¿Cómo será el mundo después del Covid-19? Hay dos tendencias de pensamiento: «la naivete de la hermandad» versus el «realismo hobbesiano». Tanto en los medios de comunicación como en redes sociales, analistas, expertos en prospección de futuro y el público en general se dividen en este momento en dos bandos, en dos versiones distintas y opuestas de cómo será el planeta después de esta pandemia.
El futuro del utopismo rousseauniano
La primera hipótesis — a la cual parece sumarse la mayoría de la gente, al calor de las circunstancias — la podríamos llamar «de la hermandad rousseauniana» y se sintetiza así. Como resultado de esta grave crisis, la humanidad (y las personas dentro de las sociedades, los políticos, los empresarios, los trabajadores, etc.) se están percatando de que todo el proyecto de la civilización es muy frágil. Que una suma creciente de agresiones de los seres humanos contra la naturaleza abrió una siniestra caja de Pandora (pandemias virales, bacteriales, etc), y que la clave es replantearse el modelo de convivencia humana. Y también están las agresiones de los seres humanos entre sí, siendo la más grave de todas las desigualdades rampantes y la pobreza.
¿La solución? Bajar las revoluciones, empezar a proteger el medio ambiente, buscar que el crecimiento económico tenga «rostro humano» y sea más equitativo. El Covid demostró que los más pobres, los trabajadores informales o de pequeños negocios, y sobre todo la gente de la calle, son los que sufren más y quedan siempre indemnes — en el escampado — en una crisis sanitaria de estas proporciones. El crecimiento de la pobreza y la indigencia plena en todas las regiones del mundo será alarmante y dolorosa.
En esta primera hipótesis, se propugna por una vuelta a los principios de solidaridad. Quitarle intensidad a las ciudades y volver al campo, al mundo rural, una suerte de alegoría del «buen salvaje» de Rousseau. Las fotografías que han llenado las redes en las cuales se observa bolsas de cadáveres en distintas ciudades del mundo, por un lado y, por el otro, delfines en los canales de Venecia, monos en Bangkok y un puma transitando por plena calle en Heredia, Costa Rica, completan ese cuadro de la alegoría «rousseauniana». Lo siniestro, por un lado, y lo idílico, por el otro. La idea—detrás de esta primera hipótesis—es que una suerte de gran pacto ético universal podrá verificarse, y todos cambiaremos.
Esta primera hipótesis es muy hermosa. Y todos querríamos que así sucediera. Pero, con toda preocupación y tristeza, creo que es muy improbable.
El futuro del realismo hobbesiano
La segunda hipótesis es la del realismo «hobbesiano» y se basa en la creencia de que la tendencia connatural del ser humano es el individualismo, que tiende al beneficio propio y a la entropía. «El hombre es el lobo del hombre» es el famoso apotegma de Hobbes en el Leviatán. En esta segunda hipótesis —pasado este hermoso frenesí de apoyo y solidaridad, que nos durará algunas semanas o meses más — el COVID-19 agudizará aún más las tendencias que el planeta traía. En un mundo donde el 1% de la población tiene más del 90% de la riqueza (Oxfam, Londres, 2019), y donde cada día mueren 24.000 personas de hambre (la mitad de ellos niños), el COVID-19 parece ser un evento que agudizará aún más la pobreza y la desigualdad. No más hay que esperar que las aguas se acomoden.
La noticia, difundida via tuit por el economista Robert Reich, de que United Airlines — no más recibir su parte del bailout o rescate de 25.000 millones de dólares que el Tesoro otorgó a las aerolíneas de los EEUU — procedió a anunciar el despido de parte de sus empleados a partir de octubre (lo cual significa que ese rescate del dinero público será, en lo esencial, para los CEOs y los dueños de la aerolínea, pero no para sus empleados, igual que sucedió con el rescate del año 2008 que benefició a los dueños de los grandes bancos de Wall Street y a las aseguradoras, pero nunca a las millones de personas que perdieron sus casas), demuestra cual podrá ser la cruda realidad después del Covid-19.
Similar a las imágenes de los millonarios de New York abandonando a toda prisa la isla de Manhattan para viajar en helicóptero a sus residencias de descanso en los Hamptons o en Martha`s Vineyard, de cinco millones de dólares, dejando atrás en las calles, muriendo como moscas de Covid-19 a los latinos y a los negros (los que hacen el trabajo de carpintería cotidiano para que la «Gran Manzana nunca duerma»: los funcionarios de salud de los hospitales, los meseros, los empleados de restaurantes, los barrenderos, los obreros municipales, etc.). Todo ello es una metáfora de cómo se comporta el ser humano en momentos de grandes crisis.
Lo mismo en América Latina, de Chile a Colombia, pasando por Perú, Ecuador y Costa Rica. Las clases empresariales de América Latina (la región más desigual del mundo) no parecen dispuestas a hacer una contribución especial para generar equidad en sus países, ni mucho menos. Seis países de América Latina están dentro de los 10 más desiguales del mundo, incluida Costa Rica dentro de esa deshonrosa lista del Banco Mundial y la OCDE.
A pesar de la desigualdad rampante en Costa Rica (octavo país más desigual del planeta según Banco Mundial), en diciembre del año 2018 se conoció que 200 de los más grandes contribuyentes del país había declarado «cero» ganancias y no pagaron nada en impuesto de renta en distintos períodos del año 2011 hasta el 2018. No contentos con ello, muchos de esas empresas, simultáneamente, con motivo del Covid-19 han montado una sistemática campaña de ataque contra la propia CCSS (sistema de salud pública) que está salvando la vida de la población, contra las universidades públicas y sus investigadores que están inventando vacunas y tecnologías contra la pandemia, buscando reducirles salarios y presupuestos, pero, en ningún caso, dispuestos a ningún sacrificio fiscal de sus propias empresas que han ganado millones de dólares en los últimos años, algunas de las cuales están en regímenes de zonas francas y, por lo tanto, no pagan ninguna renta. La solidaridad luce muy bien para la coyuntura de Covid: para las cámaras de TV cuando se trata de regalar almuerzos, mascarillas o testing devices, o incluso donaciones más importantes pero puntuales, pero no para ningún cambio estructural en la economía en largo plazo.
Hay grandes excepciones, como Bill Gates, quien ha donado desde hace más de un lustro el 70% de su fortuna a la filantropía y cuyo rostro acusa cada día más angustia y pesar por los males que asolan al planeta. O Warren Buffet y otros centenares de empresarios de distintos lugares del mundo (España, Colombia, etc., Costa Rica, incluida), quienes han mostrado una solidaridad excepcional en este momento. Pero ellos son, justamente, las excepciones que confirman la regla.
Sucede lo mismo con el tema ambiental. Las fotografías satelitales nos mostraron a fines de marzo (en plena crisis del Covid-19 en Wuhan) como toda China se veía—por primera vez desde décadas—libre de polución y contaminación. Bastó que terminara la crisis sanitaria en Wuhan para que las imágenes satelitales se vuelvan a ver oscuras y contaminadas. La gran fábrica que es China tiene que recuperar el tiempo perdido. Así sucederá con la gran mayoría de los países industrializados, que pudieron observar las montañas y el aire puro sólo momentáneamente. La gran factoría de la producción tendrá que recuperar los meses perdidos muy rápidamente. Y volveremos a lo mismo, o quizá a un escenario peor.
De lo deseable a lo esperable
Mi corazón está con Rousseau, desde luego. Pero mi mente fría de sociólogo, con dolor, le apuesta a Hobbes. Las tendencias naturales del ser humano han tendido siempre a imperar, aun después de graves catástrofes como la que estamos viviendo.
Y lo grave del caso es que a la vuelta de la esquina, la caja de Pandora nos tiene reservadas otras pandemias y crisis aún mayores, empezando con el cataclismo ambiental que se avecina después del año 2030.