Lo neuro-real, el prefijo neuro, dice Jacques-Alain Miller, ha llegado a ser un «prefijo Amo». Es decir, que impone su significado a toda las series en que se aplica. Y dice Miller en su curso: «Todo el mundo está loco», que tendremos que averiguar qué hacer con ese neuro-real.
«En efecto ese materialismo mecánico, el cognitivismo, encontró su objeto mayor: el cerebro». Vendría a ser la penúltima invención de una ciencia puesta al servicio del capitalismo de nuestro tiempo.
La dualidad cuerpo y alma o espíritu, sôma y psiqué, ha atravesado las culturas bajo diversas formas, con distintos nombres, pero siempre se ha admitido que había una realidad corpórea y otra del espíritu o psique. Todos los relatos religiosos o filosóficos mantenían de un modo u otro esa diferencia o división.
Ahora la ciencia ha decidido que puede descifrar el funcionamiento del cerebro y conocer cómo se produce el pensamiento y toda la vida psíquica. El objeto a dominar es el cerebro, dando por supuesto que toda la vida psíquica se elabora ahí. Y que es posible rastrear sus huellas con las imágenes de resonancia magnética al igual que con las resonancias que a cierta edad nos realizan a los humanos para rastrear la existencia de posibles tumores. Podemos preguntarnos por qué excluyen al resto del cuerpo de tener algo que ver con el psiquismo. Pero los neuro-científicos están convencidos que es en el cerebro donde reside el acontecer del sujeto.
¡A por el cerebro!, es la consigna. Para dominarlo, para atrapar al sujeto que pulula por ahí escondido.
¿A qué se debe esta performance? Pues de algo así se trata en esta pirueta acientífica del discurso de la ciencia. Hay en esto, y en cómo se va llevando a la práctica, algo que nos remite, más que a conocimiento, a dominación. Pero ya es algo antiguo lo de dominar a los seres humanos mediante la intervención o el dominio de su cerebro. Para hacerse el Amo de su portador.
Siempre ha existido el deseo de apoderarse de la mente del otro. Mediante múltiples formas. Desde hechizos, elixires del amor, bebedizos, conjuros, exorcismos… A veces, a los mismos dioses se les antojaba dominar a los hombres. Dice Esquilo que «a los hombres a los que quieren destruir los dioses, primero les vuelven locos».
Ya hace tiempo que con la ciencia tenemos la cirugía cerebral, la lobotomía y demás. Y los psicofármacos.
Y el «lavado de cerebro», tan empleado en los sistemas totalitarios. O en las sectas religiosas.
Todos ellos son medios para tratar modificar de algún modo el goce del cuerpo y que eso produzca algún cambio psíquico – alguna forma de sometimiento, pero sin descifrar en absoluto nada del psiquismo.
Hay que incluir a la neuro-ciencia, o lo neuro-real, en esa pasión antigua por la dominación del otro, que incluye la dominación del cuerpo a través de la mente. Si se puede intervenir en el mecanismo que construye el pensamiento y los sentimientos, se hará posible modificarlos.
Hoy tenemos que lo neuro-real se va aplicando a la terapéutica, a la educación y cada vez a más campos de la vida psíquica.
Con todo, la neurociencia se presenta a sí misma como un recurso ilimitado en beneficio de los seres humanos, que debemos, por tanto, aceptarlo así.
Esta deriva perversa de la ciencia se muestra embellecida - cómo no – por el objetivo de procurar nuestro bien.
Sabemos que cuando surge un avance científico con frecuencia le sigue enseguida una deriva perversa, su utilización dañina para los humanos. Como con la energía nuclear y tantos otros. Pero esta vez, la neurociencia viene cabalgando los ideales de la ciencia y del bien social. Afirma que no va a traer ningún mal. Como siempre.
Su arma favorita por ahora - al igual que con los tumores - es la resonancia magnética, y la aplicación del algoritmo a sus resultados: para ser una ciencia es preciso la medición, que se le pueda aplicar la combinatoria matemática que aspira a dar cuenta de la actividad psíquica, es decir, del acontecer del sujeto en su vida.
¿Cómo es que se acepta sin rechistar, sin protestas sociales, y se extienda rápidamente esta práctica de la neurociencia con esa pretensión? ¿Cómo se somete tan fácilmente la gente a esto? A algo tan burdo como que le van a interpretar con ese artilugio electromagnético sus deseos, sus secretos…, su ser, en fin. Ciertamente es algo que por simple intuición repugna a la razón. Parecería brujería vulgar a quien no estuviera cautivado de antemano por el milagro de la ciencia.
Miller dice que el avance de esta neurociencia se debe a la existencia de una demanda social de cuantificación universal. Todo funciona con la cuantificación. Nos preguntamos si esa demanda de ser cuantificado supondría la resignación a ser tratados como un objeto, de la anulación como sujetos, de la imaginada desaparición del sufrimiento de la vida que ello conllevaría.
Es dejarse llevar por la ilusión de que desaparecerían las incertidumbres. De alcanzar a vivir en un mundo de certezas. Si la matemática es exacta, eso tranquiliza. Aunque se aplicara a un objeto imposible como es la vida.
La cuantificación reduce la cualidad de lo singular, lo anula. Encierra al ser en una cifra, lo reduce a un quantum.
De eso se trata: de estar siempre seguro, de contar con un mecanismo que dejara bien cerrado el inconsciente. De eliminar los riesgos que acarrea una vida dedicada a los deseos acatando, a cambio, el sometimiento a un Amo que sabe qué nos conviene. Lo que el escritor francés del XVI, Étienne de La Boétie, llamó La servidumbre voluntaria.
Esta aplicación pseudocientífica persigue alcanzar además una «objetivación» completa de los síntomas psíquicos, lo que permitiría su clasificación en una imaginaria nosología y una supuesta etiología y, por tanto, el adecuado «tratamiento» para cada síntoma. Y como la condición humana es sintomática tendríamos un diagnóstico para cada uno. Todos los humanos entraríamos en unos u otros ítems que definirían los estados patológicos. Se ve venir: todos medicados para ser normales.
También sabemos quién estaría bien dispuesto para subvenir a esta nueva necesidad social. ¡Qué mercado inagotable se abriría para la industria farmacéutica! Ya están ahí.
Tenían razón los antiguos: hay cuerpo y hay alma (o espíritu, o psiqué), y una no se reduce al otro. Su heterogeneidad es absoluta, no admiten una medida homogénea: no es posible su cuantificación. La medición del sentido de la vida es una reducción al absurdo. ¿Mediría alguien el odio o la bondad? Este mismo delirio pseudocientífico es inconmensurable.
Hay ser hablante. Es decir, hay el cuerpo y hay la lengua que lo vivifica. Y son realidades heterogéneas. Habitamos en la lengua y llevamos un cuerpo. No hay combinatoria matemática en la que todo esto quepa. En realidad, no es sino el monstruo que produce el sueño de la razón científica en el capitalismo de nuestra época.