¿Qué puedo decir de Chile? Que es un país represivo, donde la violencia, como en todas partes, engendra más violencia. Por otro lado, no es un país: desigualdad, pasado y represión ha creado por lo menos dos o tres países en el país. Las imágenes que vemos todos los días describen un odio que niega a las mayorías.
Existe el Chile blanco, adinerado, con educación en el extranjero y otro moreno, mestizo que es despreciado, marginado y golpeado sin clemencia. Existe el Chile que sufre y paga y el Chile que goza, viaja y consume sin endeudarse. Y estas realidades están separadas, no se cruzan ni entienden, ni mucho menos se consideran.
La desigualdad social ha llegado a extremos insostenibles, unos pocos ganan mucho y conceden poco; y muchos trabajan, sudando por sueldos miserables, alimentando la riqueza de esos pocos, que nos los aceptan ni reconocen.
La prensa no es libre, la televisión cuenta la historia de los privilegiados y la manipulación de noticias es enorme, creando una falsa realidad sobrepuesta a la verdad y al dolor cotidiano.
Las imágenes relatan la vieja historia de violencia represiva. ¿Cuántos son los muertos, los heridos, los vejados y desaparecidos? Y a la violencia se responde con violencia, eliminando cualquier posibilidad de dialogo y encuentro, que no sea a golpes, llena de odio y pintada de desprecio. Nadie se pregunta ¿por qué tanta impunidad al disparar a quemarropa, porque tanto odio contra los desheredados, los rechazados y maltratados por el sistema? En Chile no existe el respeto ni reconocimiento al ciudadano pobre. El pobre es invisible, no tiene derechos, no es escuchado ni percibido como ciudadano. Es parte de un universo anónimo, sin rostro que llaman despectivamente masa y que sin embargo crea riqueza que le es negada.
Esta distancia se lee en miles de comentarios. La mayoría exige derechos, reconocimiento, aceptación, la posibilidad de vivir decentemente, de estudiar y vivir el sueño de la igualdad. Los pocos, que hoy los rechazan, ponen trabas, crean grupos y conservan sus ganancias, ofreciendo limosnas a los excluidos como si fueran perros.
Unos viven en las poblaciones, otros en los barrios acomodados. Unos son empleados, abren las puertas, limpian, lavan, van a las fábricas, a las minas y otros se sientan y disfrutan del espectáculo sin empatía, sin una identidad común y en muchas ocasiones con visible desprecio y son estos pocos, en sus camarillas y grupos, los que después se sorprenden porque la protesta continúa a pasar de que ellos y el gobierno han ofrecido unos pocos pesos.
Pero detrás de las protestas hay un grito que va más allá de los precios del metro y del trasporte público, mas allá de las pensiones miserables, más allá del dinero y detrás de este se esconde una voz potente que llama a cambio, que exige reconocimiento, participación, meritocracia, movilidad social, integración y justicia. Chile es hoy, ayer y siempre, en pocas palabras, una sociedad racista, elitista, excluyente, gobernada con espíritu latifundista, donde el patrón puede permitirse todo con sus inquilinos, medieros y desposeídos de todos los derechos y esto en un relato, que hace alarde del progreso, del metro, de su identidad blanca y también de su desprecio.
Vean los rostros de los que protestan, lean el odio en las caras de los carabineros y el ejército, hijos de ese mismo pueblo, cuenten los muertos, los heridos, los vejados. Cuenten los disparos con perdigones, los golpes y reconozcan que este es el lenguaje que el país utiliza para hablar con las mayorías, con los parias; que este es el modo destructivo con el cual se confronta el descontento.
Chile sin indios, sin mestizos, sin rotos, ni marginales, no existe. Porque son la mayoría. Chile sin ellos es un país muerto.