Según Ananda Coomaraswamy, «el mito encarna el más aproximado enfoque de la verdad absoluta que pueda darse con palabras...», y el poema es un mito. Un mito es, como lo explica Claude Lévi-Strauss, una historia para ser contada... y estamos llenos de historias. La realidad misma es siempre mítica y siempre la estamos contando y nos creemos la historia que nos contamos porque creemos que estamos en silencio, observando algo, pasivamente, sin intervenir en su desarrollo, imbuidos de una pretendida objetividad, frente a muebles, ventanas, personas, animales, recuerdos que están en silencio porque son cosas «que están allí», objetivadas, enajenadas de nuestra naturaleza... pero nunca estamos en silencio: siempre nos estamos contando la historia de nuestra vida, y recién cuando se reconoce la naturaleza histórica de nuestro decir, nuestra vida tomará la seriedad de lo Sagrado a lo que siempre se refiere el mito. Y veremos que el poema nos invadió desde siempre porque siempre estuvimos inmersos en lo Sagrado. Veremos que lo Sagrado nos constituye, que lo somos.
La idea de lo Sagrado ocupa un sitio en el aparato psíquico humano que es indiscutible. En efecto: positivistas, ateos, agnósticos, gnósticos, despreocupados del tema, religiosos, todos participan del campo cognitivo de lo Sagrado. Forma parte de la matriz de nuestro pensamiento, que incluye a lo racional y a lo emotivo. Así, aquel que prescinde en él mismo de la imagen de una divinidad — de la naturaleza que fuera —, en realidad la proyecta en los demás, tal como cita el adagio: «el ateo ve a Dios en todos menos en sí mismo». No cree en la divinidad en sí mismo, pero de una manera elíptica la cree en los demás y en todo lo demás.
De más está decir que una axiología, un sistema de valores — por mezquino y elemental que fuera — necesita la idea de algo invariable que le dé sustento, de algo sobre lo que poder basar su propia estructura como aparato legal. Y esta base invariable es lo que llamamos aquí lo Sagrado.
Entre las diferentes variables mencionadas, la del positivismo es quizás la forma más peligrosa, porque su técnica de evitar la idea de un dios en sí mismo, lo llevó a trasladar la idea de lo Sagrado a otra idea: la del ser humano. El Humanismo positivista hizo desaparecer lo Sagrado de todo el Universo, y lo colocó en una parte muy importante, pero muy reducida, de ese Universo: el Hombre.
Al perder la perspectiva de lo Sagrado fuera de sí, todo empieza a centrarse demasiado en la confianza que el Positivismo puso en lo Humano, y eso es lo que le hizo perder de vista el funcionamiento de la totalidad. Y al perder de vista el modo en que el todo funciona, comienza a actuar a ciegas y se inicia un proceso de desestabilización en su relación con el entorno. De esta forma, el Positivismo humanista se transformó en una enfermedad sistémica que, necesariamente y más tarde o más temprano, debe encontrar una cura. Es un problema de ecología.
El Hombre es una gran cosa en este Universo, pero no puede reemplazar el rol del Universo como un todo que, entre otras muchas cosas, hizo al Hombre. Lo Sagrado signa nuestra biología de supervivencia, sea que le asignemos una naturaleza divina o de otro tipo.
Los últimos tiempos de la Humanidad han mostrado un paulatino desplazamiento -con regreso- del foco desde el Hombre como centro, hacia su entorno. Lo invariable, lo digno de respeto, cada vez más se instala en el entorno. El Positivismo humanista está mostrando múltiples y peligrosos resquebrajamientos: la explotación de la Naturaleza y la del Hombre sin poder, son su principal carga de culpa histórica… Es hora, entonces, de volcarse a la Naturaleza y a los pobres del mundo… tal como hizo San Francisco de Asís cuando el mundo era Sagrado.
Ahora, tras siglos de Positivismo humanista, se está viendo que el mundo humano está sufriendo claras muestras del desplazamiento del eje de los valores, desde lo antropocéntrico hacia lo que nos rodea: los hechos muestran a un importante líder religioso que orienta la atención hacia el entorno del Hombre -natural y humano- como un lugar donde habita, donde se expresa, lo Sagrado, lo que no varía, lo que debe organizar nuestra escala de valores y que por eso mismo debe ser respetado.
Y es en buena hora que esto sea así.
No debe importar ni la filiación confesional religiosa ni la filosofía que se sostenga, siempre que se entienda que si no ponemos a lo que nos rodea como base invariable para nuestra supervivencia estética, ética y biológica, el ser humano seguirá siendo una especie fea, de dudosa moral y, a todas luces, biológicamente peligrosa.
La poesía es, entonces, una expresión de respeto hacia el prójimo... entendiendo que lo prójimo (porque parece que siempre hay que explicarlo), es absolutamente todo... seres vivos o no vivos. Cercanos o lejanos, tanto en el tiempo como en el espacio. «Existentes» o «fantasiosos». Toda la variedad multiforme que nos rodea deberá desvanecerse de a poco para poder expresarla en su cercanía con lo Sagrado.
Este ejercicio de defoliación necesita de la cabal comprensión de que la realidad es algo siempre participable, y que quitarle lo que le sobra es una actividad menos polvorienta que la observación de Miguel Ángel respecto de un bloque de mármol: la escultura ya está allí, sólo es cuestión de sacarle el material sobrante. Con la poesía pasa algo análogo... no igual, pero análogo. De hecho, la escultura «visionada» tiene mucho de sustancia puramente poética antes que «material» en la piedra, dicho esto en el sentido de que la escultura {visionada» se ha acercado a un sentir de lo Sagrado que luego debería ser trasladado a la dimensionalidad de percepción que llamamos «materia». De ideal a lo material.
No hay creatividad sin el regalo divino -Sagrado- de un instante de caos: allí, en el centro del momento donde todo es equivalente y equiprobable es que nos liberamos de las cadenas de «lo que se supone que es» y empezamos nosotros a decidir el destino de cada pincelada, de cada golpe de mazo, de cada letra. Son momentos contados, breves, mágicos... pero vienen y nos tienen que encontrar despiertos, libres y creyentes.
La poesía requiere de la fe. De la misma fe de la que se alimenta la religión... en este sentido: la fe es el acercamiento a lo que no necesitamos ver para saber que está allí... como en el caso de la escultura de Miguel Ángel. La fe destruye el conocimiento, lo despoja de su realidad sobrante y le reasigna una existencia más cercana a lo Sagrado, a lo esencial, a la esencia... al ser...
El observador -el poeta- debe, entonces, aprender a observar. Y observar significará despojarse de todo filtro cognitivo que le impida ver lo Sagrado.
Como es lógico, no sólo arrastramos nuestros hábitos de observación sino que arrastramos los hábitos de observación de toda nuestra tradición cultural. Mencionamos, por ejemplo, la cosificación de la mente como una de las trabas que hemos de «procesar» para poder liberarnos de esa capa de material sobrante. Y esta actividad requiere de una «musculatura» intuitiva que no siempre se tiene desarrollada. Se la tiene, pero no del todo disponible, no lo suficientemente fuerte.
Si debemos hablar de cosas que vuelan ¿de cuántos sustantivos disponemos en español? De muchísimos. Para los indios hopi, sólo existen dos sustantivos: las aves y todo lo demás que no resulta un ave, y que puede ser un avión, un insecto o un murciélago. Los miembros de la tribu dani de Nueva Guinea sólo tienen dos colores: los claros y los oscuros y no tienen palabras para las formas geométricas.
El lenguaje condiciona lo que llamamos Realidad... y el poeta necesita del lenguaje para poder expresarse, de modo que aquí vemos otra limitación que disuelve y reorganiza nuestra imagen del mundo. Pongamos un ejemplo más con los colores.
En el siguiente link se puede consultar un interesante cuadro. En él, podemos apreciar que para a la persona de habla inglesa o española, y en otros muchos idiomas, los colores son seis. Pero para un hablante de lengua shona, hablado en Rodesia, existen sólo tres colores: el cips uka que abarca desde nuestro anaranjado hasta el violeta, algo entrado en nuestro azul; el citema, que abarca el azul y parte de nuestro verde «azulado»; y el cicena, que abarca al resto del verde y todo el amarillo. Mientras tanto, para un hablante liberiano que hable lengua bassa, los colores son sólo dos: el hui, que abarca desde el violeta hasta el verde amarillento y el ziza, que va desde el verde amarillento hasta el rojo.
¿Qué significa este cuadro?
Que nosotros tenemos seis colores porque tenemos seis palabras para referirnos a ellos. Los hablantes de las otras lenguas que mostramos, con menos palabras, ¿ven menos colores? De hecho, técnicamente, sí... pero hay que entender que nosotros vemos más colores porque tenemos más palabras y no porque veamos más colores. Aunque, hay que entender también que la «cantidad» de colores y la cantidad de palabras nacieron en el mismo proceso de digitalización del continuo analógico recortado en esas «cosas» que son los colores.
Por ese motivo es que la clásica indefinición del verde turquesa o azul turquesa que se da entre nosotros, los que hablamos una lengua que tiene seis colores, para un hablante de shona o uno bassa, el color para nada es indefinido. Del mismo modo, y como ejemplo, un verde «definitivo» en nuestra lengua es un color impreciso, indefinido, de transición, para un hablante de shona.
Nos resulta prácticamente imposible tratar de evocar una experiencia en la cual los colores sean menos que seis, pero aun viendo la continuidad analógica en el cielo durante un ocaso o su distribución en un arco iris, nuestra tendencia a ver 6 colores -o seis «cosas»- es inevitable y de origen psicolingüístico.
Algo del mismo tenor ocurre cuando analizamos la evolución de los intentos para definir la «sustancia» del calor. El calor llevó a largas especulaciones alrededor de los conceptos como los de flogisto, una sustancia invisible que supuestamente existía en todas las cosas materiales y que explicaba su combustión, antes del descubrimiento del oxígeno, o los del calórico, un modelo con el cual se explicó por mucho tiempo las características y comportamientos físicos del calor, sosteniendo que el calor era un fluido hipotético que impregnaba la materia y era responsable de su calor. Estos conceptos, finalmente, se ajustaron a los enunciados de Claussius quien, a fines del siglo XIX, desarrollaba la teoría termodinámica. ¿Qué había pasado durante tanto tiempo? Que gran parte de occidente había tomado siempre al calor como un sustantivo, y poder explicarlo en su dinámica había sido el gran desafío, hasta la llegada de una palabra como termodinámica, que le daba a una cosa, el calor, la dinámica de un verbo que, por fin, explicaba sus propiedades.
Sin embargo, si estos científicos hubieran hablado la lengua hopi no hubieran perdido tanto tiempo, ya que en hopi calor es un verbo: una acción y no una «cosa». Lo que había hecho Claussius, en definitiva, era haberle dado a un sustantivo las propiedades de un verbo: a lo termo le dio dinámica.
De la misma manera, resultó un absurdo para la ciencia oficial y durante mucho tiempo, la pretensión alquimista de la «transmutación» de los elementos. Y esto aconteció hasta que los aceleradores de partículas demostraron que esto era posible. Aunque los alquimistas fueron denigrados por esta cuestión, seguramente no lo hubieran sido si se hubiera atendido al detalle lingüístico: para la alquimia, el elemento químico no era un sustantivo sino un adjetivo, por lo que el «aislamiento» entre «cosas», entre cosas aisladas -determinado por una pauta del idioma-, no podía ser tal entre aquella misteriosa y lejana gente.
Así que, según vemos, estamos más atados al idioma de lo que nos parece a la hora de entender nuestro entorno... y el idioma es apenas una de las redes de trabazón que nos impide la conceptualización de una totalidad, de un holismo. Hablamos de entorno, pero ¿«entorno» a qué? Ese a nosotros remite a una comunidad de yoes que se consideran el centro de algo. Incluso, cuando conjugamos un verbo, no empezamos con el «tú» sino con el «yo»... y ni qué decir cuando vemos a ese yo en idioma inglés, como una construcción fálica siempre erecta en su forma mayúscula sea donde fuera que aparezca en la oración.
La conversión, traducción o codificación de lo continuo natural en términos de cosas nos da rapidez en la toma de decisiones. Es una importante herramienta biológica que nos ha permitido acceder al entorno de una forma absolutamente inédita en el reino animal. Pero por el segundo principio de la termodinámica, sabemos que en todo proceso de traducción hay una pérdida neta de información. Toda traducción es una traición al original por esta razón. Y también lo es la codificación guestáltica que mencionamos: es una forma de ver (el ver «cosas») una pérdida de información acerca de la totalidad. Traduttore, traditore.
Podemos hacer grandes avances en la traducción de textos técnicos; algo menos en prosa literaria y -para muchos- nada en materia poética. En poesía el idioma alcanza su dimensión propia... la verdadera. En su poesía una lengua se sincera a sí misma de manera irreversible: no regresa con significado al escritor. En poesía, un lenguaje no tiene anclaje con el mundo comunicacional del individuo y deja abandonado al poeta a lo que resulte de su enlace social y cultural como persona... algo que es completamente secundario: sabemos que existe el poeta pero no sabemos qué lleva el poema en sí, en su intención autónoma. El rapsoda de Platón anda por aquí...
La materia poética se modela fuera del alcance consciente del escritor y desencadena la respuesta impredecible en el lector... Es lava que emerge y desciende del misterio del volcán y se hunde en el misterio del mar. Pero nadie la puede tocar en su viaje: viene de otro mundo y se perderá en otro mundo. Ella decodifica un Universo, pero no lo convierte en mensaje. Quedamos, literalmente, en ascuas. El poema no define. No dice. La metáfora, el giro, el logro poéticos son otra cosa y no sabemos qué es eso que es... o sólo sabemos que son la noticia de un orden superior al de la consciencia, pero el secreto permanece intacto. La verdad quema y mata... Es en poesía donde la maldición de Babel alcanza su máxima eficacia, ya que ¿quién puede traducir algo que no se dice?
Y parte de esta pérdida de información lo constituye el hecho de aparecer en la compleja constelación de cosas de nuestra realidad, un ‘yo’ que centraliza la visión, la percepción, del entorno y que es tomado, inevitablemente, como una cosa más.
En efecto: el yo se nos aparece como una estrella central de todo un sistema planetario que son el resto de las cosas que lo rodean. Y es prácticamente impensable otra forma de pensar que no sea siendo, cada uno de nosotros, sendos centros de todo lo existente. Y nos hablamos y nos comunicamos, en general, desde esos centros que destilan una idealidad de lo absoluto, perdiendo de vista lo holístico, lo totalizador... la misión de la poesía -en este sentido- habrá de ser el rescatar noticias, fragmentos, pedazos de esa totalidad.
Aunque lo que resulta quizás más difícil, sea el creer que efectivamente existe esa totalidad... ya que intelectualmente podemos declamarla hasta el hartazgo, pero no tenerla «incorporada» al sentir más íntimo e intransferible. Se es poeta cuando se escribe y se vive como tal.
Es lo que llamaremos el sentir poético, esto es: el saborear (el saber) lo total.
Hemos dado una serie de señales acerca de la construcción de lo real para mostrar que lo que llamamos realidad es una ilusión. El sentir poético debe surgir de una convicción profunda acerca de esa ilusión, pero expandida sobre cierta vocación de abismo. El poeta debe abismarse. Debe sentir la necesidad de abismarse. Debe sentir el llamado del abismo. ¿Y qué es el abismo?: aquel lugar donde el yo no importa, no vale, no sirve, donde no es tenido en cuenta. Aquel lugar que es un no lugar porque todos los lugares están en él. Aquel sitio que está en todas partes, incluyendo a nuestra propia humanidad.
En el sentir poético, el yo tiende a desintegrarse, para luego regresar a su solidez habitual. Y tiene que regresar para poder escribir acerca de lo experimentado en el no/ser del abismo... Allí: cuando pataleó y manoteó en el vacío lleno de gravedad, allí donde ser ‘yo’ no tenía sentido. Debe escribir acerca de la no experiencia... entendiendo que la experiencia remite al pasado — a lo experimentado en tanto que mensaje inscripto en el yo —, mientras que la no experiencia coincide en el tiempo con el proceso biológico en sí mismo: la no experiencia es el abismo.
Se trata de un proceso que no desestima al yo como emergente psicológico, sino que le da elementos para asirse a la no experiencia. Es una referencia que se acerca a la idea de Benedetto Croce, de que la obra de arte es un recurso mnémico para que el arte se «fije» en nosotros o nosotros podamos «fijarnos» en el arte.
Ver el ver, ver al yo viendo, es una forma de entender este abismarse del yo, este sentir poético que nos permite disolver por unos momentos las barreras de la percepción y conseguir esa nada que es el todo.
Una flor, un gato, un recuerdo, un pensamiento... cualquier cosa puede despertar al abismo dormido. El sentir poético es la presencia del todo en algo... una breve detención del fluir del todo, al rozar con algo de lo que compone la ilusión de la realidad. Es la caída de algo en la disolución del abismo, donde no podemos asirnos a nada y donde ese «algo» se desvanece. ¿Por qué eso es belleza? ¿Porque el «yo» ha desaparecido? Quizás sea por eso... porque el yo se ha ido de paseo con el todo y el todo, en su expansión absoluta se complace en sí mismo.
El sentir poético es nuestro referente para aquello que sentimos como belleza y no en su viaje, pero sí en su regreso, nos trae noticias de que existe esa totalidad y que esa totalidad nos espera a través de esta clase de experiencias.
Si esa totalidad es un Dios o, simplemente, un Universo vacío de sentido, es otra cuestión. Pero de lo que la poética nos anoticia, efectivamente, es de la existencia de esa totalidad.
Podríamos conjeturar muchas cosas en este sentido... una de ellas es que el placer que causa el sentir poético nace de la desaparición momentánea del yo. Y no es que lo cause por su desaparición, sino, como dijimos, por su regreso, porque regresa con una aureola, un perfume a totalidad (eternidad, infinitud) y esa experiencia es lo que sentimos como goce de la belleza. Y lo que llamamos belleza es la experiencia del goce mismo. ¿Podemos asimilarlo a la idea, tantas veces mentada por la teología, de una divinidad que se ama y se goza de sí misma de un modo absoluto... el llamado «amor esencial»?
Dijimos que lo sagrado es una instancia inevitable de lo humano: la poética es lo que le permite al yo viajar hacia lo sagrado: allí donde arte y religiosidad se identifican en un terreno común, aunque, por supuesto, no están relacionados entre sí: se trata de dos herramientas para acceder a la noticia de lo absoluto.
El yo como herramienta para la percepción de la totalidad es una herramienta viva para que el arte pueda conocer lo absoluto. Por eso no estamos de acuerdo en la extinción del yo como medio para liberarse de él: basta con el amor para que el yo se relocalice en el otro o con el arte para deshacerse del Ello freudiano y su naturaleza psíquica desorganizada que atenta nuestra supervivencia social junto a la presencia díscola, violenta, del yo.
Reconocer — y aceptar — la noticia de un mundo que es más que el yo y su soberbia, modera el operar del yo... lo sabe el maestro zen cuando plantea un koan. De esta manera, el arte cumple una función moralizadora, ya que nos permite adentrarnos en lo más problemático, confuso y oscuro del Hombre con la seguridad de volver desde lo Sagrado, y aportar algo de su luz a la tiniebla profunda de lo humano.