En el grato espacio del refugio López Velarde, Casa del Escritor, rendimos homenaje a Federico García Lorca y a su duende poético, sobre la base de aquella notable conferencia que pronunciara en Buenos Aires, en el año 1933, acompañado de poetas, escritores e intelectuales de una generación privilegiada. Allí estuvieron entonces Rafael Alberti, Silvina y Victoria Ocampo, Delia del Carril, Pablo Neruda y Raúl González Tuñón, entre otras figuras de Iberoamérica y de España. «Juego y teoría del duende» fue también presentada por el poeta granadino, ese mismo año, en La Habana.
Y aquí, en uno de los rincones de este «último reino» del austro, donde pugnamos por remozar y extender la palabra creadora de poetas y escritores, tomamos como leitmotiv de la animada tertulia, aquella conferencia cuyos presupuestos siguen vigentes, como una arte poética que atraviesa ya ocho décadas y que une acercando mundos, como dice nuestro amigo Antonio Chaves Cuiñas, inquieto gestor cultural, pintor eximio y poeta, quien ha dedicado dieciocho meses a la investigación literaria en Chile y al rescate de memorias preteridas en este extraño y olvidadizo país; tal ha sido su aporte respecto de la obra de Pablo de Rokha, con hallazgos e interpretaciones que no terminan de sorprendernos.
La conferencia-coloquio estuvo articulada en dos de las variadas vertientes de la creación estética de García Lorca: primero, el «duende» y su espíritu universal; luego, ese genial poemario que compusiera en Santiago de Compostela, en el año 1932, imbuido de la figura y de la obra de Rosalía de Castro; nos referimos a los Seis Poemas Gallegos, que escribe en la lengua vernácula, quizá secundado por sus entrañables amigos, los escritores gallegos Ernesto Guerra da Cal y Eduardo Blanco Amor. Este último conservará aquellos manuscritos, con las tachas y correcciones manuscritas del genio andaluz, documento que hoy se guarda en uno de los museos de Galicia.
Procuramos hacer vibrar, aquella noche, las palabras de Federico, recordando que el día 6 de junio es el aniversario ciento veintidós de su nacimiento en Granada, y que el 18 de agosto se cumplen ocho décadas y cuatro años de su vil asesinato en Viznar, crimen del que nos sigue hablando, con acento desgarrado, el poema de otro andaluz universal, Antonio Machado:
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
En esta conferencia suya, quizá como negra premonición, surgen sus consideraciones sobre el sentido de la muerte en España:
En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera…
Y si nos sigue hiriendo su prematura e injusta muerte, sentimos a Federico vivo en sus versos y palabras inmortales, en ese duende suyo que extrajo de las raíces gitanas de su tierra y supo transformarlo en pulso que late aún en todas las latitudes. Escuchémosle:
En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale, con instinto eficaz. El maravilloso cantaor, El Lebrijano, creador de la Debla, decía: «Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo»; la vieja bailarina gitana, La Malena, exclamó un día, oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: «¡Olé! ¡Eso tiene duende!», y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: «Todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende». Y no hay verdad más grande.
Con esa verdad a cuestas había llegado Federico a Galicia, en la lluviosa primavera de 1932, para disfrutar de ese duende lleno de lluvia y colores de musgo que descubre en Santiago de Compostela, en sus milenarias rúas misteriosas, donde parece escuchar, desde las piedras humedecidas, la voz de la gran poeta Rosalía de Castro, a quien dedica uno de sus seis poemas gallegos…
Y no resistimos la tentación de recitarlo, en ese ambiente de la SECH (Sociedad de Escritores de Chile) que de pronto parecía el de las viejas tascas de Campus Stellae, con sus mesas puestas en U para avivar el coloquio del vino y las palabras en un espacio fraternal:
Canzón de cuna pra Rosalía Castro, morta
¡Érguete, miña amiga,
que xa cantan os galos do día!
¡Érguete, miña amada,
porque o vento muxe, coma unha vaca!
Os arados van e vén
dende Santiago a Belén.
Dende Belén a Santiago
un anxo ven en un barco.
Un barco de prata fina
que trai a door de Galicia.
Galicia deitada e queda
transida de tristes herbas.
Herbas que cobren teu leito
e a negra fonte dos teus cabelos.
Cabelos que van ao mar
onde as nubens teñen seu nidio pombal.
¡Érguete, miña amiga,
que xa cantan os galos do día!
¡Érguete, miña amada,
porque o vento muxe, coma unha vaca!
Canción de cuna para Rosalía de Castro, muerta
¡Levántate, amiga mía
que ya cantan los gallos del día!
¡Levántate, amiga mía,
porque el viento muge como una vaca!
Los arados van y vienen
desde Santiago a Belén.
Desde Belén a Santiago
un ángel viene en un barco.
Un barco de plata fina
que trae el dolor de Galicia.
Galicia yaciente y callada
transida de tristes hierbas.
Hierbas que cubren tu lecho
y la negra fuente de tus cabellos.
Cabellos que van al mar
donde tienen las nubes su nido y palomar.
¡Levántate, amiga mía,
que ya cantan los gallos del día!
¡Levántate, amiga mía,
porque el viento muge como una vaca!
Alfonso Castelao diría de estos poemas: «O noso idioma ten tal fermosura, que un poeta andaluz como García Lorca —o poeta mártir—, non foi quen de resistir o seu engado e compuxo poemas en galego». (Nuestro idioma tiene tal belleza, que un poeta andaluz como García Lorca —el poeta mártir—, no fue capaz de resistir su hechizo y compuso poemas en lengua gallega). Otro escritor y exegeta suyo, César Antonio Molina, calificaba estos poemas, en uno de sus estudios interpretativos, como «milagro».
¿Milagro? No; hallazgo de amor, sí, desde las entrañas de ese andaluz universal, pródigo y multifacético que fue, que sigue siendo, Federico García Lorca, hijo predilecto de Granada y de España.