Si la situación no fuera extremadamente delicada, la misma daría de sí lo suficiente para escribir un relato entre fantasmagórico y detectivesco y trufado además con generosas dosis de buen humor. Cataluña, que a lo largo de estos últimos años ha sufrido los embates de un nacionalismo tan grosero como ramplón (el propio, más el destilado por la incompetencia de una derecha tan carpetovetónica como inútil en su acción de gobierno), es ahora objeto de asechanza por parte, nada menos, que de una de las unidades de élite más temidas del Ejército ruso: la unidad militar cuyo código oculto no es otro que el conocido bajo la cifra 29155.
Este, a veces, no parece sino el remake de una antigua película de producción norteamericana que, allá por los años sesenta, cosechara un éxito arrollador en Occidente: ¡Que vienen los rusos! Novela juvenil escrita por Nathaniel Benchley y adaptada para la gran pantalla por William Rose, esta historia no es sino una comedia bélica que, con acierto, juega con los fantasmas propios de la guerra fría desatada entre los dos grandes bloques en que el mundo quedó dividido tras la Segunda Guerra Mundial.
Tirando, tal vez, de este y de otros guiones de Hollywood, algún negro literario ha tramado los ingredientes de un relato que salpimenta el cronicón en que se ha convertido la actualidad en Cataluña, y, por ende, en todo el territorio español como consecuencia del envite abierto por el Procés.
Nadie, en estos tiempos, está en condiciones de asegurar la verdad sobre nada, por la simple razón de que a nadie, absolutamente a nadie, le interesa el conocimiento de la misma. De acuerdo, pues, con suposiciones que el amable y casi inexistente lector de diarios establece a partir de informaciones publicadas, sabemos que el juez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón «ha abierto una investigación que mantiene secreta sobre las supuestas actividades en Cataluña durante el procés de un grupo ligado a los servicios de inteligencia rusos» (El País, 22/11/2019). Afecto a la Dirección de Inteligencia Principal (GRU, en ruso), dicho grupo ha protagonizado, según este medio, ciberataques de carácter global contra instituciones antidopaje, estaciones de energía nuclear y centros de control de armas químicas. No terminan ahí las fechorías de este engranaje diabólico puesto en marcha por la élite del espionaje ruso: se le supone culpable, además, del envenenamiento sufrido en marzo de 2018 por su antiguo colega Serguéi Skripal y su hija Yulia, de la muerte de su vecina, del intento de golpe de Estado habido en Montenegro en 2016, del doble intento fallido de asesinar a un traficante de armas búlgaro, y se le relaciona, también, con una campaña de desestabilización sufrida por la república de Moldavia.
Ante semejante catarata de revelaciones, uno, como lector y ciudadano de este mundo que deviene cada vez más complejo por líquido e inaprehensible, tiene la sensación de estar ante una cortina de humo. Un humo espeso y envolvente que impide ver el núcleo principal de donde brota y parte el fuego que destruye cualquier certeza, por débil que sea. No parece sino que la información esté destinada a esconder lo esencial, aquello que realmente nos afecta y sobre lo cual, poco o mucho, podemos tener un cierto control. Control que, por ejemplo, sí podemos ejercer al reivindicar, directamente y sin intermediarios, un modo de vida que mejore nuestro escaso bienestar: un medio ambiente en consonancia con las nuevas exigencias del planeta; mayores estándares en educación, sanidad, vivienda; derecho real y efectivo a un trabajo decente, o, en su defecto, a una renta universal garantizada; pensiones que aseguren una vida digna para quien ya solo puede esperar envejecer y transmitir cuanto haya acumulado a lo largo de su existencia a las futuras generaciones; ciudades y entornos habitables en lugar de parques temáticos, donde un turismo hortera señorea la incuria creciente de una plétora miserable.
Para evitar la indispensable toma de conciencia que podría acelerar la transformación que tanto necesitamos, los mass media nos invitan, en cambio, a sumergirnos en extrañas historias de espías y tramas subversivas sobre las cuales no tenemos ningún dominio. O a participar en procesos independentistas que nada garantizan, salvo la creciente influencia de una casta que ve en esta u otras iniciativas de similar o parecido jaez, el salvoconducto para blindar fantásticos privilegios de carácter restrictivo y muy selecto. Es decir, que esos medios, tan demediados por otra parte, nos tratan como al peor de los rebaños. No es de extrañar, entonces, esa sensación que inunda la psique de no pocos ciudadanos: la molesta impresión de pérdida creciente de capacidad para decidir realmente en no importa qué esfera de nuestra vida; y el impacto que genera el hecho de saber que, oscuras y lejanas potencias, traman el peor escenario posible para sumirnos en el caos, la desunión y la indigencia. Todo ello no hace sino reforzar la apatía y la desidia, y, consiguientemente, el encapsulamiento de cada uno sobre sí mismo, a imagen y semejanza del caracol, y a cuestas siempre con una carga que, en este caso, sí resulta indeseada.
En otro tiempo eso que dio en llamarse «izquierda» hacía de situaciones como la ya descrita bandera para su causa; pero hoy, abducida por ese veneno mortal que es todo nacionalismo, se contenta con seguir la corriente que marca «el pueblo», ese magma en el que todo cabe y que todo justifica en virtud de no se sabe bien qué extraña voluntad.
De todo este asunto —tenebroso donde los haya— bien podría derivarse una consecuencia nefasta, a saber: en lugar de una negociación de gran calado, que es lo que la situación política está pidiendo en Cataluña, podríamos encontrarnos, de aquí a no mucho, con una nueva aplicación del artículo 155 que hiciera inviable la autonomía catalana. Tal medida, obviamente, estaría justificada ante la «opinión pública» por la presencia en territorio español de agentes extranjeros que, como ya es lugar común en estos casos, solo pretenden desestabilizar la nación en beneficio, como siempre, de intereses espurios. Solo así se comprende que esa misteriosa célula del más secreto espionaje ruso haya sido detectada tan tardíamente en tierras del Principado. Tal vez en su propia tarjeta de visita, en sus credenciales (Unidad 29155), encontremos los signos de nuestro inmediato porvenir.