Se ha escrito mucho sobre la obra del estadounidense Edward Hopper especulando en las distintas lecturas sobre la desesperación erótica su persistente ambigüedad, la ironía, la decodificación simbólica, y hasta el misterio metafísico.
Casi todos los críticos, artistas y especialmente los literatos creen ver en su obra de madurez mensajes psicológicos sobre la soledad, la alienación, el aislamiento social y el estrés y llegan a afirmar que esta «soledad o aislamiento» es parte integral del carácter estadounidense.
El pintor objeto de tales interpretaciones nunca buscó representar intencionalmente nada de esto y cuando fue interrogado al respecto respondió que «el aspecto de la soledad ha sido exagerado». Para él, más que «soledad o aislamiento», lo que su obra trata de comunicar es un sentido de identidad diferente e individualista, que por cierto no se limita únicamente a los estadounidenses.
Hopper pintó sobre espacios, luz y gente identificando una emoción humana común a todos – la tristeza propia de nuestra existencia terrenal, a partir de un íntimo conocimiento de la soledad del ser humano. Pero, a diferencia del modernismo que explotaba los hallazgos del psicoanálisis de Freud, Jung y Reich, Hopper, quien comprendía que la psique o el alma humana estaba distorsionada, no buscaba corregirla, porque el arte surge con frecuencia de quienes somos real e integralmente. Por eso, nunca quiso falsificar su visión personal del mundo con base en los hallazgos del subconsciente.
Hopper declaró en una oportunidad, que, como artista, a lo único que aspiraba era a pintar «la luz del sol sobre el costado de una casa», y eso es exactamente lo que hizo al crear obra en que la iluminación y la arquitectura se envuelven en un intercambio expresivo.
Desde su gran retrospectiva en 1964 en el Museo Whitney de Arte Americano, en Nueva York, se ha puesto especial énfasis curatorial a sus pinturas al óleo sobre escenas urbanas desarrolladas entre las décadas del veinte y el sesenta del siglo pasado.
Sin embargo, ninguna exposición hasta la fecha ha presentado de manera comprehensiva el acercamiento de Hopper al paisaje estadounidense. La primera excepción, objeto de la presente crítica, es la amplia exhibición de obras paisajísticas significativas en pintura al óleo, acuarela y dibujo de Edward Hopper que tiene lugar en la Fundación Beyeler en Basilea, Suiza, hasta julio del presente año, en medio de la pandemia que limitó el acceso presencial a esta.
Larguirucho conservador
Nacido en 1882, en una familia de clase media, de doctrina bautista, en la ciudad de Nyack sobre la ribera del Hudson, Hopper no fue especialmente religioso, pero sí asimiló valores puritanos con inclinaciones políticas y sociales conservadoras.
Siendo aún un niño en etapa escolar dibujaba constantemente, experimentando con aceites y acuarelas, y valiéndose de bolígrafos y tinta para su gráfica. Cuando alcanzó los doce años, su rápido crecimiento le permitió alcanzar tempranamente una estatura de 1,93, un niño larguirucho, torpe e intranquilo en apariencia, lo que le hacía sentirse un extraño entre la gente. Este sentimiento nunca lo abandonó de acuerdo con sus biógrafos y conocidos.
Sus padres, preocupados de un futuro incierto en el arte, lo convencieron de estudiar ilustración comercial en 1899, pero solo duró un año en el mediocre centro al que fue enviado. El siguiente otoño se transfirió a la Escuela de Arte de Nueva York, una institución más seria donde hizo amistad con el pintor y escritor Guy Pène du Bois (EUA, 1884-1958) quien junto a otros artistas promovía un nuevo tipo de realismo ambientado en la vida urbana estadounidense.
Allí conoció también a la pintora Josephine Nivison (EUA, 1883-1968) que se convertiría en su esposa de toda la vida. Hopper estudió en ese lugar hasta 1906 aun después de completar el currículo de los cursos existentes.
Trabajó como ilustrador de revistas y libros hasta los treinta años, cuando pudo vender su primera obra. Pero ese ingreso le permitió viajar a París en tres oportunidades, entre 1906 y 1910, y establecer referencialmente conexión con la obra de pintores como Diego Velázquez, Francisco de Goya, Gustave Courbet y Edouard Manet, lo que sumó a su afición temprana por la literatura alemana, francesa y rusa.
Cuando llegó a París por primera vez a los 24 años se alojó en una pensión de la Rue de Lille que sus padres habían conseguido a través de su iglesia. Con una enorme estatura, el ahorrativo Hopper no toma parte en la vida bohemia ni trata de conocer a Gertrude Stein, Picasso, Renoir y Cézanne que justamente se encontraban en París en ese momento.
En su lugar se dedica a pintar a partir de la primavera con una paleta caracterizada por suaves tonos pasteles influido claramente por los impresionistas. Su obra empieza a madurar, y a ganar cierta sensualidad mediante un manejo más complejo de la luz, durante los siguientes dos viajes, como es notable en su óleo Interior de verano de 1909 sobre la que uno sus biógrafos, Gail Levin, nota «la soledad de los recurrentes tensos interiores, el trasfondo sexual, y la perspectiva del mirón (voyeur)».
Esta fue la primera de una larga serie de obras sobre mujeres en habitaciones, donde introdujo la ambigüedad narrativa por la que es también famoso. Uno puede preguntarse con cierta ambivalencia, como espectador, si la mujer semidesnuda agachada al lado de la cama está avergonzada, herida o descansando.
Aunque regresa a su trabajo de ilustrador decide a partir de 1912 empezar a someter su obra realizada en Francia a la atención de galerías y marchantes. Es mayormente ignorado, ya que tanto el público como el mundo artístico prefiere la producción de inspiración nativa, es decir la estrecha definición geográfica de «arte americano» conectado a valores de frugalidad, austeridad, ética del trabajo, tenacidad y honestidad.
A pesar del rechazo inicial, Hopper viaja al mismo corazón del conservadurismo de Nueva Inglaterra al año siguiente cuando se enamora de la costa. Ningún lugar lo marcó tan visceralmente como el noreste, aunque tuvo la oportunidad de viajar a la costa oeste y al sur de Estados Unidos y hasta México, inclusive.
Su visión y filosofía como artista fue definida por el mundo rocoso y pequeño de la costa noreste que los primeros inmigrantes ingleses convirtieron en hogar y las calles y edificios de Nueva York donde vivió la mayor parte de su vida.
Obsesión y proceso
La muestra de la Fundación Beyeler nos permite de manera singular penetrar en muchos de los paisajes dibujados y pintados por Hopper en este reducto histórico de las tradiciones y valores primarios estadounidenses. Uno en particular, Cape Ann Granite, pintado al óleo por Hopper durante sus últimas vacaciones en Massachusetts un año antes de la gran depresión económica de 1929, refleja su obsesión por el paisaje desolado donde la luz evoca emociones ambiguas.
Esta obra originó la presente exhibición tras ser facilitada como préstamo permanente a la Fundación Beyeler. Fue pintada cuando Hopper ya disfrutaba de la fama iniciada en 1924 cuando, ya con 41 años encima, marchantes y críticos lo reconocieron por primera vez.
Es notable en este paisaje como en otros incluidos en la exhibición en Basilea como el artista obtiene su sustancia del mundo real visible y como lo trasciende construyendo imágenes que resultaron más abstractas y psicológicamente animadas que cualquier cosa que haya visto durante sus exploraciones y detallados inventarios mediante notas y bocetos previos. El medio de transformación primario es claramente la pintura, pero esta no sería posible sin su casi obsesivo proceso de dibujos previos.
El dibujo a veces transformado en acuarela antes de comunicarse por medio de la pintura es crítico en el desarrollo de cada imagen final. En su famosa obra Gas, de 1940 (propiedad del Museo de Arte Moderno de Nueva York), reduce de manera minimalista los componentes de la escena – la estación de gasolina, el surtidor de combustible y el fondo de árboles a tres cajas alternado la relación entre sólido y vacío que finalmente se expresara en la pintura.
Esta característica de la técnica y proceso de Hopper comenzó en 1913 con la obra Esquina de Nueva York. La atención del espectador es dirigida al estado de ánimo general de la composición que se convierte en el sujeto principal de la misma. La supresión de detalles, la luz que ilumina al sujeto principal de la obra fusionada con la arquitectura es un desarrollo que le toma dominar con maestría las tres décadas precedentes y que afloran como elementos combinados en su más famosa pintura, Noctámbulos, completada en 1942.
Su rigurosa disciplina como artista, una dificultad creciente para encontrar temas para sus obras – según escribió en un diario su esposa Jo – además de largos períodos de depresión asociados con problemas con la tiroides y la glándula pituitaria, limitaron su producción total a 366 obras, que meticulosamente registró en cuadernos, frente a contemporáneos como Pablo Picasso que produjeron miles.
Desde su temprano Bote en Rocky Cove de 1895 hasta su última pintura Los dos comediantes, finalizada en el otoño de 1965 su proceso se caracterizó por ser minucioso y relativamente lento.
Empezaba con una gran inversión de tiempo explorando lugares y motivos, luego investigando, preparando, realizando decenas de bocetos previos y pensando detenidamente antes de realizar la obra final. A modo de ejemplo, se conocen 53 bocetos preparatorios para su famosa pintura Película en Nueva York, completada en 1939.
En la tradición pictórica, el «paisaje» implica, a menudo, una imagen de la naturaleza opuesta a la realidad cambiante que no puede ser fijada en una imagen. No obstante, la pintura paisajista refleja el impacto del ser humano en la naturaleza, pero Hopper se distancia de la tradición al plasmar escenas que parecen infinitas al mostrar solo lo que parece ser una parte de un todo inmenso.
Estamos ante composiciones geométricamente precisas donde los elementos suelen evidenciar la presencia humana, haya o no personas en ellos. Los rieles del ferrocarril, por ejemplo, estructuran las imágenes horizontalmente mostrando el vasto horizonte espacial abierto a la conquista humana. El vasto cielo por su parte, así como los cambios en la luz según la hora del día o la estación ilustran la transformación permanente de la naturaleza aun en el plano bidimensional de una pintura estática.
Por ello, es que se afirma con frecuencia que los paisajes de Hopper tratan con una dimensión invisible que ocurre fuera de la imagen que representa finalmente. En la obra Mañana en Cape Cod, de 1950, lugar que visitó durante cuarenta años, una mujer mira hacia la bahía desde una ventana, su rostro es bañado por la luz solar, mira fijamente algo que el espectador no puede ver porque está localizado fuera del espacio pictórico. La pintura evoca inquietud y aprehensión.
De acuerdo con la descripción de la esposa de Hopper, Jo, que fue modelo en la mayoría de sus pinturas, y llevaba un libro de notas de cada obra que realizaba, declaró a su esposo: «es una mujer tratando de determinar si el clima es lo suficientemente bueno para colgar la ropa que acaba de lavar», lo que llevó a Hopper a replicar: «¿dije eso? Lo estás haciendo parecer como una obra de Norman Rockwell. Desde mi punto de vista, ella solo está mirando por la ventana, simplemente mirando por la ventana».
A diferencia de ilustradores como Norman Rockwell (EUA, 1894-1978), con el que se le compara equivocadamente, los sujetos son representados siempre con dignidad y no como objeto de condescendencia o excusa para el sentimentalismo o el patriotismo. Las obras de Rockwell estaban destinadas a convenir un significado reconocible en su audiencia meta, mientras los estudios de Hopper son sobre la masa y la luz mediante los motivos del paisaje, la arquitectura y las figuras propias de la cultura estadounidense.
El pintor estadounidense, además, crea la impresión en cada obra de que la vida cotidiana ha sido tocada por una especie de santidad secular a hacer que la luz sea inseparable de la arquitectura o el contexto situacional.
Como ya hemos indicado lo logra suprimiendo los detalles anecdóticos haciendo que una escena prosaica luzca monumental, e incluso siniestra como en el atardecer de 1929 que revela su obra “Estación de tren al atardecer” en exhibición en Suiza.
Realismo existencial
El concepto de soledad ha sido históricamente malentendido. Nacemos solos y morimos solos. El dilema no estriba en nuestra solitaria individualidad existencial enfatizada particularmente por la sociedad y cultura occidental sino en la ausencia de relaciones auténticas y significativas con otros seres humanos. Se ha llamado a Hopper el pintor de la soledad porque su obra describe en presencia o no de los sujetos humanos, una realidad innegable.
El aislamiento de la gente que se sienta lado a lado en la cafetería, los hombres leyendo sus periódicos y las mujeres vistiéndose o desvistiéndose a poca distancia de otra gente que está haciendo lo mismo a otro lado de las delgadas paredes, y el ujier y los miembros de la audiencia, en el ocaso gris inhalando y exhalando el mismo aire.
Más allá de la distancia que nos separa, el aislamiento es tolerable solamente porque es el estado natural de las cosas.
Hopper reconoció el dilema humano: la convicción definitivamente de que la suma de todas las piezas triviales del mundo agrega a la vida y que la vida en la suma final es significativa.
El artista observa con objetividad la gente, los objetos y la naturaleza. No parece dispuesto a ser intrusivo, observa con la discreción de un mirón no malicioso, pero desde la perspectiva superior de un «Dios» que observa el dilema de Su creación.
Por ello, en sus pinturas establece un contexto en común para conocernos, respetando los límites que son establecidos mediante motivos prosaicos representados directamente en apariencia, es como si comunicara mediante el medio artístico por mera descripción.
Sin embargo, lo que parece una mera ilustración de lugares comunes en la urbe, la naturaleza con o sin gente, no hay nada prosaico en su aproximación excepto delatar nuestros hábitos triviales de ver y pensar en frente de una obra artística suya como Luz solar en el segundo piso, óleo completado en 1960.
Cuando nuestra manera de ver y pensar no puede comprender entonces los adornos, exotismos e invenciones que son también parte del mundo del que somos parte se convierten en meros divertimentos triviales.
Estamos ante un pintor realista enfocado en la naturaleza sea esta urbana, rural o costera. Los componentes de la estructura de sus obras están afirmados en la realidad de un mundo que ha sustituido las cavernas por subterráneos, los manantiales por alcantarillados, los árboles por edificios, un mundo natural dominado por el acero y el concreto.
Los sujetos en sus obras son anónimos en sus espacios confinados intentan resistir inconscientemente la fuerza deshumanizadora del asalto de la sociedad de masas.
Como creador resiste la tentación modernista de psicoanalizar a los sujetos en sus obras, estableciendo un saludable límite mediante el respeto de su privacía individual. El hecho de que rehúse aparentemente aprovechar lo que existe bajo la superficie de sus sujetos y contextos es lo que da calidad poética a su obra disfrazada de objetividad.
No obstante, puede pintar un feo edificio de apartamentos con sus persianas venecianas cerradas y preservar la conciencia en el espectador de que existen individuos sensibles que llevan existencias casi anónimas residiendo en las cajas de fósforos que tienen por vivienda. Hopper no mira a la ciudad con resentimiento, sino con resiliencia.
De hecho, vivió en el corazón de la metrópoli neoyorquina, Greenwich Village, desde 1913 y hasta su muerte en 1965. Su visión del mundo es respetuosa y hasta afectiva hacia las ciudadelas donde la soledad puede ser tan completa, pero que al volverse ubicua resulta aceptable y difícilmente conmovedora.
Legado sin artificios
Ya sea que la obra se sitúe en Nueva York o en Cape Cod, Hopper pintó con la misma percepción, pero sin los ingredientes artificiales que con frecuencia caracterizan la obra de contemporáneos en el expresionismo abstracto estadounidense.
Eso no le impidió influir decisivamente en las artes visuales, especialmente en el género del «cine negro», de los años treinta y cuarenta, y en la imagen oscura del progreso que explotaron cineastas como Alfred Hitchcock, Wim Wenders o Kevin Costner.
La muestra en la Fundación Beyeler en Basilea exhibe un filme en tercera dimensión realizado por Wim Wenders titulado «dos o tres cosas que conozco sobre Edward Hopper». Este tributo se enfoca poéticamente en la influencia de Hopper sobre la obra del cineasta alemán recreando sus pinturas en video.
En sus paisajes Hopper evita el detalle puntilloso en favor de una pintura reduccionista donde deja al espectador en libertad de construir o completar el significado o historia de la obra, lo que ha llevado a escritores como Annie Proulx (EUA, n. 1935) a afirmar que «sus pinturas son tan situacionales que es casi imposible evitar una explicación interpretativa o narrativa. Estamos ante pinturas poderosamente psicológicas».
No obstante, cuando se observa su paisaje de Hopper es difícil sustraerse a la tentación de completar su narrativa. Uno de hecho se ve envuelto inmediatamente en su juego de masa y luz e incompleta narrativa.
Se ha dicho que el arte refleja la sensibilidad de un período específico en la historia y la cultura, pero ciertamente retroalimenta ambas creando dinámicamente nuevos significados. Hopper creó con su percepción una imagen de una era marcada por la depresión que en la perspectiva de muchos al ver su obra luce solitaria y trágica, resiliente y nostálgica.
Con sus firmes valores puritanos, engranados en su conducta personal y creativa, su obra no se centra en la esperanza sino en la incertidumbre de un futuro que cerca al ser humano con su deshumanizador arrastre, pero al que sus sujetos pictóricos responden desafiantes, con un relativo sentido de superioridad y expectación metafísica. Por ello, cuando le preguntaron en 1963 qué buscaba con una de sus últimas obras titulada Sol en cuarto vacío, declaró sin ambages: «estoy en busca de mi». Es decir, de expresar su propia percepción.
Pocos pintores han sido capaces en el marco de la modernidad de capturar como Hopper la dureza, la planitud, y la luz nocturna de las ciudades, así como la luz solar cortante que revela en las calles y edificios un inquietante vacío espiritual en la contenida soledad de los espacios habitables modernas.