«Es muy difícil hacerse amar en una tumba», le dije.
«Uno tiene las citas que puede», respondió en un tono muy especial.(Gastón Leroux)
Conocí a un fantasma.
Una noche me mostró su deforme rostro, su universo de sombras y sus pasiones imposibles; con melodiosa entonación, me confesó sus secretos más oscuros, sus profundas vergüenzas. El misterioso fantasma de la máscara blanca me relató cómo su existencia se concentra en el discreto deleite de sinfonías, danzas y demás espectáculos, mientras manipula y liquida a cualquiera que le impida obtener lo anhelado. Para él, la armoniosa voz de su amada es el principal goce; sin embargo, este afecto no correspondido le hunde en penas tétricas. Vive en el lago subterráneo de la Ópera de París, un edificio lujoso y monumental que, desde el siglo XIX, es la sede hechizada donde se desarrollan las interpretaciones artísticas que le resultan tan placenteras.
La humanidad tiembla frente al misterio de lo desconocido, pero se hipnotiza al ver lo invisible y tocar lo intangible. Desearía poder asegurar que la curiosa figura de las pocas palabras me reveló cada detalle de su vida sin que ningún obstáculo se atravesara en nuestra cita, pero no fue así…
¡Presta atención! Esta es la historia de cómo un viaje me llevó a tener una de las mejores experiencias de mi vida… En sueños me cantó y vino a mí; mi nombre pronunció, yo lo sentí.
En La Gran Manzana no hay prejuicios: un mendigo se convierte en el famoso trompetista de la esquina, y la heredera de una gran fortuna invierte sus últimos centavos en vicios; el bailarín transpira sangre para cumplir sus sueños, y un médico se desvela por la salud del prójimo; la china vende aderezos exóticos con el fin de poder pagar unas vacaciones a Nueva Delhi, y el hindú comercia maletas para largos viajes; los árboles deleitan con su frescura natural, y el vapor que sale de las alcantarillas tapa la visión de algún peatón. Cuando se pisa esta tierra urbana, el hombre queda impregnado del perfume de sus mestizas avenidas y se niega a lavar de sus manos el rastro aromático. Así es Nueva York.
Apreciado lector, en estos momentos intentarás afinar tu olfato y percibir a qué huelen, en conjunto, aquellas gigantescas tiendas departamentales que atraen al curioso visitante, los puestos de perros calientes en plena preparación, los cauchos del célebre taxi amarillo y el camerino del teatro más antiguo en la metrópoli. No puedes ni imaginarlo, ¿cierto?
No es un secreto que la mejor forma de conocer la llamada Capital del Mundo, más que por el olor, es recorriendo sus calles y mezclándose entre sus habitantes hasta convertirse en un neoyorkino más; pero, en mi caso, llegué a Nueva York con un solo objetivo: reunirme con el fantasma de la máscara blanca y las mil sinfonías.
Era un día común: el mendigo trompetista se hacía famoso; la heredera se volvía miserable; toda limosina amenazaba con liberar a una famosa estrella; los rascacielos parecían moverse entre las nubes; y los letreros de neón de Times Square competían por obtener atención. Mi recorrido no podía estancarse en la belleza de las luces, sabía que yo debía seguir, pero no tenía consciencia de lo cerca que me encontraba del personaje del lago subterráneo y el rostro deforme…
Poco a poco, el aire se fue convirtiendo en un remolino de sensaciones bastante diferentes a las que acababa de experimentar gracias a los anuncios relampagueantes. Empezaba a inhalar la fragancia del arte que reúne a escritores, actores, cantantes, bailarines, pintores y compositores con la meta de contagiar la pasión por la vida y fulminar la cotidianidad. Sí, había llegado a Broadway: una extraordinaria mezcla entre el astuto diseño de la zona, ingeniosas publicidades y llamativas melodías provenientes de los teatros. No obstante, solo uno de los carteles promocionales avivó mi curiosidad. Mi corazón se precipitó al instante porque distinguí, en la más alta azotea, el llamado sutil, pero atrayente, del fantasma de la máscara blanca.
Sin pensarlo dos veces, corrí hacia el reconocido Teatro Majestic, donde aguardaba el protagonista de esta historia. Tanto imaginé la reunión que medité cada detalle, pero ahora había llegado el momento de nuestro encuentro y ya no sería solo un sueño. Sentía cómo mi felicidad se desbordaba rápidamente, tenía una gran sonrisa en los labios y la adrenalina estaba al máximo. Sabía que me encontraba a punto de llegar a él, hasta que…
¡Letras rojas, alarmas ruidosas, murmullos sordos, personas aglomeradas! En medio del caos, no pude comprender inmediatamente lo que sucedía, ya que estaba desorientada e inmersa en mi profunda expectativa. Sin embargo, en solo un instante, los bombillos chillones que tenía de frente lograron liquidar toda ilusión, clavar mis pies en tierra y arrastrarme a la realidad. Me sumergí en una decepción al notar cómo todo encajaba frente a mis propios ojos: la pantalla anunciaba el inicio del anhelado encuentro al que, por haberme distraído un largo rato con las luces de neón, yo no lograría asistir esa noche. La desconocida sombra de carne y hueso y yo habíamos sido separadas por toneladas de concreto, pesadas y ligeras a la vez. Sin tomarme en cuenta y con la mayor exclusión, las puertas se cerraron en mi cara y comenzó la reunión. Debido a ello, me vi en la penosa obligación de aplazar la cita hasta el día siguiente. ¿Qué pensaría él de mí?
La luna huyó, el sol salió y, de nuevo, paso a las estrellas les dio…
Para mí, habían desaparecido el mendigo trompetista, los rascacielos y los letreros de neón. Mi vida, finalmente, se llenó de lámparas de cristal, cientos de butacas impacientes, alfombras antiguas, estatuas inmortales, rosas rojas, una máscara blanca y, simplemente, música.
Sabía que él no solía hablar con nadie ni sonreír en exceso, pero se adueñaría de las tablas cuando, entre majestuosos decorados y un impresionante equipo teatral, cerraría los ojos y se entregaría al canto para conquistar a su amada. Esa noche me mostraría su deforme rostro, su universo de sombras y sus pasiones imposibles; con melodiosa entonación, me confesaría sus secretos más oscuros, sus profundas vergüenzas.
Así, abrió el telón y desaparecieron los murmullos sordos del día anterior, dándole inicio a mi cita con El Fantasma de la Ópera.