Todo hace pensar que Washington tiene prisa para ejecutar las tareas de desarme popular en Latinoamérica antes del tres de noviembre, fecha de las elecciones presidenciales estadounidenses, en las que Donald Trump pareciera naufragar en sus intentos por reelegirse como presidente, mientras que Latinoamérica y el Caribe arden en estallidos sociales.
En esos casi cuatro años de gobierno, Estados Unidos ha logrado descarrilar los procesos integradores latinoamericanos (Mercosur, Unasur, Celac), imponer a la panamericana Organización de Estados Americanos (OEA) como brazo político para atentar contra gobiernos populares, convirtiendo casi en realidad aquella premisa de la añeja (pero vigente) Doctrina Monroe, de América para los (norte) americanos.
Las formas es lo que menos interesa para satisfacer los intereses de Washington y de sus socios de las elites nacionales: bien puede ser por la fuerza, tanto como por la arbitraria y perniciosa aplicación de la justicia (lawfare).
Para eso se cuenta con sectores de las fuerzas armadas y de la justicia, los medios hegemónicos de comunicación, las fake-news diseminadas por los trolls de las redes sociales, y la fuerza de tareas de la Organización de Estados Americanos (OEA), entre otras instituciones. Y ahora EE. UU., con el apoyo de los gobiernos títere en la región, dio el golpe para apoderarse de los recursos en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), nombrando a un halcón cubano-estadounidense como su presidente.
Por si alguien tuviera dudas, Jan Schakowsky, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, señaló públicamente que Donald Trump y los directivos de la Organización de Estados Americanos, la OEA, tienen una alianza que «parece coincidir con algo siniestro». Recordó que las misiones de observación electoral, en varias ocasiones, se han inclinado ante la presión política. Citó los comicios del 2000 y 2011 en Haití y los de Bolivia, donde alentó el golpe.
Aún faltan unas seis semanas para las elecciones estadounidenses y Trump sigue seduciendo a los presidentes ultraderechistas de Brasil y Colombia para lograr su máximo y postergado anhelo, la invasión a Venezuela, para apoderarse de las riquezas del país y terminar de una vez por todas con ese fantasma que sigue recorriendo la región, la Revolución Bolivariana.
Casuales causalidades
Por casuales causalidades, a la misma hora, los expresidentes progresistas de Ecuador y Bolivia, Rafael Correa y Evo Morales fueron inhabilitados por la «justicia» de sus países para participar en las próximas elecciones presidenciales. Correa fue postulado como candidato a vicepresidente, Morales a senador.
Usted dirá que no es lo mismo Ecuador que Bolivia. Es cierto, el gobierno de Lenín Moreno, surgido de las urnas, traicionó los postulados de la revolución ciudadana de su antecesor, Rafael Correa, mientras que Morales fue depuesto por un cruento golpe civil-militar donde la OEA tuvo un papel estelar.
Súmese el caso de Luiz Inácio Lula da Silva, quien gobernó por dos períodos a Brasil y que fue preso por el lawfare de una justicia más corrupta que la trasnacional Oderbrecht —sin prueba alguna, como se verifica ahora— con el solo fin de impedirle participar en las elecciones y dejar el camino libre al neofascista Jair Bolsonaro. Claro, antes se produjo el golpe parlamentario contra la presidente Dilma Rousseff.
Varias cosas unen a Correa, Morales y Lula: a) los tres transformaron sus países, dando prioridad a las necesidades postergadas de las mayorías oprimidas y explotadas; b) los tres fueron proscritos por una derecha que, desde el poder asaltado, los exilió o encarceló, sacándolos del escenario político-electoral; c) los tres padecieron intentos de golpe o desestabilización durante sus gestiones; d) ninguno de ellos gobierna su país, pero su influencia sigue siendo muy grande.
Todo esto se hace en nombre de la santa (y tan manoseada) democracia. Brasil, Bolivia y Ecuador —junto con Perú, que tendrá elecciones el año próximo— son los países más golpeados por el COVID-19 en América Latina.
Inhabilitados o proscriptos, la tarea de Lula, Evo y Correa, como líderes progresistas de sus países, debiera ser la de propiciar una redemocratización de sus países, donde el pueblo sea el verdadero protagonista (y no ellos). Es difícil vender pasado; los pueblos quieren saber de sus futuros, de los proyectos, de los planes, de las formas en que podrán salir de la inopia.
En su mensaje a los brasileños. Lula los llama a encolumnarse detrás: «Sé, ya sabes, que podemos, nuevamente, hacer de Brasil el país de nuestros sueños. Y decir, desde el fondo de mi corazón: estoy aquí. Reconstruyamos Brasil juntos. Aún nos queda un largo camino por recorrer juntos. Mantente firme, porque juntos somos fuertes. Viviremos y ganaremos».
El exgobernador del estado Paraná, Roberto Requiao fue más allá y propuso retomar algunos temas esenciales como la nacionalidad y la soberanía, y manifestarse contra la privatización y entrega de las empresas estratégicas, la recolocación del Banco Central al servicio del desarrollo del país y no de la especulación financiera y, sobre todo, la propuesta de un plan de acción mínimo que una a todos los brasileños.
Este sería un plan que incluya un referendo revocatorio de todas las medidas antinacionales, antipopulares y antidemocráticas aprobadas desde el golpe de 2016, medidas de emergencia para la creación a corto plazo de millones de empleos, salarios y pensiones dignos, recuperación de los presupuestos para la salud, educación, vivienda popular, saneamiento básico e infraestructura, y una política en defensa de la Amazonia.
Y las finanzas también
Finalmente, Trump, impuso al ultraconservador cubano-estadounidense Mauricio Claver-Carone como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), quien será el primer funcionario no latinoamericano en dirigir el organismo regional.
La elección echó por tierra la tradición del organismo financiero internacional que, desde su fundación en 1959, había tenido como titular a un latinoamericano y abrió la interrogante sobre el futuro inmediato de una institución creada para promover el desarrollo y la integración económicos de la de América Latina.
Si era tarea difícil hallar una organización que preste dinero a los gobiernos sin ninguna consideración política, hoy parece que se presenta como imposible. Los dueños del capital tienen sus propias reglas y la principal es no financiar a gobiernos que, en su opinión, no comparten por entero los postulados del sistema capitalista.
O sea, el mecanismo utilizado por los financiadores para hacer efectivos sus empréstitos es el del condicionamiento a las medidas económicas y sociales que propone el prestamista, en general las que promociona el Fondo Monetario Internacional, al pago de la deuda externa, reformas impositivas regresivas, recorte de los gastos, desatendiendo los proyectos de desarrollo humano y social.
Lo cierto es que el BID ha condicionado siempre los préstamos para invertir en los proyectos que ellos apoyaban que, obviamente, nunca se preocuparon de los sectores más desfavorecidos de nuestros países. Hay que resaltar que algunas veces (pocas) el BID sirvió para salvar proyectos de utilidad pública, necesitados de fondos, quizá porque todos sus titulares habían sido latinoamericanos.
El triage social
Hoy, en plena pandemia, pareciera que en la región se aplica el triage social, el mecanismo por el cual el sistema ordena y jerarquiza quiénes deben salvarse y quienes deben morir: si no hay respiradores suficientes o no hay camas hospitalarias, alguien decide quiénes tienen prioridad. Ese alguien son los algoritmos, parte de una nueva ideología científica para enfrentar la incertidumbre, reforzar la dominación, de cara a problemas y dilemas sociales y éticos.
Este tema lo introdujeron los sociólogos mexicanos Tamara San Miguel y Eduardo Almeida (reporta Raúl Zibechi), en «La pandemia, el Estado y la normalización de la pesadilla», donde señalan que no es ninguna casualidad que el triage surgiera en el seno de las fuerzas armadas. El concepto de triage (de la palabra francesa trier, clasificar o separar) fue aplicado por vez primera por el jefe de la Guardia Imperial de Napoleón para evaluar y clasificar la atención a los soldados heridos en batalla. Décadas después, fue adaptado por el cirujano de la Armada británica, para la clasificación de aquellos que no recibirían atención por no tener posibilidades de sobrevivir, aún con tratamiento. De ahí, se trasladó al plano de lo social y al conjunto de la sociedad.
Así como las burocracias gestionaron quiénes eran descartables, por irrecuperables, durante las guerras napoleónicas, en el triage social, a los descartables, las burocracias les sacrifican las posibilidades de acceder a los recursos; si continúan viviendo o mueren resulta irrelevante y se vuelven invisibles para el «bien mayor», señalan San Miguel y Almeida.
Decidir a quiénes se deja morir y qué sectores de la economía se deben sostener, no es ni más ni menos que lo que estamos viendo ante nosotros. La pandemia permitió hacer más visible, o inocultable, este sistema de muerte que determina «quienes tienen la calidad de ciudadanos acreedores de derechos, quienes se convierten en refugiados merecedores de ayuda humanitaria, y quienes quedan como zombies, muertos vivientes, condenados a las formas más precarias de supervivencia o a morir en el olvido».
Cabe recordar que en América Lapobre, a la acción paramilitar y al «narco», que estos días despliega el terror desde la mexicana Chiapas hasta el Cauca colombiano para garantizar el consumo de coca a las sociedades del llamado primer mundo, los sostienen algoritmos.
Todo cambia, nada cambia
Es triste que en dos décadas de gobiernos progresistas no hayan surgido (o no hayan dejado surgir) liderazgos en las nuevas generaciones, con una visión de la actualidad y, sobre todo, del mundo que sobrevendrá a las dos pandemias: la neoliberal y la del coronavirus.
Todo hace pensar que las candidaturas «muleto» de Luis Arce en Bolivia y Andrés Aráuz en Ecuador (coincidentemente ambos son economistas) no responden a liderazgos propios sino a haber sido ungidos por los expresidentes o las dirigencias de los partidos.
Nuestra América Lapobre será muy distinta de la de los «años dorados» del progresismo, porque a la crisis actual habrá que sumarle decenas de millones de desocupados, hambre generalizada, educación y salud en emergencia, que exige la elaboración de un nuevo modelo de desarrollo —donde la tecnología deberá ser parte importante—, pensando en los pueblos y no en los mercados.
Nuestros países necesitan crecer, soberanamente, pero, sobre todo, comenzar a distribuir la riqueza en un mundo en recesión económica, con un modelo que no termina de morir. Para lograr esos cambios hay que lograr el apoyo del pueblo, de la ciudadanía, hoy inmovilizada y reprimida, que ve pasivamente pasar la historia por televisión.
Para dejar de ser tratados como el patio trasero de Estados Unidos, se necesitan pensamiento crítico y nuevos liderazgos, jóvenes, dinámicos, que hablen de futuro y no de pasado, porque si no, cuando despertemos, el dinosaurio seguirá ahí.
Nota
San Miguel, T. y Almeida E. J. (2020) La pandemia, el Estado y la normalización de la pesadilla. Periódico desde abajo. Agosto, 30.