El problema no es que todos puedan opinar. Ese es un derecho inalienable. Lo que no es un derecho es la impunidad para mentir, para descargar un torrente interminable de fake news, mentiras, falsedades. Y menos que en nombre de la libertad de prensa ejerzan un escandaloso libertinaje para desinformar irresponsablemente, montados en campañas de terrorismo mediático. No, no existe tal «libertad» para contagiar la muerte.
Los «periodistas» de los medios hegemónicos vociferan contra quienes no comulgan con sus intereses (y, sobre todo, los de sus patrones); insisten en silenciar a veces y otras en difamar a sus contradictores, ocultar toda información que pueda exponer a la luz pública los negociados (e inclusive los delitos) de sus patrones. Y repiten las mismas dosis de veneno los mismo, ampliado.
Es fácil autocatalogarse como «periodista»: hoy cualquiera que hable o escriba en un medio se considera como tal, cualquiera que tenga un blog (con mucho o pocos «me gusta») dice entrar en esa categoría y/o profesión.
Pero son meros operadores propagandísticos al servicio de los grandes conglomerados económicos, unos, de las estrategias de los poderes hegemónicos, otros, en esta guerra de cuarta o quinta generación, donde el principal arma en esta época de la posverdad, es imponer imaginarios colectivos.
Sus armas son el sensacionalismo, enfoques sesgados, omisión de la realidad por alineación política, para tratar de imponer su realidades virtuales . Lo triste es que el público tiende a dar mayor credibilidad a los fake news que a sus desmentidas. Son tiempos de infodemia, de circulación permanente de informaciones falsas tendientes a aumentar el pánico, que se propaga más rápidamente que el covid-19.
Curas milagrosas, teorías conspirativas, catástrofes inminentes, viralizadas por las redes sociales y difundidas como ciertas por los medios, las fake-ness (es decir, las mentiras) circulan y se reproducen al mismo paso que el covid-19. Se explota la incertidumbre, los miedos, pero también se expone la manipulación de intereses políticos. Ha resurgido un floreciente mercado de la información falsa.
Los diversos temas relativos a la pandemia son tratados en la mayoría de los medios como una cuestión binaria, por el sí o por el no. Los medios hegemónicos –y, lamentablemente también algunos alternativos- se dedican a banalizar todo.
Come ajo, bebe alcohol, el virus se transmite por las líneas 5G… Estas y algunas otras falsedades corren por internet, la televisión, las redes sociales. La información falsa y poco fiable se propaga de forma vírica hasta el punto de estar poniendo en riesgo muchas vidas.
También es el nido donde proliferan los estafadores. Los daños que produce la desinformación y que son siempre muy severos contra el tejido social todo, ocurran donde ocurran. Este fenómeno de la desinformación está poniendo en riesgo vidas, ya que hay personas con síntomas de estar enfermos por el coronavirus que prueban remedios no comprobados con la esperanza de «curarse» a sí mismos.
Los estudios del Observatorio en Comunicación y Democracia confirman que las fake news catastróficas calaron mucho más en los adultos que en los menores. Bueno, en los menores de 30 (e incluso de 50) años, que saben que el virus, al menos hasta ahora, se llevó al 99% de personas mayores de 70 años.
Entonces, esta relajación que se muestra por ejemplo en Europa, quizás muestre el egoísmo de los «jóvenes», que saben que muy difícilmente ellos mueran de coronavirus, aunque pueden contagiar a sus padres o abuelos. Los más asustados son los mayores de 70 años, aunque esta gente –me recuerda Iván González- padeció hambre y terror, casi recién nacida la posguerra mundial.
Crisis/oportunidad
El virus del covid-19 es nuestro enemigo, estamos todos en guerra contra él. Pero toda crisis trae aparejada una oportunidad. En este caso la de ver que este modelo de desarrollo, basado en la expoliación de la naturaleza, está llegando a su fin, y cambiar el mismo es un problema de supervivencia para aquellos que sobrevivan (¿sobrevivamos?) al coronavirus.
¿Será el inicio de un nuevo ciclo histórico, una ventana para el, cambio de época y de civilización, con justicia social, ambiental? Hay fuerzas, sobre todo desde el abajo que se mueve, que quieren, luchan, necesitan el cambio. Pero otras fuerzas que –de la mano de la imposición de imaginarios colectivos- crean una falsa dicotomía entre economía y la vida y comenzaron optando por el negacionismo.
La mayor parte de la población mundial vive en situaciones de riesgo, y la pandemia muestra que los gobiernos ya no pueden argumentar que no existe forma de prepararse para las estas emergencias sanitarias, de forma que éstas no se conviertan en problemas sociales.
Certezas, se buscan
Hay una creciente demanda de soluciones, de certezas, por parte de la población y, en general, los gobiernos cojean casi siempre por el lado de la información y la comunicación. Del modo obsesivo de adquirir información es una forma de tranquilizarse, de controlar un entorno que se ha convertido en hostil y caótico, señala Ernesto Calvo, profesor de Gobierno y Política en la Universidad de Maryland.
¡Pensar que cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1976, Gabriel García Márquez dijo que el periodismo era el mejor oficio del mundo! (Sin dudas lo era en aquellas épocas de teletipos, pre-internet y medios cartelizados).
La verosimilitud de las noticias falsas se potencia por la inquietud y (a veces desesperación) pública y de la falta de información científica: de cómo son los procesos de los tratamientos, las curas, los kits de diagnóstico, las medidas de distanciamiento social. Y hay personas, incluso gobernantes, que se aprovechan del desconocimiento general y hasta promueven medicamentos que no curan el coronavirus, pero que pueden constituir un buen negocio.
En tiempos de pandemia aumentó el consumo de noticias, sobre todo de la TV. Las personas confían más en los medios y su cobertura sobre Covid-19 que en los políticos (los acusan de desinformar). Va en aumento el temor a la desinformación, las famosas noticias falsas, y declaran que se dan más en Facebook y WhatsApp que en otras aplicaciones. La desconfianza campea en todas partes, también en la red.
Guy Berger, director de Políticas y Estrategias sobre Comunicación e Información de la Unesco, señala que en un momento de grandes temores, incertidumbres e incógnitas, existe un terreno fértil para que las fabricaciones florezcan y crezcan. El gran riesgo es que cualquier falsedad que gane fuerza puede anular la importancia de un conjunto de hechos verdaderos.
Algunas personas creen, erróneamente, que los jóvenes o los afrodescendientes son inmunes (todo con un tono racista o xenófobo), o que aquellos que viven en climas cálidos o países donde el verano está en camino, no tienen que preocuparse demasiado. La consecuencia probable de estas mentiras es que podría provocar más muertes prematuras.
Esta pandemia ha dejado a la vista el esqueleto del sistema y ya resulta imposible disimular las intenciones detrás de las supuestas medidas de gobiernos autoritarios para hacer frente a la crisis y resulta triste comprobar cómo algunos profesionales, algunos de impecable reputación, caen en esos juegos de malabar político y terminan apoyando a los gobernantes más corruptos, de la mano de una prensa cómplice y complaciente.
A nuestras sociedades las han callado con el fantasma del contagio los pueblos viven callados, temerosos. Fantasma que, aun siendo real, ha terminado por convertirse en un parapeto tras el cual se perpetra toda clase de delitos, como los de negociar créditos con el Fondo Monetario Internacional que impedirán siquiera imaginar un futuro.
Y a los ciudadanos les queda verter su frustración en las redes sociales, en una catarsis inocua para sus planes de dominación de las estructuras del Estado, redes que, de todos modos, ya están cooptadas desde hace tiempo.
La glosolalia
Los motivos para difundir desinformación son muchos e incluyen objetivos políticos, autopromoción y atraer la atención como parte de algún modelo de negocio. Quienes lo hacen, juegan con las emociones, los miedos, los prejuicios y la ignorancia.
Podría parecer extraño que los gobernantes de países tan importantes como Estados Unidos o Brasil hayan intentado rebajar sistemáticamente la importancia de la actual pandemia o incluso negarla, interpretándola como una ocasión de afianzar un liderazgo, y como oportunidad para restringir la libertad política, en el caso de un proyecto autoritario.
Un botón de muestra: la china Alibaba es la mayor empresa de ventas por internet del mundo, ofreciendo ventas de persona a persona, de firmas a personas, y entre firmas, con un alcance verdaderamente global. Su nueva campaña internacional de ventas es la de ofrece nuevos modelos de ataúdes: simples, con almohadas de organdí, con crestones bordados, todos acolchados y con una sábana haciendo juego.
Boaventura de Sousa Santos señala que para quien, como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Matteo Salvini, está acostumbrado a la glosolalia, la irrupción de lo real es una ruina, porque impone la búsqueda urgente de discursos que puedan coordinar un significado-acción común.
Se llama glosolalia a la vocalización fluida de sílabas sin significado comprensible alguno. En algunas creencias religiosas como el pentecostalismo, donde a esta práctica se le conoce como don de lenguas, a tales sonidos se los considera un lenguaje divino desconocido al hablante.
Durante la pandemia, el sistema tecnocientífico no sólo no ha sido tocado, sino que ha demostrado su poderío de otra manera: la conjunción del miedo y el orden tecnocientífico ha mostrado toda su potencia, mientras los medios hegemónicos de comunicación hablan de la inminente sociedad de la vigilancia.
En 1603, William Shakespeare ponía en boca de Hamlet estas palabras:
Nada tiene mejor apariencia que la falsedad.