El primer escritor de carne y hueso que conocí fue Carlos Ruiz-Tagle. Me lo presentó mi tío cura, Mario Rojas Ramírez, a propósito de unos incipientes textos míos que sugirió llevárselos a Carlos para que me diera algunas orientaciones de maestría. Fue amable en recibirme y mostró buena disposición, citándome para dos semanas más tarde, en su casa de Providencia. Abrió la carpeta azul (tengo predilección por este color, aunque soy hincha de Unión Española) y desplegó sobre la mesa los veinte escritos en prosa. No hubo descalificaciones ni elogios; todo se circunscribió a insinuaciones, sugerencias y consejos gramaticales, prosódicos y semánticos; todo certero y fundamentado.
— Gracias, don Carlos -le dije.
— No me des las gracias ni menos me trates de «don»; entre escritores somos, o debiéramos ser, hermanos de oficio, ojalá de trato directo y sencillo.
— Carlos, con este material y nuevos textos, pretendo publicar una novela breve, autobiográfica y filial, que titularé La Voz de la Casa, porque el personaje-narrador es la morada donde nacimos, en ambos confines, Chile y Galicia. Con esta primera obra creo que ingresaré a la Sociedad de Escritores de Chile… .
— ¿Y para qué?
— Bueno, tengo entendido que es el cenáculo de la literatura chilena. Pablo Neruda fue su presidente…
— Hombre, cuidado. La mayoría de los que allí concurren son impostores, ni escriben ni leen, solo se dedican al chismorreo y a la maledicencia entre pares.
Pasaron tres o cuatro años. Publiqué mi primera novela, con ayuda pecuniaria de parientes y amigos. Mil ejemplares. El editor me llamó una tarde, diciéndome que había encontrado en su bodega un saldo de papel cuché y que podía imprimir ciento veinte o ciento cincuenta ejemplares en esa fina textura. Le dije que no contaba con recursos adicionales para ese fin. Me tranquilizó, manifestándome que no me costaría ni un peso más de lo acordado.
Disfrutamos un feliz «lanzamiento» en la Librería Martín Fierro, propiedad de mis buenos amigos Margarita Toro y Arturo Williams, a la que concurrieron, entre otros ilustres escritores, Oreste Plath, Luis Sánchez Latorre, Inés Moreno, Isabel Velasco, Ximena Cox, Mario Ferrero, Stella Díaz Varín, mi inolvidable amiga; también Diego Muñoz padre e Inés Valenzuela. Presentó el libro Juan Antonio Massone. Inés Moreno leyó el capítulo «Padre». Hubo cerrados aplausos y emotivas felicitaciones. Filebo, cazurro, expresó:
— Ese es el problema cuando lee o recita Inés Moreno, porque todo suena bien, incluso excelso…
No me aguijoneó la ironía; la tomé como humorada transversal. Filebo iba a escribir luego una encomiástica crónica sobre aquella novela calificada por él como «lárica y fragmentaria», estableciendo ciertas analogías poéticas con Jorge Tellier.
Un martes por la tarde, concurrí a la Casa del Escritor para inscribirme como literato «con carné al día y filiación segura». Me patrocinaron Raúl Mellado y Sergio Bueno. Ungido como recién bautizado, esperé que concluyera la reunión de directorio y entregué, a cada uno de los directores, un ejemplar autografiado; por supuesto, escogí los impresos en cuché. Mi desconcierto fue mayúsculo cuando uno de ellos, poeta de vocación y oficio, examinó el ejemplar, con la ancha fotografía en portada de la casa gallega donde nació mi padre y antepasados, madre pétrea y testigo de cuatro siglos de hospitalaria descendencia, para espetarme:
— Hay novatos que se dan el lujo de editar su primer libro en cuché cuando tantos escritores no pueden hacerlo ni siquiera en formato artesanal…
Era una virtual insolencia y grosera descortesía ante un regalo.
Con el correr de los años (llevo cuarenta y cuatro frecuentando lo que he llamado «mi segunda casa»), he sido testigo y aun padecido, de semejantes mezquindades y patochadas. No puedo afirmar que me acostumbré a ello, aunque ya no me sobresaltan ni incomodan, más allá de retribuirlas con una befa también de corte literario.
A fines del primer lustro de los 80, el poeta Pepe Cuevas, buen amigo pero maldiciente reiterativo, trabajaba en la elaboración de una antología de poetas de la generación «diezmada» o «perdida», creadores cuya producción se había gestado bajo los horrores de la dictadura y de los años previos, cuando nos uníamos al sueño socialista y libertario. Nos sentamos a una mesa, en el Refugio López Velarde. Pepe, Rolando Cárdenas, Hernán Miranda, este cronista y alguno más que se ha difuminado en mi memoria. A José Ángel Cuevas le preocupaba encontrar un nombre adecuado y expresivo para la antología. Entre el tinto una estrella y las empanadas fritas servidas por doña Mina, surgió, como por encanto, el título buscado: «Veteranos del 70». Brindamos por el hallazgo, alzamos la voz y repetimos aquel nombre propiciatorio.
Dos o tres semanas más tarde, cuando Pepe Cuevas iba tras el necesario apoyo financiero para la empresa, se topó, en el diario Últimas Noticias, donde Filebo era director de cultura, la «noticia cultural del próximo lanzamiento de la antología poética Veteranos del 70», obra compilada por el escritor Fulano Mengano Zutano (no apunto su nombre, porque está ya en ese lugar donde no hay rencillas ni mezquindades ni plagios ni hurtos a mansalva ni ofensas gratuitas).
Pepe hizo al felón una intempestiva visita nocturna a su casa y le exigió explicaciones, sin argumentos literarios, sino poniéndole el puño bajo la nariz. El colega no estaba para lances boxísticos (como sí lo estoy yo –advierto- que fui campeón universitario de peso welter), y acordaron la paz mediante un pago más bien simbólico (creo que fueron (creo que fueron treinta mil pesos de la época). Mal negocio, porque la mitad de ese dinero se fue en libaciones propedéuticas en el cobijo de López Velarde.
Hace una semana, publiqué mi crónica Escribir en Dictadura, donde cuento las peripecias que sufrimos durante los años de la dictadura militar-empresarial, aludiendo en ella a escritores ilustres, bien acomodados, defensores acérrimos del neoliberalismo a ultranza, como son Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, a quienes jamás he denostado como artífices de la palabra, sino como individuos que optaron por ser fieles a su clase social y que han gozado, y lo siguen haciendo, del beneplácito de medios de difusión vedados al resto de los escribas, máxime si son izquierdistas militantes o rojillos de sospecha.
Pues bien, un colega de escritura, quizá periodista, calificó el texto de «infame», sin referirse al contenido, sin esgrimir argumento alguno ni refutar algún juicio específico. El hombre es controvertido en el ambiente, sobre todo –dicen- por su indefinición ideológica. Pero esto no es lo sustancial en un escritor, sino su literatura, su capacidad de crear a partir del lenguaje. Sinceramente, lo que he leído del señor de marras me parece tan precario como pretencioso, en busca de efectos publicitarios y mediáticos que poco o nada tienen que ver con un oficio de constante aprendizaje, en aras de la humildad, por otra parte, atributo del genio...
Como si fuese un colofón de su impotencia lingüística, profirió en FB una burda ironía elíptica que es inaceptable, porque alude a un pueblo honorable que ha regalado al mundo tan enormes escritores como Rosalía de Castro, Ramón del Valle-Inclán y Manuel Rivas.
Como yo le escribiera, hace años, al hijo de calabrés (italiano) Pedro Carcuro: «Haces mal, Pedro, en mofarte de los gallegos, siendo tú hijo de un modesto inmigrante calabrés. Debes saber que los italianos peninsulares, con ese prurito xenófobo de dudoso humor, se burlan de los calabreses, supuestamente por brutos y zafios».
Pero, bueno, también Dante Alighieri era italiano; florentino, a mayor abundamiento. No le exijamos a ninguna estirpe la perfecta selección de los genes.