Las pretensiones coloniales francesas en América se iniciaron en el siglo XVI y su precursor fue el cartógrafo, soldado, explorador, cronista y asesino, entre otras cosas, Samuel Champlain, fundador de Quebec en 1608, donde nace la Nueva Francia y sus «provincias» de Acadia, Canadá, Luisiana, Montreal y Baton Rouge, La Nouvelle-Orléans o Saint Louis, actualmente en los Estados Unidos. Luego fueron las Antillas: Saint Domingue, Santa Lucía y la Dominica, también Guadalupe y Martinica. En América del Sur intentaron establecer tres colonias, de las cuales sólo una sobrevivió hasta nuestros días: la Guayana francesa. También en otras partes del norte de América, como Puerto Príncipe y Cap Haitien en Haití.
En esa época, México era la niña bonita del festín colonial, con una superficie casi de cinco millones de kilómetros cuadrados -hoy cuenta con menos de dos- el país se extendía desde Panamá hasta más allá de San Francisco en los Estados Unidos, con riquezas minerales y acceso al océano Pacífico y Atlántico, más de doce puertos habilitados y una posición geoestratégica envidiable. La parte cultural de los nativos a los europeos les importaba un rábano. Europa, en tanto, prosperaba con la Primera Revolución Industrial en Inglaterra (1760-1840), que requería materias primas y mano de obra barata, iniciando así la acumulación primitiva del incipiente sistema capitalista.
Las invasiones francesas de México
Las invasiones necesitan justificar sus operaciones con el fin de disfrazar los intereses reales que las motivan. Lo vemos en nuestros días con la defensa de la democracia, terrorismo, armas químicas, etc. Pero ciertos argumentos rayan en la estupidez, como fue el caso de la primera invasión francesa de México, donde no se encontró nada mejor que culpar a unos soldados borrachos que no pagaron unos pasteles que consumieron en un local, cuyo propietario era un francés oriundo de París. Luego se sumaron otros comerciantes galos que exigían indemnizaciones por pérdidas durante los conflictos armados en México. De ahí que éste se conoce con el ridículo nombre de la «Guerra de los pasteles», que duró exactamente 11 meses y 25 días.
El embajador en México, barón Antoine-Louis Deffaudis, hombre no muy inteligente, bajo las órdenes del rey Luis Felipe de Orleans, tenía la misión de encontrar cualquier excusa para justificar una invasión. El barón viajó a París con un baúl repleto de reclamos y regresó el 21 de marzo de 1838 con diez barcos de guerra que bombardearon San Juan de Ulúa y la ciudad de Veracruz, paralizando completamente las operaciones portuarias. Inglaterra vio afectados sus intereses e intercedió en el conflicto, primero con argumentos comerciales y luego, ante la tozudez francesa, con la enorme Flota de las Indias Británicas que apuntaron sus cañones hacia los barcos invasores. Se llegó a un acuerdo para poner fin a la guerra: México pagaría, en cuotas, 600.000 pesos que nunca logró completar.
Veinticuatro años después, comienza la segunda invasión francesa y la guerra entre ambos países (1862 -1867). Esta vez la excusa fue más elaborada que unos pasteles. Benito Juárez, debido a las enormes dificultades que cruzaba el país, anunció la cesación de pagos de la deuda externa, ante lo cual varios países reaccionaron violentamente, España, Inglaterra y, por supuesto, Francia. Juárez llegó a un arreglo con los dos primeros que retiraron sus barcos y regresaron a sus tierras. Francia no estaba interesada en ningún acuerdo, quería el país entero. En ese momento reinaba Francia Napoleón III, hábil político con delirios de grandeza, pero que tenía sus objetivos muy claros: crear un imperio colonial americano, extraer oro y plata en Sonora, abrir un canal interoceánico y cerrarle el paso al naciente imperio norteamericano. Para lo cual llegó a acuerdos con los conservadores y el clero mexicano que estaban encantados de instalar un emperador católico. Napoleón III eligió el momento preciso para invadir al país azteca. México estaba debilitado, en plena Guerra de Reforma (1861-1864), viviendo un período de inestabilidad tanto política como económica y los Estados Unidos, que en ese momento podían ser sus aliados, se encontraban en plena Guerra de Secesión (1861-1865).
Es bueno mencionar que Napoleón III era monárquico pero liberal, una extraña mezcla ideológica de romanticismo, liberalismo autoritario y socialismo utópico, pero sus colegas mexicanos- los conservadores y el clero- eran retrógrados al grado máximo, sin embargo vieron en la invasión la oportunidad de retomar el poder. Napoleón III ya tenía seleccionado al que sería emperador de México, con el cual compartía su ideología y, lo más importante, que no le hiciera sombra política y que fuera sumiso a sus directrices. El elegido fue Maximiliano Primero de Habsburgo.
La invasión francesa fue devastadora para el país, no sólo en su economía sino en las vidas humanas que arrastró esta desquiciada lucha. El ejército francés era el más poderoso del mundo; sin embargo, combatió en una guerra poco convencional en México. Benito Juárez encabezaba un Gobierno itinerante, nunca estaba en un solo lugar y contaba, además, con un recurso que los europeos no sabían combatir: la guerra de guerrillas de los chinacos, personajes humildes de gran habilidad en el caballo y manejo de armas que lucharon en las guerras de independencia.
Los franceses comienzan a perder batalla tras batalla y Napoleón III ordena la retirada de su ejército ante la inminente guerra entre Francia y Prusia. Por otro lado, son derrotados los confederados, cercanos a Napoleón, en la Guerra de Secesión norteamericana. Internamente en México, los aliados del emperador toman distancia al sentirse defraudados, pues no reciben las riquezas que les habían expropiado y, lo peor, Maximiliano ratifica leyes de Reforma impulsada por Benito Juárez. A esto se suma el grave error que comete al ofrecer a los derrotados confederados norteamericanos establecerse en Veracruz para continuar con la Guerra de Secesión.
Las fuerzas republicanas de Juárez siguieron avanzando hasta que, finalmente, lograron imponerse, no sólo a los imperialistas sino a enemigos de su propio partido, fusilando al emperador Maximiliano y restaurando definitivamente la República como forma de gobierno en México.
Emperadores mexicanos
México ha tenido dos emperadores y ambos terminaron fusilados en su ilusión de grandeza: Agustín de Iturbide y Maximiliano de Habsburgo.
- Agustín I
El primer emperador fue Agustín de Iturbide que, a un año de la independencia de México, se plantó la corona y se designó como Agustín I. La coronación se llevó a cabo el 21 de Julio de 1822 en la Catedral de México. Iturbide duró 8 meses en el trono y tuvo que abdicar por la presión de republicanos y borbonistas. Se refugió en Europa por un tiempo y durante su ausencia el Congreso lo declaró traidor a la patria y enemigo público del Estado. Iturbide sin saber de esta resolución, regresó al país en julio de 1824 para advertir al Gobierno sobre una conspiración para reconquistar México. Su objetivo, en realidad, era entrar nuevamente en la arena política mexicana, pero al desembarcar en Tamaulipas fue arrestado y sin mucho trámite, ejecutado por un pelotón de fusilamiento.
Aunque considerado por la mayoría de los investigadores como un militar ambicioso y aventurero, extrañamente ha permanecido para iglesia católica y grupos conservadores como el gran héroe de independencia mexicana.
- Maximiliano de Habsburgo
El segundo emperador de México fue Maximiliano José María de Habsburgo, nacido el 6 de julio de 1832 en Viena, archiduque de Austria por su parentesco con la poderosa casa de Habsburgo. Murió fusilado en la ciudad de Querétaro, México a los 35 años. Era el hermano menor del emperador Francisco José de Austria-Hungría. Estos títulos de nobleza eran los que fascinaban a los monárquicos y al clero mexicano. Maximiliano era el hermano incómodo de Francisco José, pero también fácil de manejar y por lo mismo, Napoleón III decidió instalarlo en el trono mexicano. Las pasiones de Maximiliano eran el arte, la colección de mariposas, las mujeres y los viajes.
Desde muy joven y como parte de su formación militar, Maximiliano servía a la Armada de su país y viajaba por el mundo. En 1852, el buque en que recorría, hizo una parada en Portugal donde, además de enamorarse perdidamente de la princesa Amalia, hija del emperador Pedro I de Brasil- más tarde rey Pedro IV de Portugal- descubrió la posibilidad de establecer una monarquía en un país independiente de América. Sin embargo, un año más tarde, su prometida Amalia murió de tuberculosis. Tres años duró su luto, bebiendo y fumando hachís que había conocido en Turquía. Su hermano, Francisco José, indagó desesperadamente para hallar una esposa para Maximiliano entre los monarcas europeos que tuvieran dinero y una hija soltera. Leopoldo Primero de Bélgica cumplía ampliamente con los requisitos, pero no tanto con la expectativa de mujer que tenía Maximiliano.
La princesa Carlota de Bélgica no era bella, era bizca, con varios kilos de más y rasgos esquizofrénicos, pero hija del monarca más rico de Europa gracias a sus colonias en África. Hermana de Leopoldo Segundo, que más tarde, en 1885, sería unos de los genocidas más grandes de la historia al asesinar a casi diez millones de personas en el Congo. La colonia privada de éste, es considerada el holocausto africano. Carlota, al igual que Leopoldo II, recibió el adiestramiento necesario para gobernar y dirigir un imperio, pero no cultivó la crueldad de su hermano, al contrario, era caritativa, inteligente, montaba como un guerrero y era culta. Cuando Maximiliano la conoció, quedó pasmado por unos momentos, pero se repuso al pensar en la dote que recibiría. El archiduque era un soñador que le gustaba viajar y tener un castillo frente al mar. No buscaba, como su hermano, el poder, sólo quería gozar de los recursos que otorga la aristocracia y en eso, era bastante ambicioso.
En cuanto se casó, lo primero que hizo con parte de la dote fue construir el Castillo Miramar en Trieste, frente al Adriático, lugar donde la delegación mexicana le ofreció oficialmente el cargo de emperador de México, diciéndole que era una petición del pueblo. Francisco José le hizo firmar un documento en el cual renunciaba de cualquier herencia para él y sus hijos en el Imperio austrohúngaro. Se embarca con Carlota en la fragata de guerra Novara, donde siempre viajaba por el mundo, el mismo navío que tres años después lo regresaría a Europa como cadáver mal embalsamado. Cuando llegaron sus restos al viejo continente, no lo reconoció ni la princesa Sofía, su propia madre.
Cuando los emperadores llegaron a México por primera vez, tenían buenas intenciones y al mismo tiempo eran de una ingenuidad mayúscula. Maximiliano le escribió una carta a Benito Juárez, presidente constitucional que llevaba años luchando por la república, ofreciéndole hacerse cargo de un ministerio para hacer las paces. Juárez, que era muy prudente, respondió amablemente que no aceptaba. La emperatriz Carlota de Bélgica, más que su esposa, era su reemplazo en el Gobierno mientras él viajaba conociendo las bellezas del país. Sus aliados mexicanos esperaban un emperador fuerte que acabara con los republicanos y no concebían recibir órdenes de una mujer. En sus viajes, Maximiliano, aprendía de la cultura, coleccionaba mariposas y tenía amantes. La más conocida fue la «india bonita» de Cuernavaca, hija o esposa del jardinero de su castillo en esa ciudad, donde viajaba permanentemente. Se dice que fue su segundo amor, después de la princesa Amalia de Portugal.
A pesar de los conservadores y la iglesia, Maximiliano llevó a cabo un gobierno relativamente liberal que lo fue alejando de sus aliados con los cuales compartía el Gobierno. Impuso medidas que los republicanos habían consagrado en sus programas, tales como la educación laica gratuita, reconocimiento indígena, reducción de las horas de trabajo y prohibición del trabajo infantil, entre otras. Tampoco devolvió las propiedades a la iglesia, ni dio mucha importancia a las peticiones de los conservadores.
Cuando se aproximaba en Europa la guerra con Prusia, Napoleón III ordena la retirada de soldados franceses de México, junto a ellos partieron la mayor parte las milicias austríacas y belgas. Maximiliano trató de endurecer su gobierno para acabar con la guerra lo más pronto posible, se saca la careta del «buen emperador» que gustaba exhibir y promulga una ley que declara a los republicanos como bandidos que podían ser fusilados sin trámite alguno. Se efectúa una matanza brutal, no sólo en contra de las milicias liberales, sino también contra los civiles que podrían esconder guerrilleros. De esta manera, poco a poco, Maximiliano comenzó a quedar solo. Napoleón III le dejó mercenarios de la Legión Extranjera, el Papa lo tenía entre cejas y, cansado, decidió abdicar, pero los generales mexicanos lo convencieron de lo contrario y su madre le escribió que no se atreviera, por ningún motivo, a abandonar el imperio.
Carlota partió a Europa a buscar apoyo, pero no obtuvo respuesta afirmativa, Napoleón III no podía y el Papa estaba muy molesto con Maximiliano que no devolvió las propiedades y garantías que esperaba la Santa Sede. Fue entonces cuando a Carlota manifiesta sus síntomas de enajenación mental y mientras solicitaba ayuda al Papa, revelaba que la querían envenenar en el Vaticano y que Juárez tenía una alianza secreta con Pío Nono para asesinarla. Quedó recluida hasta su muerte, a los 86 años, en el castillo Bouchout en Bélgica, totalmente demente y sola, encerrada en un cuarto donde hablaba con Maximiliano que estaba instalado en un cuadro frente a su cama. Murió el 19 de enero de 1927 y como curiosidad histórica, enterró a los Bonaparte, a los Habsburgo, a los imperios, al porfiriato y, desde luego, a su amado Maximiliano, al que sobrevivió 60 años.
Maximiliano fue sitiado con el resto de su ejército en la ciudad de Querétaro y capturado con los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía. Los llevaron ante un tribunal militar y fueron condenados a muerte. A Benito Juárez le llegaron muchas solicitudes de clemencia para salvar la vida del príncipe austríaco y Juárez puso al prisionero en manos de una Corte Marcial que decidió, con el mismo criterio de la ley que había promulgado Maximiliano, el «decreto negro», ejecutar sin juicio a todo ciudadano mexicano o extranjero que fuera encontrado con armas en el territorio mexicano. La madrugada del 19 de junio de 1867, en el Cerro Las Campanas, se cumple la ejecución del último emperador mexicano.