son aquellas que se ven, en la mayoría de los casos, por segunda vez. En el 2019 se estrenó en Francia una miniserie excepcional titulada El colapso, la cual llegó a España este verano por medio de la plataforma Filmin. Si aún no se ha hablado mucho sobre ella, quizás sea porque su estreno se produjo fuera de las plataformas de consumo masivas Netflix y HBO, pero será cuestión de poco tiempo para que todos la conozcan y recomienden.
Tres son los factores que hacen de esta miniserie una experiencia audiovisual realmente notable. El primero es del orden de lo publicitario: llegamos a ella sin el bombardeo propagandístico al que solemos estar acostumbrados cuando se trata de una producción de calidad. La serie está escondida en una plataforma de streaming española cuyo número de suscriptores —si bien va en aumento— resulta sustancialmente menor que el de Netflix, HBO o Amazon Prime, las más populares del país. Así, la ausente expectativa, normalmente derivada de campañas publicitarias millonarias, nos coloca en un punto neutro respecto de lo que vamos a ver. El resultado no puede ser menos que sensacional.
El segundo factor tiene que ver con el propio montaje. Los ocho capítulos que conforman la miniserie están filmados en plano secuencia, una técnica poco utilizada en las producciones actuales, aunque especialmente bien lograda en la miniserie dirigida por el colectivo francés Les Parasites, conformado por Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins y Bastien Ughetto. Los planos sin cortes no hacen más que aumentar el drama y la tensión que atraviesan todo el argumento, logrando que los espectadores nos posicionemos en el ojo de la cámara, siguiendo segundo a segundo —con una cercanía espeluznante— cada uno de los acontecimientos que sus guionistas y directores ponen en escena tras un desencadenante diegético no explicitado.
El tercer factor y, en mi opinión el mejor resultado, es la propia temática y su abordaje. Si bien existen muchas películas y series distópicas que retratan el fin del mundo —ya sea por el efecto de una pandemia, de un desastre nuclear o de un conflicto bélico a escala planetaria—, ninguno de ellos alcanza la resolución que dio el colectivo francés. Si bien es una producción que guarda relación con los debates y las sensaciones colectivas del momento, no podría decirse que es oportunista: su estreno original fue en 2019, antes de la pandemia de la COVID-19. Los ocho capítulos, de no más de veinte minutos cada uno, giran en torno a un eje central que —vaya sorpresa— no se explicita: algo sucede, no sabemos qué, y el sistema colapsa. Lo que sabemos es lo que vemos, lo que cada capítulo pone en escena: los alimentos escasean, el dinero ya no vale, el tiempo apremia y de cada decisión depende la supervivencia o la muerte.
Así, la serie responde, capítulo tras capítulo y de forma notablemente realista, a una gran pregunta ausente: ¿qué situaciones habría que afrontar si el sistema en el cual desempeñamos nuestras vidas mañana dejara de existir? Al margen de las cuestiones pragmáticas que habría que sortear y que no serían las mismas para quienes tienen la vida resuelta como para aquellos que solo viven de la fuerza de su trabajo, la serie traza —sin caer en moralinas ni exageraciones— la disyuntiva fundamental, solidaridad versus individualismo. La serie es distópica no solo por representar un futuro no deseado que bien podría ser (post)apocalíptico, sino porque deja ver que ese estado futuro es producto de la irresponsable actividad humana.
No obstante, a pesar del excelente manejo técnico del plano secuencia y de su demostrada funcionalidad como recurso narratológico audiovisual, lo más valioso de la miniserie radica en aquello que solo está presente bajo la forma de una sutil sugerencia. Ese no saber con precisión qué fue lo que sucedió en el universo de los personajes para que el sistema colapsara de esa forma funciona como pleno significante. Cada espectador puede imaginar en ese espacio, casi ausente, lo que sea que quiera imaginar porque, claro está, las causas que podrían llevarnos a afrontar un colapso de estas características podrían ser muchas y muy variadas. La pregunta es: ¿aún estamos a tiempo?