Creo que era a fines de 1995, mientras construíamos el restautante Azul Profundo, establecimiento que muy pronto se transformaría en un clásico del Barrio Bellavista. El jefe de obras, cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, pero con quien solia conversar durante mis visitas para supervisar la obra, me sorprendió, un día lunes, con un paquete de regalo. Ese fin de semana había estado en el mercado persa Biobío. Eran tres libros de fotografía.
— Esto, yo sé que le gustará, don Rodrigo.
El primero era de Edouard Boubat, el segundo de Brassaï, y el último, de un tal Sergio Larraín, titulado Valparaíso.
Fue mi descubrimiento. Quedé prendido inmediatamente con las bellas imágenes de Valparaíso. Sus personajes, el paisaje de la ciudad y los míticos locales del barrio puerto, eran mágicos.
Inmediatamente, seleccioné una de las fotos y mandé hacer una gigantografía que iba a estar por años sobre la zona de pescadería del restaurante.
Mi segundo encuentro con Sergio Larraín fue durante una de mis múltiples conversaciones con el poeta Armando Uribe. Entre el humo de sus infaltables cigarros, que prendía uno tras otro, con la colilla del anterior, y el exquisito aroma de un buen café. Me comentó que había sido compañero de colegio con Queco Larraín. Luego se encontraron cuando Uribe vivía en París, exactamente en Îlle Saint-Louis, muy cerca de Notre Dame. Un día llegó Larraín con una foto muy misteriosa. Julio Cortázar, quien también frecuentaba a Uribe, fue cautivado por aquella imagen, al punto de inspirarse para escribir el cuento Las Babas del Diablo. Lo increíble de esta secuencia fotográfica, es que al poco tiempo, Antonioni, el gran cineasta italiano del neorrealismo, basándose en el cuento de Cortázar, realizó Blow-up, icono del cine arte de mediados de los 60.
Mi primera tarea, antes de soñar con la escritura de un guion, fue recrear la fotografía de Larraín, que nadie conoce, y que inspiró a tan grandes autores.
Pedí a una amiga, fotógrafa francesa, que me enviara fotos de diversos ángulos de los rincones de París, descritos en el cuento de Cortázar. Fue así que, recurriendo luego al Photoshop, hicimos el montaje de una de las enigmáticas escenas del cuento. Realizamos un verdadero montaje cinematográfico. La escena recreada sucedía a un costado del Sena. Los protagonistas fueron la hermosa y siempre sensual Gina Lollobrigida; el casting continuó con la elección de un joven estudiante, protagonista de una de las fotografías de Valparaíso, de Larraín.
Tiempo después, en uno los siguientes cafés con Uribe, me confesó que no se acordaba bien de aquella historia, no recordaba si realmente había visto aquella fotografía tomada por Larraín, o si se lo relató algún amigo, o si él había inventado toda esta historia una tarde, en el largo aburrimiento desesperado del exilio.
Mis encuentros con Uribe respondían tambien a que yo estaba poniendo en práctica mi fórmula para escribir guiones. Esta fórmula tiene su inicio durante los dos primeros años que viví en Suecia. Cada día que iba a estudiar sueco, me dedicaba a observar en detalle a los suecos que también viajaban en el metro o en el bus. La idea era que, a través de la observación quirúrgica que yo hacía de cada sueco sentado frente a mí durante el viaje, observaba detalles tales como: su peinado, la combinación de colores de su vestuario, los tics, cómo dialogaban entre ellos, la manera de observarnos de reojo, «haciéndose los suecos» frente a quienes éramos «cabeza negra», como son llamados allá los inmigrantes.
Mientras duraba el viaje, yo hacía una interpretación de esos detalles y me construía un juicio sobre cómo eran, qué pensaban, si el tipo aquel podía ser de derecha o de izquierda, qué profesión podía tener; si era idiota, un machista o no. Una vez que ya pude leer y hablar sueco, comprobé que mis prejuicios no habían sido errados. Habían llegado a ser juicios certeros. O sea, el «me tinca» –como solemos llamar los chilenos a la intuición-, me había funcionado.
Mi método, durante los cafecitos con Uribe, consistía en escucharlo, y hacer el gran esfuerzo por retener lo esencial de sus monólogos.
Después de cada sesión, mientras cruzaba el Parque Forestal rumbo a mi departamento, iba rumiando lo esencial de todo lo escuchado esa tarde. Una vez en mi escritorio, me concentraba en encontrar una frase inteligente, un refrán, una metáfora, un poema, un haiku; algo que concentrara la esencia, que fuera la síntesis del monólogo. Ya con la síntesis, es decir, la historia en una sola frase, ello me facilitaba la traducción al lenguaje de las imágenes.
Son estas imágenes, sus detalles, la composición del plano, el encuadre, el ángulo, los objetos que lo componen, los movimientos internos en los planos, los objetos que transitan, que entran y salen del rectángulo, son los que tienen finalmente la responsabilidad de transmitir, y de facilitar, la decodificación por parte del público, de esos símbolos que permtirán la comprensión total de la historia relatada en el monólogo.
Fue a través de esta forma de trabajo que surgió el guion del proyecto cinematográfico El Vagamundo de Valparaíso. Con el paso del tiempo, y a la espera de lograr reunir fondos para la realización de esta historia, el guion fue evolucionando hacia una mezcla de mis vivencias cinematográficas en Africa, y mis experiencias durante la realización de dos filmes clandestinos que llevé a cabo en el Chile de Pinochet, con las sensaciones y emociones que surgen a partir de las fotografías de Valparaíso, de Larraín.
El paso del tiempo también me ha ayudado a entender la importancia y el valor que tienen las experiencias y vivencias personales, experimentadas a lo largo de los años en países tan diferentes. Hoy, cuando intentamos reflexionar sobre el mundo, antes y después de la pandemia; un mundo donde las generaciones actuales intentan resolver todo por medio de sus computadores, de los smartphone y otros artilugios, mi protagonista, el Vagamundo, quiere hablar del presente, desea reflexionar en voz en off y visualmente, a través de detalles de los objetos, de las personas, de los lugares. Desea hablarnos de la importancia que debiera de tener hoy la comunicación personal, la solidaridad, la honestidad, el respeto mutuo, y la necesidad de un acto de humildad para soltar el apego a nuestras ideologías y religiones, con el objetivo de poder influir en el futuro. La reflexión y su solitario vagabundear llevan al protagonista por las verticales calles e infinitas escaleras de los cerros porteños, en busca de aquellos ángulos desde, donde en los años 60, tomó sus mágicas fotografías.
Como sucede con la mayoría de mis proyectos cinematográficos, suelo partir pintando escenas o situaciones de esos futuros filmes.
En la espera de poder concretar la realización del Vagamundo de Valparaíso, sigo soñando con el instante en que deba recrear la escena de aquella mágica fotografía de Larraín. Las dos niñas bajando por la escalera del pasaje Bavestrello, del Cerro Alegre, de mi querido Valparaíso.