En un momento de gran incertidumbre como el que estamos viviendo, resuenan con mucha más fuerza y sentido las palabras del psiquiatra, filósofo y neurólogo vienés Viktor Frankl (1905-1997): «Es la vida como tal la que cuestiona al ser humano. Éste no tiene nada que preguntar, es más bien el preguntado, el que tiene que responder a la vida y responsabilizarse». Que estas palabras vengan de un ser humano que ha perdido todos sus afectos, soportando la terrible y traumática experiencia no de un confinamiento, sino de los campos de exterminio, les da aún más valor. No por quien viene, sino por el realismo y la verdad última que transmiten y a la que generalmente no queremos enfrentarnos. Estamos demasiado acostumbrados a alejar el sufrimiento creando nuestra propia burbuja feliz de confort. Y la vida es mucho más que comodidad y felicidad.
La Humanidad está viviendo en directo y más conectada que nunca en la Historia un momento excepcionalmente delicado: la mezcla de sentimientos negativos que puede aflorar bajo la presión de la restricción de la libertad de movimiento en una circunstancia incierta de peligro para la vida humana es muy compleja de gestionar. Él mismo narra con toda claridad episodios –siempre desde el punto de vista psicológico- del campo de concentración en el que se aprecia en profundidad la complejidad, la capacidad de adaptación y los límites confusos entre lo que entendemos por bien y mal. Es decir, no hubo alegría exultante tras la liberación, sí relajación y alivio de la presión psicológica y física, pero también un sentimiento de desprotección y desorientación en cuanto al propósito de todo el sufrimiento que habían padecido. Una sensación de incertidumbre frente al sentido último de su vida. Cuando esas personas volvieron a su «vida normal» vieron que sus vecinos se justificaban con frases del tipo «aquí también lo hemos pasado mal» o «no teníamos ni idea». Entonces llega una frustración existencial importante. Y los oficiales más perversos de las SS podían llegar a realizar acciones heroicas en momentos puntuales, mientras que los propios prisioneros del campo podían llevar a cabo las acciones más viles contra sus propios compañeros. Todo es posible. La cuestión es nuestra postura ante lo que sucede.
A nivel personal, la narración de Frankl especialmente en su obra El hombre en busca de sentido no sólo sirve para conocer una circunstancia histórica especialmente traumática, desproporcionada e injusta y sus consecuencias – en este caso la vida diaria de un prisionero en un campo de concentración- sino para vernos reconocidos e interpelados como seres humanos en el hecho de que, independientemente de contar con creencias religiosas o no, en el caso de estar inmersos en circunstancias más que desfavorables que no controlamos sí podemos ejercer un poder supremo. Cabe decidir qué hacer frente a esas circunstancias. Sucumbir a ellas directamente o sortearlas de algún modo hasta que cambien finalmente. Para ello, cada uno debe hacer un trabajo de introspección y buscar qué le da sentido a su vida. En el caso de Frankl, desposeído de todo incluyendo su condición humana dentro del campo, fue la tarea de reconstruir su obra. Tal cual. Todo por un libro en el que había puesto muchas horas de trabajo y que le quitaron nada más llegar a Auschwitz.
Hoy somos afortunados porque estamos viviendo una situación excepcional de forma segura en nuestras casas, con comida, música y entretenimiento, pero la vida nos está poniendo un reto total para que individual y colectivamente repensemos qué sentido tiene lo que hacemos, el ritmo de vida que estábamos llevando hasta este momento en que todo se ha parado. Muchos se preguntarán: «Por qué tengo que volver a empezar de cero cuando ya desde 2008 estaba haciendo esfuerzos ímprobos para seguir con mi vida, o con un tipo de vida relativamente normal». O la terrible «Qué voy a hacer ahora. Qué va a ser de mí». Nos hemos visto frágiles, nos hemos dado cuenta que nuestra libertad no es ilimitada, sino más bien siempre cercada por circunstancias económicas, biológicas como es el caso de una pandemia, psicológicas o sociológicas.
Nos ha cabreado la pasividad de supuestos líderes políticos. La realidad es que quizá esta situación nos demuestre que la competición está bien, pero en las situaciones excepcionales siempre gana la cooperación. Que no somos todopoderosos. Que no podemos jugar a ser Dios y que, sólo buscando ese sentido último de nuestra vida – más allá de las necesidades básicas, del instinto de poder o placer- podemos trascender. Que no somos robots fatalistas puestos en medio del universo para nada, sino seres creativos que son capaces de superar las circunstancias más adversas. No sólo por nosotros mismos, sino para las generaciones futuras. Porque el futuro sigue siendo posible, la Historia aún no se ha acabado como proclamaba Francis Fukuyama. La clave es la actitud con la que encauzamos ese futuro por más complejo que se presente.